Por el Maestro Jesús Ortega
Fue en los primeros años de la década del 50 del pasado siglo XX. cuando lo encontré por primera vez. El gran guitarrista de aquellos años, Juan Antonio Mercadal y yo coincidimos con él en un pequeño establecimiento situado en una de esas calles llenas de vida del centro de la Habana; íbamos en busca del clásico café de tres centavos (entonces decíamos “café de tres quilos”). Era un hombre alto, muy sonriente y optimista, atlético, de cuerpo muy proporcionado, ni grueso ni delgado, de grandes y fuertes manos, con dedos largos y sabios que parecían independientes al resto de sus manos.
Pronto estuvimos en el local de un luthier amigo. Ya él abrazaba su guitarra y aquellos mágicos dedos hacían brotar armonías increíblemente hermosas, con posiciones inverosímiles, casi imposibles para otros guitarristas, perfecto sentido del ritmo y siempre canturreando algo que no se podía definir bien. Me pareció un artista grandioso y una persona increíblemente afectuosa. Desde entonces he tenido el privilegio de ser su amigo. Dejamos de vernos por largos períodos de tiempo por causas del trabajo de cada cual, pero la amistad no ha cedido jamás.
Más tarde me enteré de que, a pesar de la maestría que demostraba, su profesión no era el arte, sino la Ingeniería Civil. A pesar de ello era uno de los fundadores y en cierto sentido cohesionador del importante movimiento cancionístico del feeling, compositor de hermosísimas canciones y también de muchas excelentes piezas para guitarra sola. La mayoría de éstas últimas, verdaderos retos para su ejecución por otros guitarristas.
Desde muy joven fue un melómano, conocedor de Chopin, Villa-Lobos, Beethoven, Ponce, Bach, Tárrega y otros muchos compositores de música clásica. Algunas obras de esos y otros autores tocaba en la guitarra, un poco vergonzantemente, porque solo lo hacía para si mismo, quizás en alguna ocasión para algún amigo íntimo, pero jamás para el público. Con frecuencia encontramos “citas” de obras clásicas insertadas en su música.
Tenía ya grandes amigos, admiradores de su arte. Entre los artistas famosos, los que ya lo eran y los que lo serían poco después, algunos nombres: Benny Moré, Adolfo Guzmán, Aida Diestro, Bola de Nieve, Frank Emilio Flin, José Antonio Méndez, Rafael Somavilla, Odilio Urfé, Cesar Portillo de la Luz, Rosario Franco, Tania Castellanos, Ela Calvo y muchos más. También se relaciona muy pronto con los jóvenes artistas que van surgiendo como Leo Brouwer, Ildefonso Acosta, Ahmed Dickinson y Mabel González, para solo mencionar algunos guitarristas.
Su pasión por la música lo mismo se demostraba en profundas conversaciones sobre el folklore local con “Saldiguera” y “Virulilla”, los extraordinarios rumberos de “Los Muñequitos de Matanzas”, que sobre los grandes clásicos de la música universal con el Maestro Reynol Álvarez Otero, violonchelista, guitarrista y director de la Orquesta de Cámara de Matanzas.
Entre sus muchas cualidades dos se destacaron desde muy temprano: la modestia, la real no la que muchos fingen, y la generosidad para con todos los que precisen de ella. Esta última acompañada de la mayor discreción. Recuerdo mis visitas a su casa de la calle Medio, en Matanzas. Allí ejercía como ingeniero. En esa provincia construyó: puentes, acueductos, viales y otras obras sociales. Como es de esperar, nos reuníamos principalmente para guitarrear todo el tiempo de que él pudiera disponer.
Ese, en la llamada “Atenas de Cuba” fue por muchos años su paraíso principal, donde reinaba con su esposa, la bellísima Eva y sus cuatro hijos. Pero existe otro en la Calle Lacret, en Santos Suarez. Allí lo encontrábamos entonces, cuando estaba en la Habana; este fue en un principio el hogar de sus padres y hermanos, después su residencia.
Ese fue, es y será siempre para mi el gran Maestro Antonio (Ñico) Rojas.
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