viernes, 31 de enero de 2014

En torno a la mutilación de la memoria

                                             por Guillermo Rodríguez Rivera

Rafael Rojas es uno de los ensayistas del exilio cubano que me interesa. Lo es desde mi lectura de su libro El arte de la espera, que el profesor Iván de la Nuez puso en mis manos cuando ambos coincidimos, allá por 1998, en un evento efectuado en Palma de Mallorca, auspiciado por la Universidad de Islas Baleares para a comentar la situación cubana en el centenario del fin del dominio español sobre la isla.

En las páginas de ese libro, Rojas discurría sobre el tema de la religión en Cuba, y yo incluí el debate con algunas de sus afirmaciones en el capítulo Dios y el diablo en la tierra del sol[1] que, a partir del título del film de Glauber Rocha, escribí para mostrar como aborda el cubano su relación con las creencias religiosas.

Algunos le reprochan a Rojas, el historiador, incursionar en lo que sería ámbito de la crítica literaria, pero no seré yo quien se sume a esa opinión, porque creo que el humanista que se procure una formación pertinente –Rafael Rojas la tiene sobradamente–, puede operar en dos esferas del pensamiento tan conectadas. Mis discrepancias en torno a las consideraciones de Rojas, en este caso, se apoyan en la que me parece que es una visión unilateral e insuficiente del asunto que aborda.

Sus Memorias mutiladas se acercan, inicialmente, a lo que podríamos llamar la “mutilación” que hacemos los revolucionarios del pensamiento de los escritores exiliados, cuando pretendemos “recuperarlos”. El primer acercamiento que hace es a la obra de Jorge Mañach y a su significación para la cultura cubana desde la perspectiva de los intelectuales de una nación regida por un partido de orientación marxista-leninista.

Yo fui del grupo de estudiantes que inauguró, en 1962, la Escuela de Letras habanera, fundada tras la reforma universitaria y que fue la base de las ulteriores facultades de Filología y de Artes y Letras. Estudié en la primera y he enseñado en las otras dos hasta ahora mismo y las tres son clarísimas entidades de continuidad. En esas aulas se mantuvo siempre el respeto a Jorge Mañach y la consideración de su importancia como ensayista y como uno de los fundadores de Revista de Avance. Un libro como Historia y estilo era –y es– lectura indicada para los estudiantes de literatura cubana.

Tuve el privilegio de recibir el curso que, sobre la poesía de José Martí,  dictó en 1964 Juan Marinello, así como el de haber visitado alguna vez la casa del profesor. Allí comprobé el afecto que aún sentía Marinello por su viejo compañero y amigo de los años veinte. La declaración de apoyo a la invasión de Bahía de Cochinos de Mañach era, para él, consecuencia de la influencia de su esposa, proveniente de la más reaccionaria burguesía cubana. Como el “plomo en las alas” de Mañach, la categorizaba Marinello.[2]  Más que afirmar la certeza de ese enfoque, quiero hacer ver la fidelidad a la amistad con el autor de Martí, el Apóstol, que guardó hasta su muerte el viejo marxista.

Mucho más dura y terminante que la de Marinello, fue la valoración que hizo de Mañach el poeta católico, hermético y hondamente cubano que fue José Lezama Lima. Como lo fue en su momento la perspectiva de Rubén Martínez Villena, o la de Raúl Roa, que incluye sus frecuentes desacuerdos con Mañach en la compilación de ensayos Retorno a la alborada, de 1964.

Acaso el liberal y republicano Jorge Mañach quiso ser el ideólogo de una burguesía demasiado subordinada a los Estados Unidos, que quería muy poco más que enriquecerse y que no se interesó nunca en ese proyecto que el pensador perfilaba. Mañach –quien, por supuesto, no fue un maccarthysta– sí desarrolla un pensamiento que lo enfrenta a la ideología marxista, y es ese pensamiento el que, en última instancia, le hace abandonar Cuba en 1960.[3]

Lo que la valoración de Rojas pasa por alto es el estado de guerra –armada o económica y propagandística, o las tres simultáneamente– que los gobiernos de los Estados Unidos y un exilio cubano que se les subordinó (y se dejó arrastrar a la derrota de Playa Girón), decretaron contra una revolución popular que se atrevió a hacer una reforma agraria que demandaba la republicanísima Constitución de 1940, pero que la misma empresa que abortó la reforma agraria guatemalteca en 1954 y –con el apoyo de la CIA– derrocó al democráticamente electo gobierno de Jacobo Árbenz, tampoco estaba dispuesta a tolerar en Cuba.

La opción socialista fue la única que pudo adoptar la revolución cubana de 1959 para sobrevivir. Sobrevivió por su decisión y por el alto precio que hemos pagado –en sangre y en privaciones– los cubanos que decidimos permanecer en Cuba.

Rojas quisiera que el tránsito a una nueva relación con el exilio se hiciera de una vez y sin transiciones. A mí también me gustaría que ese exilio que por años ha servido a Estados Unidos contra su país, proclamara su voluntad de que se eliminara el bloqueo que el mundo entero condena año tras año en Naciones Unidas, y apoyara el proyecto de una América Latina plural, unida e independiente que representa la CELAC, pero los grandes valladares de la historia rara vez pueden evadirse de un salto.

En lo que toca a mi recuperación, en palabras de Rojas, de un Jesús Díaz “domesticado”, quisiera explicitar mi punto de vista.

Fui amigo de Jesús casi desde que nos conocimos, cuando él era profesor de filosofía marxista en la Escuela de Letras de la Universidad de la Habana, y yo su alumno. A pesar de la distancia que la relación profesor-alumno podría suponer, ella desembocó en una amistad acaso propiciada por la cercanía de edades, afinidades e  intereses. Cuando en 1966 ganó el Premio Casa con su libro de cuentos Los años duros y comenzó a planear la aparición de El Caimán Barbudo, que empezaría a editarse en la primavera de ese año como suplemento mensual de Juventud Rebelde, Jesús me llamó inicialmente para que yo relacionara a jóvenes poetas con la publicación que estaba por aparecer.  Casi enseguida me designó como jefe de redacción de ella.

Lo que vivimos en la nueva revista, que aspiraba a ser el órgano de una nueva generación de escritores cubanos, lo he contado en parte en un ensayo que El Caimán… premió en el concurso que convocó para conmemorar su aniversario cuarentaicinco[4]. Fue demasiado rápido, demasiado precipitado el fin de aquella aventura, pero mi amistad con Jesús resistió lo que sobrevino, incluso su ruptura con la Revolución cuando en 1994 disfrutaba de una beca en la República Federal de Alemania, a la que pudo ser acompañado por su esposa e hijos.

Ese mismo año Jesús pasa de Berlín a Madrid y, junto a Anabelle Rodríguez,  empieza a fraguar el proyecto de Encuentro de la cultura cubana, la revista que aparecerá en 1996 y que Jesús dirigirá hasta su muerte en el año 2002.

Colaboré en la revista Encuentro desde su aparición, pero me fui separando de ella cuando, cada vez más, pasaba a ser una revista más –acaso la mejor– del exilio cubano. Se lo expuse a Jesús en una carta que el publicó, pero la amistad entre los dos nunca desapareció.

Había leído Las palabras perdidas en La Habana, porque Jesús me la entregó antes de que se editara y antes de que él partiera a Alemania, en la que fue su salida de Cuba sin regreso. Leí después La piel y la máscara, Dime algo sobre Cuba, Siberiana y Las cuatro fugas de Manuel, aunque esta última novela –editada en 2002, el propio año de la muerte de su autor– me la “contó” antes el propio Jesús, la última vez que nos vimos, en su casa de Madrid.

Rojas afirma que yo propongo que se reedite en Cuba Las iniciales de la tierra y que se haga la primera edición cubana de Las palabras perdidas y establece que, entre las seis novelas que publicó Jesús, elijo esas dos
     
       porque fueron escritas antes de que su autor
      "decidiera abandonar el país y la Revolución".

Pero Rojas afirma a la vez que, en Las palabras perdidas, su autor “se abre a la crítica del presente totalitario” de Cuba. Es decir que,  en ese caso, cree Rojas que no estoy proponiendo salvar “lo que considero revolucionario” de su autor.

Permítame el historiador Rojas una incursión como filólogo y, peor aún, como profesor de teoría de la literatura.

Ninguno de los grandes teóricos del siglo XX se explayó más contra lo extraliterario que el primer Roman Jakobson, cuando establece el concepto de “literaturidad” (literaturnost), que es lo que determina la condición literaria, lo que él llama la “función poética” de una obra. Ahí el formalista ortodoxo de los tiempos del Círculo de Praga,  rechazaba lo extraliterario como elemento significativo de una obra, porque lo literario era la forma que constituía su función determinante. Pero el Jakobson avanzado, el que participa en el ya famoso congreso de Bloomington, Indiana, efectuado en 1956, rectifica sus criterios de los años veinte y proclama el carácter plurifuncional de la literatura y su condición sistémica: cuando una función se desborda, reduce otra u otras. Es el equilibro entre la función poética y los elementos que constituyen la función social, uno de los factores que establece ese carácter magistral de Las palabras perdidas, aunque su enfoque disienta del que dominaba entonces en la oficialidad cubana.

Mi enfoque no es exactamente igual al de Rojas, porque, en su criterio, subyace la voluntad de impugnar la ideología de la Revolución Cubana.

Esa novela pretende abordar las complejas relaciones entre arte y sociedad, entre poesía y poder, entre individuo y colectividad, que estallan en Cuba en los últimos años de la década de los sesenta y que, de alguna manera, conducen al período dogmático y represivo que conocemos como Quinquenio Gris, en los años setenta.

Todos los fenómenos sociales tienen su incubación y sus primeras manifestaciones: la inicial condena de la Nueva Trova, el caso Padilla, el fin de la primera época de El Caimán Barbudo, la homofobia, van anunciando y conduciendo al dogmatismo que instaura el I Congreso Nacional de Educación y Cultura en 1971: ese es el contexto del mundo que aborda esa novela no testimonial sino simbólica e indirectamente tratado, porque no aparecen los nombres y las situaciones reales, aunque uno pueda intuirlos.

Es ese equilibrio de logro estético y viva exploración de dramas centrales de nuestra cultura, lo que hace a esa novela superior a las demás, aunque Las iniciales… exprese, como ninguna otra obra del período, la conmoción ideológica y vital que fue la Revolución Cubana. Es por eso que las elegí a las dos, aunque claro que no tienen el mismo punto de vista.

Acaso Rojas quisiera que circularan las Obras Completas del Exilio  –¿quién nos donará el papel que necesitamos?–, aunque él consentirá en que no son de la misma importancia todas las obras y los autores que menciona. Por lo demás, Rojas sabe que yo no decido lo que se edita, aunque emplee esa primera persona del plural a la que acaso estamos más acostumbrados de lo que deberíamos. Y aquí va otra vez el “nosotros”.

Me faltó recordar a algunos buenos escritores exiliados (pienso, por ejemplo, en ese excelente poeta que es José Kozer o en Edmundo Desnoes), como a Rafael se le olvida la poetisa Belkis Cuza Malé.

Lo importante es que, como se ve, ya empezamos a plantearnos escenarios que parecían inconcebibles años atrás. No se queje Rojas de los cambios, ni condene a los hombres –los de aquí y los de allá– a vivir aferrados a los mismos puntos de vista. Y déle tiempo al tiempo.





[1] En Por el camino de la mar o Nosotros los cubanos, Editorial Boloña, La Habana, 2005. Hay edición de la Editorial Península, Madrid, 2009.
[2] El poeta Josá Zacarías Tallet, otro de los editores de Revista de Avance, me contó la pesadumbre con la que Mañach le dijo que no podía invitar a almorzar al pòeta Regino Pedroso, porque su esposa no toleraría a un mulato sentado a la mesa de su casa.
[3] El profesor Raimundo Lazo, no era marxista y permaneció trabajando en Cuba. Otras figuras de nuestra intelectualidad, en esos mismos años, discreparon del enfoque de la Revolución, como ocurrió con algunos de los poetas de Orígenes pero, de ellos,  solo Gastón Baquero – políticamente vinculado a Batista -- abandonó el país..
[4] “La juventud de un caimán”, en El Caimán Barbudo, no 367, noviembre-diciembre de 2011.

martes, 28 de enero de 2014

Nuestra América

José Martí

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el cielo, que van por el aire dormido engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.

No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.

A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre?, ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos "increíbles" del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!

Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.

Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con la mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las Universidades los gobernantes, si no hay Universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages: porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se la administra en acuerdo con las necesidades patentes del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras Repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras Repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.

Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan en México la república en hombros de los indios. Un canónigo español, a la sombra de su capa, instruye en la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centro América contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que había izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota-de-potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra, desatada a la voz del salvador, con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de uno sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.

Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros -de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen- por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.

Pero "estos países se salvarán", como anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni en el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja, y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide "a que le hagan emperador al rubio". Estos países se salvarán, porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.

Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. "¿Cómo somos?" se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Danzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república. El tigre de adentro se entra por la hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando por las venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.

De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una bomba de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del Norte, o el que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia ostentosa, o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.

No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la naturaleza, donde resalta, en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas.  Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Zemí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!

-La Revista Ilustrada de Nueva York - 10 de enero de l891
-El partido liberal - México - 30 de enero de 1891

lunes, 20 de enero de 2014

Imágenes de ayer

Bienvenida de Eusebio
Niurka, Jorge reyes, Bacaró y Oliver

Detrás: Emilio Vega, Maikel, Jorgito Aragón y Niurka. Delante: Olimpia y Enzo. Abajo: Pepín el obrero.
Poniendo la bandera

Con Paco y Eusebio (foto Niurka)

Presentando el concierto (foto Pepín)

Ivette Cepeda
Cuando caía la tarde

Caridad del Cobre de Nelson Domínguez

Acercándome

Victoriano de las Kausas hablándole a la gente

sábado, 18 de enero de 2014

Duelo

Por Luis Bruchtein
La presidenta Cristina Kirchner decretó tres días de duelo nacional por la muerte de Juan Gelman, un poeta que hasta fines de los ’80 estuvo proscripto y no podía regresar al país. Esa muerte y ese duelo no quedan acotados al plano puro del arte o la literatura. Hubiera sido también en su momento, y merecidamente, por Borges, pero a nadie le habría llamado la atención, ni siquiera a los peronistas. La decisión política de declarar el duelo nacional por la muerte del poeta Juan Gelman es una forma de repatriarlo, de recuperarlo, de hacerlo propio, a él y a esa parte de la historia que representó, castigada, escarnecida y expulsada. Tres días de duelo por el poeta y por su sombra dolida y silenciosa y por su vida de lucha y alegría junto a “Pedro el albañil” y “María, la sirvienta”. Duelo por un poeta que se apropió de odios y amores argentinos y vivió sus propios versos cuando decía: “Si me dieran a elegir, yo elegiría / este amor con que odio, / esta esperanza que come panes desesperados. / Aquí pasa, señores, / que me juego la muerte”. Y también es el poeta que logró recuperar a su nieta Macarena, que había sido apropiada por los militares durante la dictadura, y el hombre que había recibido todos los reconocimientos internacionales que puede tener un poeta, el Premio Cervantes, el Reina Sofía o el Juan Rulfo, el escritor considerado hasta el momento de su muerte como el mayor poeta vivo de habla hispana.
Hay vasos comunicantes entre poesía y política. Hay historias donde los poetas se convierten en íconos de su momento histórico, como Miguel Hernández con la República Española, Pablo Neruda con el Chile de Allende, Nicolás Guillén con la Revolución Cubana o el mismo José Hernández, el intelectual de la montonera más vilipendiada por la historia oficial, que terminó convirtiéndose en el poeta nacional, expresión de una identidad, a pesar de haberse levantado en armas tres veces junto al general López Jordán contra Mitre y Sarmiento. Son los poetas que están del lado de la justicia y los débiles, de los que pierden batallas pero ganan guerras en otras dimensiones. Aciertan y se equivocan como cualquier mortal pero tienen una relación indescifrable, involuntaria y privilegiada con la historia.
Sin proponérselo, habiendo querido ser sólo poeta, Juan Gelman se inscribe en esa tradición para los argentinos desde fines de los ’50, cuando publicó su primer libro. En esos años, los intelectuales de la izquierda no comunista se habían expresado en la revista Contornos, que dirigían los hermanos Ismael y David Viñas. En el otro carril de la izquierda, en el abundante universo cultural de los comunistas de aquellos años brillaban las estrellas de tres jóvenes promesas que ya habían pasado los 20 años. Un intelectual teórico que apuntaba a reemplazar a los Ghioldi, el sociólogo Juan Carlos Portantiero, un escritor que se había revelado con una serie de cuentos poderosos, Andrés Rivera, y el poeta Juan Gelman, dos años más chico que Rivera.
Influenciados por las revoluciones china y cubana, a principios de los años ‘60 los tres se fueron del Partido Comunista con una fracción que se llamó Vanguardia Revolucionaria, que se extinguió rápidamente. Juan Gelman era el corresponsal argentino de la agencia china Xin-Hua, pero a mediados de los ’60 estaba más próximo a la Revolución Cubana y dejó la agencia china, donde lo reemplazó Andrés Rivera, quien siguió escribiendo allí hasta muchos años después.
Desde aquella época hasta su reaparición en los ’80 con novelas deslumbrantes, como La revolución es un sueño eterno y El amigo de Baudelaire, Rivera publicó poco, en cambio fue el período más productivo de Portantiero y Gelman. El primero incursionó en un Gramsci hasta ese momento muy relegado por la ortodoxia marxista, editó con Pancho Aricó los Cuadernos de Pasado y Presente, rozó las experiencias guerrilleras peronistas, en el exilio se enroló en el eurocomunismo y la crítica al socialismo real y finalmente integró el Grupo Esmeralda, que respaldó a Raúl Alfonsín.
Todos ellos eran leídos igualmente por peronistas y no peronistas. El campo de la cultura nacional y popular tenía algunos puntos de contacto desde los apuntes teóricos de John William Cooke, el revisionismo histórico de Fermín Chávez, Pepe Rosa o el colorado Abelardo Ramos, poetas de una potencia inusitada como Leónidas Lamborghini con su “Eva Perón en la hoguera” y las cátedras nacionales de Roberto Carri, Alcira Argumedo y Horacio González.
Marcados por el prejuicio, en general los no peronistas conocían poco o nada del universo cultural que generaba el peronismo. La complejidad de Hernández Arregui o las miradas críticas de Rodolfo Puiggrós o Abelardo Ramos sobre el papel de la izquierda antiperonista ponían un rechazo de antemano. Para la izquierda no peronista no había nada en el peronismo. En cambio, la militancia peronista leía de todos lados.
En ese paisaje fue apareciendo la poesía de Juan Gelman con versos como “un hombre deseaba violentamente a una mujer, / a unas cuantas personas no les parecía bien, / un hombre deseaba locamente volar, / a unas cuantas personas les parecía mal, / un hombre deseaba ardientemente la Revolución / y contra la opinión de la Gendarmería / trepó sobre los muros secos de lo debido, / abrió el pecho y sacándose / los alrededores de su corazón, / agitaba violentamente a una mujer, / volaba locamente por el techo del mundo / y los pueblos ardían, las banderas”. Estaba en Gotán, que se publicó en 1962 junto con otras poesías como “María, la sirvienta” y “Pedro, el albañil”.
Entre “Cuba Sí” y “Fidel”, al mismo tiempo se va abriendo al peronismo. Se incorpora a las FAR y luego a Montoneros. No se concebía como un poeta que militaba, sino como un militante que escribía poesía. Nunca reclamó ningún privilegio para su condición de poeta y nunca dejó de serlo, nunca paró de escribir. Su amor por Vladimir Maiakovski, el poeta de la Revolución Rusa, una historia que lo conmueve, que lo desconcierta y lo indigna y le producía también un fuerte rechazo del estalinismo. En el exterior se separó de Montoneros con críticas al militarismo y al sectarismo de la conducción de esa organización y se quedó en el exilio donde comenzó una dolorosa búsqueda en los pliegues de la derrota, en su hijo desaparecido, en sus amigos muertos y desaparecidos, le escribe a Rodolfo Walsh y a Paco Urondo, recuerda a Haroldo Conti. “Te pisaré loco de furia. / Te mataré los pedacitos. / Te mataré una con Paco. / Otra lo mato con Rodolfo. / Con Haroldo te mato un pedacito más. / Te mataré con mi hijo en la mano. / Y con el hijo de mi hijo muertito. / Voy a venir con Diana y te mataré. / Voy a venir con José y te mataré. / Te voy a matar derrota”.
Se supone que las derrotas no se matan, pero derrotó varios pedacitos de ella cuando encontró a la hija de su hijo. “Te mataré con mi hijo en la mano –le dijo– y con el hijo de mi hijo muertito.” Volvió a la Argentina, dirigió el suplemento cultural de Página/12 y volvió a enamorarse ya de Mara, su última esposa. Desde México respaldó los avances populares en América latina y en sus contratapas de los domingos cuestionaba en forma implacable la prepotencia militar de Estados Unidos como potencia hegemónica. Murió a los 83 años, después de haber escrito amaramara, un libro de amor. Son batallas, son derrotas, son cicatrices y algunas victorias que dejó en sus poemas, donde el mundo reconoce señas de identidad, rasgos y fragmentos de un espíritu. También algo de humanidad de los seres humanos y de los argentinos. El duelo es por el poeta y un homenaje a esa humanidad.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-237990-2014-01-18.html

domingo, 12 de enero de 2014

Más sobre el Premio Nacional de Literatura

 por Guillermo Rodríguez Rivera

No me ha sorprendido la repercusión que ha tenido mi artículo sobre los últimos premios nacionales de literatura y mis discrepancias sobre su otorgamiento, y lo digo aunque “Miguel” –comentarista en Cubadebate– vuelva a acusarme de falta de humildad. Creo que, los que trataba, eran asuntos que sé que interesan a muchas personas aunque ls mayoría no los exprese ni, claro, esté en disposición de confrontarlos.

Siempre me complace que mi amigo Silvio Rodríguez acoja algún escrito mío en su muy leído blog que tiene, además, su prestigio. Pero yo no había mandado el artículo a Segunda Cita. Yo lo había mandado a Cubarte y luego al siempre fiel Emilio Comas. Alguien se lo hizo llegar a Silvio y de su blog saltó a Cubadebate, donde lo comentaron tirios y troyanos. No voy a responderle a quienes me aprueban ni a quienes me impugnan, pero ello no obsta para que en ocasiones aluda a alguno de mis comentaristas.

Quiero reiterar que para nada estuvo entre mis propósitos en ese artículo, negar la calidad de las obras de Reina María Rodríguez y de Leonardo Padura.  Por ello hice las aclaraciones que me mostraban como admirador de la obra de los dos.  Lo lamento, pero mi propósito era subrayar mi respeto por la obra de ambos escritores. Mi discrepancia radicaba en el concreto otorgamiento de ese premio pasando por alto a dos escritores que me pareció que debieron recibirlo antes que ellos.

Acaso el problema radique en comprender lo que debe ser el Premio Nacional de Literatura.

De las reflexiones de algunos lectores de Cuba Debate parece colegirse que el Premio Nacional es una suerte de premio de la popularidad y que lo merece el autor cuya obra es la más buscada por los lectores, pero no es así, porque la popularidad no es necesariamente índice de superioridad literaria: si así fuera, Stephen King sería un escritor más importante que Franz Kafka y José Ángel Buesa un poeta mejor que Juan Ramón Jiménez. Aclaro que, en Leonardo Padura coexisten la calidad de una obra muy bien facturada y el poder comunicativo que convierte sus novelas en obras atrayentes para el lector.

El Premio ha adoptado algunas metodologías que no han contribuido a hacer más serio su otorgamiento. Me parece que es erróneo el sistema de nominaciones que ha asumido como manera de seleccionar los candidatos a recibirlo.

El método me parece que viene directamente de certámenes como los de los Óscar y los Grammy, que tienen una periodicidad anual y en los que los “nominadores” seleccionan cada doce meses a partir de un conjunto de obras nuevas, de las obras realizadas en el año.  Son concursos en los que el éxito en el mercado tiene un peso casi decisivo.

El Premio Nacional de Literatura es un reconocimiento a la obra de la vida. No responde a un momento en que una obra de un autor, muy promovida, pueda ser altamente demandada.

Concursos como los Óscar responden directamente al comercio cinematográfico. El Premio corresponderá por regla general –es una tendencia que ha ido afirmándose en él– a aquellas producciones que más alto costo han tenido, porque la promoción mundial que acompaña al galardón, hace al filme un producto universalmente demandado y vendido y ello actúa como compensación económica a sus productores.

Es curioso que los dos directores que han generado un real basamento artístico al cine norteamericano – pienso en Charles Chaplin y Orson Welles –nunca recibieran la codiciada estatuilla[1].

En el caso de nuestro Premio Nacional de Literatura, el sistema de nominaciones ha generado improvisación y aventurerismo. Cualquier ciudad o institución se siente con derecho a postular a “su” escritor, aunque no pueda asegurar su jerarquía en la cultura de toda la nación. Con razón o sin ella, los jurados del Premio  apenas atienden a las nominaciones.

El Comité Gestor del Premio debería generar –también atendiendo calificadas sugerencias– un fondo de nombres de autores que pueden merecer el Premio y ese fondo no requiere ser revalidado cada año. Quien esté en él, debiera ser un candidato permanente.  Creo que ello haría al premio más representativo de los valores históricos de la literatura del país.

Me parece contraproducente –y es lo que quise subrayar en “La literatura invisible” que haya tendencias, obras y autores de valía, vinculados a la historia misma de la nación que desaparezcan, se supriman y dejen un inexplicable blanco en nuestra historia literaria y cultural que es también, de alguna manera, la historia del alma de la nación.

Lamento haber lanzado estas ideas en el momento en que fueron premiados dos escritores más jóvenes, autores de obras que, de una manera u otra, deberán inscribirse en nuestra historia literaria. Excúsenme pues Reina María y Leonardo.

II.

Los miembros de la UNEAC estamos teniendo en estos días las asambleas previas a la celebración del próximo congreso de la organización y, en ellas, se están debatiendo asuntos que incumben a los escritores y  artistas de nuestro país.

En la reciente reunión de los integrantes de la Sección de Crítica y Ensayo de la Asociación de Escritores, mi amigo, el joven ensayista Carlos Velazco formuló una propuesta polémica pero sin duda interesante. Propuso que el Premio Nacional de Literatura pudiera otorgarse también, a escritores cubanos que viven fuera de Cuba. Carlos argumentó que, excluyendo a los cubanos que han optado por vivir en el extranjero, el premio deja de ser un reconocimiento estrictamente literario para convertirse en un premio político. El asunto es, repito, muy interesante pero también profundamente complejo. Tanto, como lo han sido las relaciones de la Revolución Cubana y su gobierno con su emigración. Y viceversa, Carlos 
–junto a su esposa, Elizabeth Mirabal– ha centrado su atención de ensayista e investigador, en algunos escritores cubanos del exilio. Yo fui miembro del jurado (perdón, Miguel, por la inmodestia, pero es así) que premió el libro que dio a conocer el primer trabajo de la joven pareja: Sobre los pasos del cronista –Premio UNEAC de ensayo–, es un libro dedicado a explorar y documentar los años cubanos de Guillermo Cabrera Infante (1929—2005), importante narrador cubano, quien, en 1997, fuera el tercer escritor de nuestra literatura en recibir el Premio Cervantes.  Carlos y Elizabeth exploran y documentan, en un libro que es a la vez reportaje y testimonio, la experiencia del cronista de cine –sus crónicas se recogen en Un oficio del siglo XX, Ediciones R, 1963 y del autor de un primer libro de relatos (Así en la paz como en la guerra, 1960), bien exitoso en Cuba y en el extranjero. Es unos años después, durante su estancia en Bruselas como diplomático cubano, cuando Cabrera Infante escribe la novela que lo consagra tempranamente. Me refiero a Tres tristes tigres, Premio Biblioteca Breve, en 1964.

El libro de Carlos y Elizabeth fue el primero editado en Cuba sobre el trabajo del escritor después de que, en 1968, Cabrera Infante rompe con el gobierno cubano y enfrenta desde entonces, abierta y duramente a la Revolución Cubana[2].  

Carlos, que después –también junto a Elizabeth– indagara sobre el trabajo del narrador cubano Guillermo Rosales, quien se va a Miami en los años setenta y se suicida tras publicar un desgarrador relato llamado Boarding Home, se ha interesado especialmente, como dije, por los escritores cubanos exiliados, lo que acaso contribuya a explicar su propuesta.

Pero el asunto, repito, es complejo. El razonamiento de Carlos no es enteramente cierto.  En primer lugar, se puede premiar a un escritor cubano que viva en nuestro país y cuyo compromiso político no sea claro o incluso no exista y también puede premiarse, por razones políticas, a un autor de origen cubano que viva fuera de Cuba.

Otra cosa: ¿son cubanos todos los escritores de ese origen que viven, digamos, en los Estados Unidos? Si le vamos a entregar el premio a un ciudadano estadounidense que encima vive en ese país, ¿de qué Premio Nacional estamos hablando?

Otra más: ¿cuáles son los autores que aceptarían recibir el Premio? El exilio cubano no tiene exactamente una historia de tolerancia.

No hace mucho se le organizó un homenaje en La Habana a ese excelente cantante, director de cuarteto y compositor que es Meme Solís, y el músico no aceptó participar en él.

Todavía una más: por el implacable paso del tiempo, los más importantes escritores cubanos exiliados ya han desaparecido: pienso en Agustín Acosta,  Eugenio Florit y el padre Ángel Gaztelu (emigrantes y no exiliados), Carlos Montenegro, Lino Novás Calvo, Enrique Labrador Ruiz, Lidia Cabrera, Gastón Baquero, Lorenzo García Vega, Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey, Heberto Padilla, Severo Sarduy, Jose A. Benítez Rojo, Reinaldo Arenas. Todos estos escritores se formaron en Cuba. ¿Conocemos de veras la obra de los que se hicieron escritores en el exilio? ¿No habría que publicarlos antes de convertirlos en posibles premiados?

Creo, como muchas otras personas, que la literatura cubana existe con independencia del lugar donde se escriba pero las realidades con las que está obligado a confrontar el hombre día a día, añaden todavía más densidad a la problemática del escritor cubano, que no puede reducirse a la dimensión estética, por importante que esta sea.

Quisiera recordar ahora (y decirlo para quien no lo sepa) que el escritor, siendo como es un formidable portador de ideas (trabaja con el lenguaje, que es el mismo vehículo del pensamiento) es el menos favorecido y el más ignorado de todos los artistas cubanos.

Cualquier otro artista (un actor, un músico, un pintor, un bailarín) se dedica exclusivamente a cultivar su arte, y de eso vive. Cuando los lectores de Cubadebate comentan mis opiniones en torno al Premio Nacional de Literatura, es curioso que se refieran siempre al “profesor Rodríguez Rivera”.

En efecto, soy profesor universitario de literatura desde hace 45 años, y de ese oficio vivo. Pero he publicado cinco libros de poemas, tres novelas,  una noveleta, cinco libros de ensayo y crítica, que han  recibido dos premios de la Crítica, en ensayo y poesía. La editorial Boloña publicará –imagino que este año– la que sería la octava edición en papel de Por el camino de la mar o Nosotros los cubanos, pero muchas personas no me nombran domo escritor, sino que me asignan sistemáticamente el oficio que me mantiene.

Las editoriales cubanas, que pagan en nuestra maltrecha moneda nacional no pueden conseguir que un escritor viva de lo que escribe, aunque todos sus libros se vendan. Por ello, la aspiración de nuestros escritores es lo que mi tocayo Guille (también comentarista en Cuba Debate) llama, dramáticamente, “caer en manos de las editoriales extranjeras”, lo que no resulta tan trágico como el parece suponer.

Durante muchos años, los escritores cubanos hacían lecturas de cuentos, poemas, capítulos de novelas, dictaban conferencias, integraban jurados para concursos literarios de los más disímiles niveles sin cobrar un centavo.

Hace unos años, la excelente gestión de Abel Prieto como Ministro de Cultura dictó la muy conocida (entre los escritores) resolución 35, que obligaba a las instituciones culturales a pagarle a los escritores un mínimo de 120 pesos por cualquiera de esas actividades que antes hacían gratis. Pero esas propias instituciones culturales han convertido esa resolución en una burla a los escritores. Porque ese mínimo se ha convertido para ellos en el máximo. Nunca pagan más de 120 pesos.

El pasado año se efectuó el concurso de talleres literarios correspondiente al municipio Plaza. Fuimos convocados como integrantes del jurado, el poeta Ismael Castañer, la poetisa Lina de Feria –una de las figuras más importantes de la poesía cubana actual– y yo. Trabajamos leyendo y comentando poemas para adultos, para niños y décimas, desde las 9 de la mañana hasta las 3 de la tarde, en que otorgamos los premios correspondientes a los jóvenes escritores que, con ese aval, pasarían a concursar al nivel de la provincia de La Habana. Algunos trabajadores de la Casa de la Cultura de Plaza, generosamente,  llevaron algún jugo y café, porque la dirección de Cultura del municipio Plaza de la Revolución, argumentó que no tenía presupuesto para ofrecer una merienda a los jurados que cobrarían 120 pesos por ese trabajo del día. En el acto de premiación, sin embargo, apareció una presentadora (alguna vez se le ha visto en la televisión) habló unas cuantas vaguedades durante 20 minutos y recibió por esa labor una remuneración de 1 000 pesos.

Fue una auténtica burla al famoso principio (“de cada cual, según su capacidad; a cada cual según su trabajo”) que Marx situara, en la Crítica al programa de Gotha, como norma del pago en el socialismo. 

Pero resulta que esa presentadora, como cualquier músico sin demasiado talento están inscritos como “talento artístico”  en una agencia  que gestiona y exige el monto del pago que han de hacerle, porque una buena porción de ese pago va a los fondos de la propia agencia. El escritor –un narrador, un poeta, un ensayista– no es “talento artístico” para las normas de pago del Ministerio de Cultura, ni le pagan como merece, porque nadie lo representa.

Trabajando como escritor, puede vivir en Cuba quien tenga un contrato como guionista en la radio o la televisión. Escribiendo novelas, poemas, cuentos, guiones para cine, viven en Cuba –que yo sepa– los muy pocos escritores que tienen contratos con importantes editoriales extranjeras que remunera sus obras en moneda libremente convertible.

En ese contexto, el Premio Nacional de Literatura se ha convertido casi en un mecanismo de bienestar social que compensa al viejo escritor cubano, por las carencias que la sociedad no ha podido solventarle a lo largo de su vida. El Premio está dotado con 10 mil pesos y una mensualidad vitalicia de 100 cuc para el escritor que lo recibe, así como la edición de su obra. Esos escritores emigrados –cubanos o naturalizados estadounidenses, españoles, franceses– viven al amparo de fuertes economías capitalistas. ¿Debemos pasarle ese subsidio, concebido para talentosos escritores ya viejos,  que han enfrentado en su país los 50 años de bloqueo? Yo necesitaría una respuesta convincente a esa pregunta. Como decía el inteligente abogado que Denzel Washington personifica en Philadelphia, quisiera que alguien me explicara esa respuesta como si yo tuviera 4 años, para entenderla muy bien.

III.

Entre los comentaristas de “La literatura invisible” que acogió Cuba Debate, alguno me recuerda que ni Onelio Jorge Cardoso –nuestro cuentero mayor– ni Samuel Feijóo recibieron el Premio Nacional de Literatura. No recuerdo ahora si Onelio murió antes de la creación del Premio, en el primer lustro de los años ochenta del pasado siglo, cuando tampoco alcanzó a recibirlo Alejo Carpentier, quien murió en 1980.  Pero Samuel si pudo recibirlo, solo que alguien decidió que como el escritor, ya en los días finales de su vida, sufría de Alzheimer, no debía recibir el premio, porque no iba ni siquiera a saberlo. Fue una decisión brutalmente injusta, casi inhumana, aunque seguramente no quiso serlo.

El Premio Nacional de Literatura seguramente le dará satisfacción al escritor que lo recibe, pero es una información también para los lectores, e incluye la reedición de lo más importante de la obra del creador. Incluso la dotación económica del Premio, en el caso de un hombre enfermo e impedido, puede ayudar a sus familiares o a quien lo atienda a mejorarle ese difícil, penoso estadio final.

Son cosas que vale la pena recordar, para entender bien lo que es el Premio Nacional de Literatura y, realmente, lo tratemos como ese bien que poseen simultáneamente los escritores cubanos, sus lectores y nuestra cultura –hondamente enraizada en nuestra historia– como lo merece, con la amplia dimensión estética, política y humana con que debe ser concebido.

Finalmente, quisiera agradecerle a Silvio –a quien sí le estoy enviando este artículo, acaso demasiado extenso– su edición en Segunda Cita. Feliz 2014 a Silvio y a todos los lectores, y larga vida a Segunda Cita.



[1]  Chaplin, execrado en los tiempos del macarthysmo, recibió en su vejez un Óscar a la obra de toda la vida. Fue la manera que tuvo Hollywood de autoexonerarse.
[2]  La viuda de GCI, la actriz Miriam Gómez., ha impugnado el volumen con juicios que no parecen de mucho peso, centrados en los testimonios de la ex-esposa del escritor, Marta Calvo, quien vive en Cuba. Coincido con Roberto Quiñones, comentarista en Cubadebate que debía publicarse en Cuba una novela como Tres tristes tigres, pero pregúntele a la dueña de los derechos de autor si lo autoriza.