por Guillermo Rodríguez Rivera
Rafael Rojas es
uno de los ensayistas del exilio cubano que me interesa. Lo es desde mi lectura de su libro El arte de la espera,
que el profesor Iván de la Nuez puso en mis manos cuando ambos coincidimos,
allá por 1998, en un evento efectuado en Palma de Mallorca, auspiciado por la
Universidad de Islas Baleares para a comentar la situación cubana en el
centenario del fin del dominio español sobre la isla.
En las páginas de
ese libro, Rojas discurría sobre el tema de la religión en Cuba, y yo incluí el
debate con algunas de sus afirmaciones en el capítulo Dios y el diablo en la tierra
del sol[1]
que, a partir del título del film de Glauber Rocha, escribí para mostrar como
aborda el cubano su relación con las creencias religiosas.
Algunos le
reprochan a Rojas, el historiador, incursionar en lo que sería ámbito de la
crítica literaria, pero no seré yo quien se sume a esa opinión, porque creo que
el humanista que se procure una formación pertinente –Rafael Rojas la tiene
sobradamente–, puede operar en dos esferas del pensamiento tan conectadas. Mis
discrepancias en torno a las consideraciones de Rojas, en este caso, se apoyan
en la que me parece que es una visión unilateral e insuficiente del asunto que
aborda.
Sus Memorias
mutiladas se acercan, inicialmente, a lo que podríamos llamar la “mutilación”
que hacemos los revolucionarios del pensamiento de los escritores exiliados,
cuando pretendemos “recuperarlos”. El primer acercamiento que hace es a la obra
de Jorge Mañach y a su significación para la cultura cubana desde la
perspectiva de los intelectuales de una nación regida por un partido de
orientación marxista-leninista.
Yo fui del grupo
de estudiantes que inauguró, en 1962, la Escuela de Letras habanera, fundada
tras la reforma universitaria y que fue la base de las ulteriores facultades de
Filología y de Artes y Letras. Estudié en la primera y he enseñado en las otras
dos hasta ahora mismo y las tres son clarísimas entidades de continuidad. En
esas aulas se mantuvo siempre el respeto a Jorge Mañach y la consideración de
su importancia como ensayista y como uno de los fundadores de Revista de
Avance. Un libro como Historia y estilo era –y es– lectura indicada para los
estudiantes de literatura cubana.
Tuve el privilegio
de recibir el curso que, sobre la poesía de José Martí, dictó en 1964 Juan Marinello, así como el de haber
visitado alguna vez la casa del profesor. Allí comprobé el afecto que aún
sentía Marinello por su viejo compañero y amigo de los años veinte. La
declaración de apoyo a la invasión de Bahía de Cochinos de Mañach era, para él,
consecuencia de la influencia de su esposa, proveniente de la más reaccionaria
burguesía cubana. Como el “plomo en las alas” de Mañach, la categorizaba
Marinello.[2]
Más que afirmar la certeza de ese
enfoque, quiero hacer ver la fidelidad a la amistad con el autor de Martí, el
Apóstol, que guardó hasta su muerte el viejo marxista.
Mucho más dura y terminante
que la de Marinello, fue la valoración que hizo de Mañach el poeta católico,
hermético y hondamente cubano que fue José Lezama Lima. Como lo fue en su
momento la perspectiva de Rubén Martínez Villena, o la de Raúl Roa, que incluye
sus frecuentes desacuerdos con Mañach en la compilación de ensayos Retorno a
la alborada, de 1964.
Acaso el liberal
y republicano Jorge Mañach quiso ser el ideólogo de una burguesía demasiado subordinada
a los Estados Unidos, que quería muy poco más que enriquecerse y que no se
interesó nunca en ese proyecto que el pensador perfilaba. Mañach –quien, por supuesto,
no fue un maccarthysta– sí desarrolla un pensamiento que lo enfrenta a la
ideología marxista, y es ese pensamiento el que, en última instancia, le hace
abandonar Cuba en 1960.[3]
Lo que la
valoración de Rojas pasa por alto es el estado de guerra –armada o económica y
propagandística, o las tres simultáneamente– que los gobiernos de los Estados
Unidos y un exilio cubano que se les subordinó (y se dejó arrastrar a la
derrota de Playa Girón), decretaron contra una revolución popular que se
atrevió a hacer una reforma agraria que demandaba la republicanísima
Constitución de 1940, pero que la misma empresa que abortó la reforma agraria
guatemalteca en 1954 y –con el apoyo de la CIA– derrocó al democráticamente
electo gobierno de Jacobo Árbenz, tampoco estaba dispuesta a tolerar en Cuba.
La opción
socialista fue la única que pudo adoptar la revolución cubana de 1959 para
sobrevivir. Sobrevivió por su decisión y por el alto precio que hemos pagado
–en sangre y en privaciones– los cubanos que decidimos permanecer en Cuba.
Rojas quisiera
que el tránsito a una nueva relación con el exilio se hiciera de una vez y sin
transiciones. A mí también me gustaría que ese exilio que por años ha servido a
Estados Unidos contra su país, proclamara su voluntad de que se eliminara el
bloqueo que el mundo entero condena año tras año en Naciones Unidas, y apoyara
el proyecto de una América Latina plural, unida e independiente que representa
la CELAC, pero los grandes valladares de la historia rara vez pueden evadirse
de un salto.
En lo que toca a
mi recuperación, en palabras de Rojas, de un Jesús Díaz “domesticado”, quisiera
explicitar mi punto de vista.
Fui amigo de
Jesús casi desde que nos conocimos, cuando él era profesor de filosofía marxista
en la Escuela de Letras de la Universidad de la Habana, y yo su alumno. A pesar
de la distancia que la relación profesor-alumno podría suponer, ella desembocó
en una amistad acaso propiciada por la cercanía de edades, afinidades e intereses. Cuando en 1966 ganó el Premio Casa
con su libro de cuentos Los años duros y comenzó a planear la aparición de El
Caimán Barbudo, que empezaría a editarse en la primavera de ese año como
suplemento mensual de Juventud Rebelde, Jesús me llamó inicialmente para que yo
relacionara a jóvenes poetas con la publicación que estaba por aparecer. Casi enseguida me designó como jefe de
redacción de ella.
Lo que vivimos en
la nueva revista, que aspiraba a ser el órgano de una nueva generación de
escritores cubanos, lo he contado en parte en un ensayo que El Caimán… premió
en el concurso que convocó para conmemorar su aniversario cuarentaicinco[4].
Fue demasiado rápido, demasiado precipitado el fin de aquella aventura, pero mi
amistad con Jesús resistió lo que sobrevino, incluso su ruptura con la
Revolución cuando en 1994 disfrutaba de una beca en la República Federal de
Alemania, a la que pudo ser acompañado por su esposa e hijos.
Ese mismo año
Jesús pasa de Berlín a Madrid y, junto a Anabelle Rodríguez, empieza a fraguar el proyecto de Encuentro
de la cultura cubana, la revista que aparecerá en 1996 y que Jesús dirigirá
hasta su muerte en el año 2002.
Colaboré en la
revista Encuentro desde su aparición, pero me fui separando de ella cuando,
cada vez más, pasaba a ser una revista más –acaso la mejor– del exilio cubano.
Se lo expuse a Jesús en una carta que el publicó, pero la amistad entre los dos
nunca desapareció.
Había leído Las palabras perdidas en La Habana, porque Jesús me la entregó antes de que se editara y antes de que él partiera a Alemania, en la que fue su salida de Cuba sin regreso. Leí después La piel y la máscara, Dime algo sobre Cuba, Siberiana y Las cuatro fugas de Manuel, aunque esta última novela –editada en 2002, el propio año de la muerte de su autor– me la “contó” antes el propio Jesús, la última vez que nos vimos, en su casa de Madrid.
Había leído Las palabras perdidas en La Habana, porque Jesús me la entregó antes de que se editara y antes de que él partiera a Alemania, en la que fue su salida de Cuba sin regreso. Leí después La piel y la máscara, Dime algo sobre Cuba, Siberiana y Las cuatro fugas de Manuel, aunque esta última novela –editada en 2002, el propio año de la muerte de su autor– me la “contó” antes el propio Jesús, la última vez que nos vimos, en su casa de Madrid.
Rojas afirma que
yo propongo que se reedite en Cuba Las iniciales de la tierra y que se haga
la primera edición cubana de Las palabras perdidas y establece que, entre las
seis novelas que publicó Jesús, elijo esas dos
porque fueron escritas antes de que su
autor
"decidiera
abandonar el país y la Revolución".
Pero Rojas afirma
a la vez que, en Las palabras perdidas, su autor “se abre a la crítica del
presente totalitario” de Cuba. Es decir que, en ese caso, cree Rojas que no estoy
proponiendo salvar “lo que considero revolucionario” de su autor.
Permítame el
historiador Rojas una incursión como filólogo y, peor aún, como profesor de
teoría de la literatura.
Ninguno de los
grandes teóricos del siglo XX se explayó más contra lo extraliterario que el
primer Roman Jakobson, cuando establece el concepto de “literaturidad” (literaturnost),
que es lo que determina la condición literaria, lo que él llama la “función
poética” de una obra. Ahí el formalista ortodoxo de los tiempos del Círculo de
Praga, rechazaba lo extraliterario como
elemento significativo de una obra, porque lo literario era la forma que
constituía su función determinante. Pero el Jakobson avanzado, el que participa
en el ya famoso congreso de Bloomington, Indiana, efectuado en 1956, rectifica
sus criterios de los años veinte y proclama el carácter plurifuncional de la
literatura y su condición sistémica: cuando una función se desborda, reduce
otra u otras. Es el equilibro entre la función poética y los elementos que constituyen
la función social, uno de los factores que establece ese carácter magistral de Las
palabras perdidas, aunque su enfoque disienta del que dominaba entonces en la
oficialidad cubana.
Mi enfoque no es
exactamente igual al de Rojas, porque, en su criterio, subyace la voluntad de
impugnar la ideología de la Revolución Cubana.
Esa novela
pretende abordar las complejas relaciones entre arte y sociedad, entre poesía y
poder, entre individuo y colectividad, que estallan en Cuba en los últimos años
de la década de los sesenta y que, de alguna manera, conducen al período
dogmático y represivo que conocemos como Quinquenio Gris, en los años setenta.
Todos los
fenómenos sociales tienen su incubación y sus primeras manifestaciones: la
inicial condena de la Nueva Trova, el caso Padilla, el fin de la primera época
de El Caimán Barbudo, la homofobia, van anunciando y conduciendo al dogmatismo
que instaura el I Congreso Nacional de Educación y Cultura en 1971: ese es el
contexto del mundo que aborda esa novela no testimonial sino simbólica e
indirectamente tratado, porque no aparecen los nombres y las situaciones
reales, aunque uno pueda intuirlos.
Es ese equilibrio
de logro estético y viva exploración de dramas centrales de nuestra cultura, lo
que hace a esa novela superior a las demás, aunque Las iniciales… exprese,
como ninguna otra obra del período, la conmoción ideológica y vital que fue la
Revolución Cubana. Es por eso que las elegí a las dos, aunque claro que no
tienen el mismo punto de vista.
Acaso Rojas
quisiera que circularan las Obras Completas del Exilio –¿quién nos donará el papel que necesitamos?–, aunque él consentirá en que no son de la misma importancia todas las obras y
los autores que menciona. Por lo demás,
Rojas sabe que yo no decido lo que se edita, aunque emplee esa primera persona
del plural a la que acaso estamos más acostumbrados de lo que deberíamos. Y
aquí va otra vez el “nosotros”.
Me faltó recordar
a algunos buenos escritores exiliados (pienso, por ejemplo, en ese excelente
poeta que es José Kozer o en Edmundo Desnoes), como a Rafael se le olvida la
poetisa Belkis Cuza Malé.
Lo importante es
que, como se ve, ya empezamos a plantearnos escenarios que parecían
inconcebibles años atrás. No se queje Rojas de los cambios, ni condene a los
hombres –los de aquí y los de allá– a vivir aferrados a los mismos puntos de
vista. Y déle tiempo al tiempo.
[1] En Por el camino de la mar o Nosotros los cubanos, Editorial
Boloña, La Habana, 2005. Hay edición de la Editorial Península, Madrid, 2009.
[2] El poeta Josá Zacarías Tallet, otro de los editores de Revista de
Avance, me contó la pesadumbre con la que Mañach le dijo que no podía
invitar a almorzar al pòeta Regino Pedroso, porque su esposa no toleraría a un
mulato sentado a la mesa de su casa.
[3] El profesor Raimundo Lazo, no era marxista y permaneció trabajando en
Cuba. Otras figuras de nuestra intelectualidad, en esos mismos años,
discreparon del enfoque de la Revolución, como ocurrió con algunos de los
poetas de Orígenes pero, de ellos,
solo Gastón Baquero – políticamente vinculado a Batista -- abandonó el
país..
[4] “La juventud de un caimán”, en El Caimán Barbudo, no 367,
noviembre-diciembre de 2011.