Por Raúl Roa Kouri
En 1960, dirigentes de varias potencias se pusieron de
acuerdo para asistir al XIV período de sesiones de la Asamblea General.
Eisenhower, Macmillan y Jruschov abrían la lista, en la que también figuraban
grandes personalidades del Tercer Mundo: Jawaharlal Nehru, Gamal Abdel Nasser,
Kwame N’Krumah y Sekou Touré. Con particular expectación se
aguardaba en Nueva York al entonces Primer Ministro, Fidel Castro. Líderes de
los países de Europa oriental, entre otros el polaco Ladislaw Gomulka y el
húngaro Janos Kadar concurrieron a la cita en el palacio de acero y cristal, a
orillas del East River.
Cuando se hizo público que Fidel asistiría a la Asamblea
General, Malcolm X propuso, a través de Bob Taber, que se alojara en el Hotel
Theresa, en el ghetto negro de Harlem. Me pareció una idea formidable, como he
contado en otra parte. Pero ya el embajador Manuel Bisbé había tomado otra
decisión: se alojaría en el Hotel Shelbourne, cercano a las Naciones Unidas, en
Lexington y 37.
Numerosos cubanos acudimos al aeropuerto de Idlewild (ahora
John F. Kennedy) a esperar al héroe de la Sierra Maestra. Una larga caravana de
carros, patrulleros de la policía, agentes de seguridad y los miembros principales
de la Misión ante la ONU, entramos hasta la escalerilla de la nave, un Britannia
de nuestras líneas aéreas. A la salida, llegando a la autopista, un grupo de
fidelistas saludaba, agitando banderitas de papel. El Comandante extendió el
brazo fuera de la ventanilla del auto y un genízaro de la policía neoyorkina
intentó impedírselo: Fidel, en gesto airado, le apartó la mano.
Un día o dos después del arribo a Manhattan la tensión crecía
en los alrededores del Shelbourne. El gerente pidió hablar con el Primer
Ministro. Fidel me instruyó verle. El tipo, de mediana estatura, corpulento, de
bigotico y entradas, estaba exaltado: «Mr. Roa, me dijo, estoy muy preocupado
por los pickets; es posible que haya violencia, que tiren
piedras, que dañen nuestra propiedad. Diga al Primer Ministro que necesitamos
un depósito de 20 000 dólares por si algo sucede.» Repuse que eso era
totalmente irregular e inaceptable, pero insistió en su demanda. Al conocerla, Fidel Castro exclamó, indignado:
"¡Son unos bandidos! La ONU no debería estar en una ciudad
donde no se respeta a las delegaciones que vienen a sus reuniones, donde no
puede uno alojarse sin que traten de extorsionarlo! Raulito —instruyó— dile a ese individuo que
no aceptamos su exigencia, que es un bandido. Díselo: ¡un bandido! Y que nos
vamos del hotel!"
Cumplí sus instrucciones al pie de la letra.
En la habitación, Fidel daba grandes zancadas de un lado a
otro. Ordenó al capitán Antonio Núñez Jiménez salir a comprar tiendas de
campaña. Ya que no se podía vivir en el hotel, acamparíamos en el jardín de las
Naciones Unidas. Pidió al doctor Bisbé que llamara al secretario general, Dag
Hammarksjöld, y le solicitara una entrevista urgente. Había que dejar
constancia de nuestra protesta por el inícuo tratamiento, de la necesidad de
trasladar la ONU a un país civilizado, en el que los jefes de Estado o Gobierno
recibieran las cortesías debidas.
Fue entonces que referí a mi padre, sentado en una de las
camas, lo del Hotel Theresa. «¡Coño! ¿Cómo no lo dijiste antes?» Expliqué brevemente
las razones. «Bueno, ahora ya nos vamos de aquí. Dilo a Fidel.»
El Comandante en Jefe no prestó mucha atención cuando,
interrumpiendo su vigoroso paseo, le informé que podía conseguir un hotel. Fue
la segunda vez, al escuchar que estaba situado en Harlem, que se detuvo. «¿En
el Harlem negro?» —preguntó. Al recibir mi respuesta
afirmativa indagó nuevamente: «¿Estás seguro de poder obtenerlo?» Repuse que
sí, que Malcolm X nos lo había ofrecido y no tenía dudas de que podría lograrlo
aún, llamando a Bob Taber.
Fidel dio instrucciones a Abrantes de acompañarme a la
oficina de los Musulmanes Negros mientras él, Roa y Bisbé se dirigían, con
todos los demás y las tiendas de campaña —por si acaso— a ver al Secretario General de las Naciones Unidas.
Con José Abrantes, pues, fui al Hotel Theresa tras localizar
a Malcolm X por medio de Taber. Según habíamos convenido, llamé a mi padre a la
oficina de Hammarksjöld, cuando todo estuvo resuelto. «Tenemos dos pisos —informé—. Pueden venir.»
Como por arte de magia (los servicios especiales yanquis no
son tan deficientes) comenzaron a llover las llamadas teléfonicas al despacho
de Hammarksjöld con ofertas de hoteles para la delegación cubana. El estirado
diplomático intentaba convencer al jefe revolucionario de que era más apropiado
trasladarse a uno de los buenos hoteles de Midtown. Fidel repuso que ya
teníamos uno, el Theresa, y que iríamos a Harlem, con los humildes, los negros
y latinos preteridos y discriminados, nuestros hermanos... Imagino la cara que
puso el atildado funcionario sueco.
Los días del Theresa
Cuando Fidel Castro y sus acompañantes llegaron al Hotel
Theresa, grupos de afronorteamericanos y latinos ya se agolpaban en los
alrededores. Una cerrada ovación y gritos de ¡Viva Cuba! les saludaron, apenas
el líder revolucionario bajó del automóvil. Sonriente, contento, Fidel devolvió
el saludo con la mano. La policía y los agentes de seguridad habían levantado
barreras que impedían a la multitud acercarse. En el vestíbulo, Fidel abrazó a
Taber, estrechó la mano del gerente negro. Nuestra delegación ocupaba dos
pisos: Fidel, Almeida, Celia, Roa, Núñez Jiménez y otros compañeros se
instalaron en el de arriba. Desde una ventana, el Comandante en Jefe
cumplimentó nuevamente a los amigos de Cuba, la gente de Harlem.
Súbitamente, aquella instalación más bien pobre se convirtió
en noticia de primera plana. Allí acudiría —para
espanto de la seguridad yanqui e inquietud de la soviética— el primer ministro de la URSS, Nikita S. Jruschov.
Bajo, rechoncho y sonriente, abrazó a Fidel, sus barbas parecían una peluca
sobre la calva del ucraniano. Le acompañaban el canciller, Andrei Gromyko, su
yerno Adzhubey, que ocupaba la dirección de Pravda y otros camaradas.
Por tener quehacer en la ONU no asistí a la conversación.
En cambio, serví de intérprete durante el encuentro con el
jefe del gobierno indio, el Pandit Nehru y su ministro de Defensa,
Krishna Menon. El discípulo de Gandhi, en atuendo característico, fue recibido
al pie del elevador. Fidel agradeció su visita; apenado, le dijo que no debía
haberse molestado en ir hasta el hotel. Nehru respondió, con voz baja y grave:
«Quería tener el honor de estrecharle la mano a un héroe».
Como no poseíamos sala, la entrevista se desarrolló en la
habitación contigua a la de Fidel. Nehru y Menon se ubicaron en sendas sillas,
contra la pared, mientras que el Comandante y yo nos sentamos frente a ellos,
en el extremo de la cama. Los amigos indios hablaban poco. Fidel les preguntó
sobre su inmenso país, evocó a Gandhi, la lucha por la independencia; refirióse
a la nuestra, a los problemas que surgían con los Estados Unidos, a la ley de
Reforma Agraria. Les mostró fotos de las nuevas cooperativas publicadas en la
revista INRA. Raúl Corrales registró el encuentro con su lente
infalible.
El presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, con su ministro de
Relaciones Exteriores, el sabio y educado doctor Mahmoud Fawzi, también acudió
al Theresa. Teníamos muchos puntos de contacto con la lucha antimperialista que
libraba Egipto, tras la nacionalización del Canal de Suez; defendíamos
idénticos principios: ambos apoyábamos resueltamente la lucha anticolonial de
los pueblos africanos. En aquella hora, los argelinos asestaban duros golpes a
los colonialistas franceses, que desataron una represión brutal.
Aunque no fue un revolucionario, en el sentido marxista,
Nasser desempeñó un papel destacado en la liberación de África, mantuvo
posiciones progresistas y de amistad hacia la Unión Soviética y el campo
socialista. La conversación con el dirigente cubano fue cordial y amistosa,
abarcó un temario nutrido e importante. De ella surgió una relación duradera,
cuyo primer paso había sido el establecimiento de relaciones diplomáticas, un
año antes. Similares, por lo fraternales, fueron las reuniones con Kwame
N’Krumah y Ahmed Sekou Touré. Este último visitaría La
Habana el 13 de octubre, inmediatamente después de intervenir ante la Asamblea
General. Me correspondió acompañarle a la Isla y actuar como intérprete en las
conversaciones que sostuvo con Fidel y Dorticós; Che hablaba bien el francés.
Traduje, asimismo, su comparecencia ante la televisión. (Recuerdo el día que
llegamos, el recorrido en auto descapotable desde el aeropuerto a la
residencia. Esa mañana se había anunciado la nacionalización de 300 empresas
norteamericanas y el pueblo, enardecido y patriótico, demostraba su adhesión y
simpatías al Gobierno Revolucionario. Fidel explicaba a Sekou Touré el motivo
del júbilo.)
Nuestro jefe comentaba, asimismo, al dirigente africano: ¿Ve
el entusiasmo de nuestra gente?…Pues, fíjese, si les pregunto ¿están de acuerdo
con la reforma agraria? Responden que sí. Si indago: ¿Están de acerdo con la
nacionalización de las empresas extranjeras, de la banca y el comercio
exterior? Exclaman: ¡sí! Apoyan la rebaja de alquileres (al día siguiente se
proclamó la Ley de la Reforma Urbana), de la tarifa electrica, telefónica?
¡Claro! Pero si uno les pregunta: ¿están de acuerdo con el socialismo?
Responden: ¡Noooo! Y es que hemos sido víctimas de las campañas orquestadas por
el imperialismo contra las ideas socialistas, progresistas, comunistas. Nos
casaron con la mentira…Y ahora les explico que estamos haciendo lo que
prometimos en el Programa del Moncada: la revolución de los humildes, por los
humildes y para los humildes. ¡Y en eso sí están todos de acuerdo! Fue una visita inolvidable. Aprendí tanto sobre nuestra
Revolución como Sekou Touré.
Todas las tardes, al regresar de la ONU, nos reuníamos en el
cuarto del Comandante en Jefe. Este, conversando con nosotros, iba tejiendo su
discurso, tocando diferentes asuntos, exponiendo ideas. El capitán Núñez
Jiménez y yo éramos los encargados de recogerlas, sintéticamente, en tarjetas
de archivo, que luego pasaba yo a máquina: una tarjeta, una idea. Al final,
alrededor de cuatrocientas tarjetas constituyeron la única referencia escrita
usada por Fidel en su magistral intervención ante la ONU, que mantuvo en vilo a
centenares de delegados, invitados y miembros de la Secretaría, de pie en los
pasillos, por más de cuatro horas.
Tremendo fue el impacto del discurso. No sólo nadie se había
dirigido a la Asamblea por espacio de tiempo tan largo, sin que la atención
decayera ni se produjeran deserciones en el auditorio; ningún jefe de Estado o
Gobierno había hecho semejante proceso político al imperio, desnudando su
entraña depredadora y voraz, su intervención grosera en la vida y los asuntos
internos de un pueblo soberano e independiente. La ONU, que durante muchos años
fue intrascendente vertedero de palabras, cámara de resonancia del dictum
de los poderosos, tornábase ahora trinchera de ideas, foro de denuncia y
combate. Imposible olvidar aquella pieza de historia quemante...
Numerosos fueron los dirigentes que se acercaron al escaño de
Cuba para estrechar la mano de Fidel. Entre los primeros, Nikita S. Jruschov.
Nasser, N’Krumah, Nehru, Sukarno, fueron portadores del abrazo
solidario de los países afroasiáticos. También los socialistas y algunos
representantes de nuestra América: Manuel Tello y Luis Padilla Nervo, del
fraterno México; de Bolivia, Marcial Tamayo, y algunos otros más.
La delegación soviética convidó a la nuestra a una «cena
amistosa y fraternal», en la sede de su Misión ante la ONU, sita entonces en
las calles 67 y Park Avenue. Los que debíamos asistir, nos hallábamos, por la
tarde, en la habitación de Fidel, conversando sobre diversos temas. La charla
era, como de costumbre, animada. Celia Sánchez, discreta y casi inadvertida,
recordó al Comandante que debía mudarse de ropas. Fidel no se inmutó... Dos
recordatorios después, como a las 19 horas, vistió su uniforme recién
planchado.
Cuando arribamos a la Misión Soviética, Nikita se hallaba en
la puerta, reloj en mano. Le rodeaban periodistas y fotógrafos, que registraron
el saludo de Fidel Castro. Una vez dentro, el líder soviético observó que
llevaba media hora esperándonos. Fidel adujo que los atoros del tránsito nos
habían demorado y, de inmediato, agregó: «¡Pero usted no perdió el tiempo, le
vi reunido con la prensa!» Jruschov sonrió, respondiendo que así era... ¡Y
guardó su reloj de bolsillo!
La conversación tuvo lugar, inicialmente, en una sala del
segundo piso, que se abría hacia el comedor. Menia Martínez, primera ballerina
cubana, que había estudiado en Leningrado, sirvió de intérprete a Fidel, quien
ocupaba, junto a Jruschov, un pequeño sofá. Los demás, nos agolpábamos, de pie
o sentados, alrededor de los dos dirigentes.
La mesa en que cenamos estaba dispuesta en «U», con la parte
del medio hacia el fondo del salón. En el centro, Jruschov y Fidel; a sus
lados, Almeida, Gromyko, Roa, Ramiro Valdés, Emilio Aragonés, Celia Sánchez,
Núñez Jiménez... Yo estaba en la «pata» derecha, entre el embajador Platón
Mórozov y Adzhubey. Frente a nosotros, el director de Izvestia con el
periodista Honorio Muñoz. A la derecha de Adzhubey, Carlos Franqui, director de
Revolución. Por allí mismo estaba Luis Gómez Wangüemert, quien a la
sazón dirigia el diario El Mundo. Me encontraba «entre colegas».
En un momento dado, Jruschov, que sufría por la calefacción,
propuso que nos quitáramos las chaquetas, bez protokol Muchos
lo hicieron. Entre brindis y elogios, Nikita preguntó si había entre los
presentes algún viejo comunista. Honorio levantó la mano, orgulloso. El líder
soviético, con sonrisa intencionada, le soltó: «¿Y no le da vergüenza que hayan
sido otros quienes dirigieran la revolución?» Después, girando hacia Fidel:
«¿Usted sabía que Andrei Gromyko fue embajador ante Batista? ¿Qué debemos
hacerle por ese pecado imperdonable? ¿Lo fusilamos?» El Comandante, en el mismo
tono, repuso que no era necesario. El Canciller soviético, en tanto, mostraba
una sonrisa de payaso triste.
La atmósfera era fraternal y camaraderíl, no como dicen
siempre las notas de prensa respecto a las reuniones entre dirigentes de los
«partidos hermanos», sino de veras cordial, cálida, auténtica. Nikita Jruschov
sentía profunda simpatía por el joven revolucionario y se regocijaba en serio
del triunfo cubano. Contó a Fidel —y todos lo
escuchamos— que a diario leía en su
oficina del Kremlin las noticias sobre Cuba y al conocer cada ley, cada acto,
cada golpe al imperialismo, miraba el tamaño de nuestra isla en el mapa,
colgado a sus espaldas, y reía, reía... ¡Qué revolución tan formidable!
Episodio sonado del XIV período de sesiones fue el
protagonizado por Jruschov, durante la intervención del premier británico,
Harold MacMillan. La reunión en la cumbre de los «cinco grandes» acababa de
fracasar, al derribar la URSS un avión espía U-2 sobre su territorio, pilotado
por Powers, y el clima internacional se empozoñaba de nuevo. MacMillan, se
lamentaba del fracaso de la reunión, culpando a los soviéticos por el
incidente. Nikita, que le escuchaba con atención, mientras se daba masaje en un
pie, blandió la sandalia que tenía en su mano derecha y golpeando con ella el
pupitre, interrumpió al atónito inglés: «¡Eso es mentira! ¡Usted sabe que es
falso! ¡Repita aquí lo que me dijo en privado! ¡La responsabilidad es
enteramente de los Estados Unidos por enviar el avión espía!»
Los espíritus pacatos —que tanto abundan
en los predios diplomáticos— se
horrorizaron, cual viejas tías solteronas, por el exabrupto del Primer Ministro
soviético. Fue una buena sacudida. De vez en cuando, es menester recordarles
que el mundo es algo vivo, hecho de sangre, nervios, músculos... ¡y
encabronamientos!