Palabras de una discípula:
Una casa con fantasma, los desafíos de la
ficción y el Premio Nacional de Literatura
Por:
Dazra Novak
En la trayectoria de cada escritor hay un libro que marca un punto de
giro. Un libro bisagra donde, por fin, la autenticidad y honestidad de un estilo
doblarán una página dentro de la totalidad de su obra y dispondrán, a su vez, los
nuevos retos que todo creador debería imponerse a sí mismo. Digo debería, si es que se pretende lograr
obra digna. En la trayectoria de cada escritor puede que haya un libro que se
vaya de las manos y, por esa autonomía de que gozan las obras, recorra mundo. Con
algo de suerte, marcará una generación, una época, la memoria de un país; con
algo de publicidad, venderá bien; con algo de genialidad, será convertido en
libro de culto; con algo de valor histórico o de contenido, será incluido en el
plan de clases de alguna universidad; pero con algo de tragedia de seguro ese
libro devorará al escritor, lo convertirá en un personaje con destino
antojadizo. Le hará padecer, por capricho o por casualidad, una versión de las
penas en el libro descritas.
Hasta su volumen de cuentos Los
pasos en la hierba, Eduardo Heras fue lo que todo joven escritor: un hombre
que cuenta la verdad de su tiempo. Luego esa verdad tan bien contada irónicamente
sería su condena. En medio de esa contrariedad no es difícil suponer, menos a
estas alturas, el horror que inundaba la mente, la vida, del joven escritor. Cualquiera
habría apostado, para decirlo en buen cubano, a que se rajaría, a que no
tendría la osadía de escribir otro librito como ese, a que la sentencia
arrojaría como resultado el total abandono de la literatura. Seamos honestos,
¿a quién le quedarían deseos de escribir tras semejante experiencia?
Por suerte, si algo le sobraba al Chino eran deseos y, puesto que solo
había cambiado el escenario, Heras siguió escribiendo cuentos bajo los mismos
principios, solo que ahora eran personajes de una fábrica que machacaban el
hierro y se paraban en medio de las reuniones del sindicato para llamar a las
cosas por su nombre. A estas alturas sería tonto no admitir que, en el fondo,
nada había cambiado, la única lamentable diferencia es que para él había pasado
el tiempo con altas dosis de dolor y de rechazo, tanto, que valdría la pena
preguntarse: ¿qué motivos llevarían a un hombre que vivió todo esto, más que a seguir
escribiendo, a ejercer el magisterio para los jóvenes aspirantes a escritores? Vocación, claro está, dirían algunos, y
llevarían razón. Heras León, además de revolucionario, obrero, miliciano, periodista,
crítico y editor, es un maestro. Basta escucharle un poco y ya se le nota. Pero
una cosa es el magisterio en una de esas academias que, a través de los años,
han graduado pintores, músicos, bailarines y actores, donde ambos –la
institución y el maestro- han alimentado de generación en generación la
tradición y el prestigio, y otra bien distinta es echar los cimientos de una
que hasta ese momento no había existido en nuestro país. Salvo por la
experiencia de los talleres literarios, las tertulias y algún que otro escritor
que a cada tanto gusta ofrecerse de mentor, no había existido algo de la magnitud
de lo que hemos venido llamando, durante diecisiete años, Centro de Formación Literaria
Onelio Jorge Cardoso.
Como todas las grandes historias esta nació sin lugar fijo, al
principio fue un sueño repartido entre unos pocos hasta que una casita
pintoresca en la esquina marcada con el número veinte de la Quinta Avenida, en
Miramar, se convirtió en la sede del Centro a partir de su quinto curso. Una casita
elegante y ventilada que por tener tiene dos pisos con varias habitaciones, un
par de terrazas y, esto pocos lo saben, hasta tiene un fantasma. Algunos juran
haberlo visto, mientras otros solamente lo hemos sentido merodeando por la sala
de los Cronopios, entre las estanterías de libros, o por las oficinas del piso
superior. Pero del fantasma les hablaré después, antes debo contarles que
también hay un libro llamado Los desafíos
de la ficción, compilación de valiosísimos autores que no se hizo para vender,
sino para entregarla de forma gratuita a todos los estudiantes del centro y desde
cuyo prólogo Heras ilustraba claramente sus intenciones: “Este libro, más que
una recopilación de materiales sobre las técnicas narrativas, es el resultado
de un sueño, una vocación, una voluntad. El sueño comenzó hace más de treinta
años, cuando después de conocer la experiencia del Taller del Centro de
Escritores Mexicanos que dirigían Juan Rulfo y Juan José Arreola en la década
del 50, quisimos intentar una experiencia similar en Cuba que, por diversas
razones, en aquellos años, no pudo realizarse. El sueño continuó siendo sueño y
comenzó a alimentar una sostenida y terca vocación, que ha enriquecido mi vida
desde entonces: la de ayudar a la formación de jóvenes narradores”.
Y el Chino ha cumplido su promesa. Hoy el centro cuenta con cientos de
graduados que han acudido a sus aulas desde todos los rincones del país, creó la
editorial Cajachina –llamada así por la técnica narrativa que lleva precisamente
ese nombre-, la revista El Cuentero
–en honor a ese gran cuento de Onelio--, una biblioteca, una sala de
navegación, la posibilidad para los alumnos de imprimir sus trabajos, estar al
tanto de la convocatorias de los concursos literarios, teclear textos y
encontrarse con sus homólogos para sentir que, gracias a ese sueño del maestro,
el oficio de escritor ya no tiene por qué seguir siendo, en muchos sentidos, el
más solitario del mundo.
Muchas cosas pueden aprenderse en esas aulas si se sabe escuchar, entre
tantas otras, su primera conferencia de la evolución de las técnicas narrativas
a través de la historia de la literatura, cuando se es testigo de las emotivas
palabras de despedida de los estudiantes egresados que dan comienzo a cada
nuevo curso, y sobre todo, cuando los profesores Sergio Cevedo y Raúl Aguiar,
juegan al policía bueno y al policía malo, respectivamente, mientras a uno no
le queda fragmento vivo del cuento que leyó delante de todos. Como se
imaginarán, un ejercicio duro, pero necesario. Tan necesario como llegar a
entender qué significa cuando el Chino asegura al final que, en materia de
literatura, no todo está dicho. Tan necesario como la labor de esa personita
que ha acompañado al maestro durante todos estos años, su esposa Ivonne
Galeano, y digo de nuevo su nombre porque ella se queja de que los cubanos no
lo pronunciamos bien, Ivonne, a usted también le debemos esta gran obra
literaria que es hoy el Centro Onelio. Justamente es esa vocecita uruguaya la encargada
de llamar por teléfono a los aspirantes para informarles que han sido
seleccionados, coordina todo tipo de actividades como la de aquel Festival
Internacional de Narradores Jóvenes que nos atrevimos a hacer sin tener la más
mínima idea de cómo se organizaba algo así, pero lo hicimos.
Con una generosa cantidad en metálico cada año se concede, gracias a la
madre de Ivonne, que en memoria a su esposo, quien fue en vida un entusiasta
defensor de la literatura, el premio César Galeano al mejor cuento de entre los
que presentan los estudiantes, optando a su vez por las becas de creación El
caballo de coral que tanto impulso les dan a los proyectos de los principiantes.
Una vez al año el claustro se reúne, valora, opina, eligen a los dos afortunados
jóvenes que habrán de representar al
Centro Onelio y a la literatura cubana en la Feria del Libro de Santo Domingo. Una
vez al año se convoca al concurso de minicuentos El Dinosaurio y varias veces
durante el curso hay que hacer malabares económicos –si lo sabrá Mariela-- para
traer a los alumnos desde sus provincias, hospedarlos, alimentarlos, mostrarles
este como uno de los mundos posibles. Y todo esto ocurre, no pocos hemos tenido
la posibilidad de verlo con nuestros propios ojos, en presencia de un fantasma
que recorre, a veces de buen humor, a veces de no tan buen humor, los pasillos.
Toca la campanita de la entrada haciendo que uno vaya por gusto porque en la
puerta no hay visitante alguno, quizás fue él mismo quien provocó que llegarán
aquellas ruedas de tractor en lugar de la ultra moderna impresora Riso que
media humanidad esperaba como cosa buena para descargar en la editorial, sin
saber que la impresora le había llegado, por error, a unos agricultores en
Túnez. Quizás también sea el responsable de que en ocasiones escasee el papel,
que no haya repuesto para la impresora, que a veces se rompa alguna computadora
y cueste trabajo reemplazarla, o de que falle la conexión a Internet y entonces
el Chino tenga que andar tocando puertas y más puertas hasta resolver el
problema.
Estarán de acuerdo conmigo en que, en la trayectoria de cada maestro,
hay un discípulo, en este caso unos cuántos, que marcan un punto de giro y hacen
que cobren valor los años dedicados a la enseñanza. Con algo de empeño, esos
discípulos le añadirán aún más valor a la obra del maestro; con algo de
talento, iniciarán obra propia; pero con algo de honestidad esos discípulos no
podrán menos que agradecer y lo harán, también, escribiendo, promoviendo la
literatura, dirigiendo talleres, ejerciendo la crítica, llevando a la práctica
lo que aprendieron en aquella casita con fantasma de la Quinta Avenida: siendo mejores
seres humanos.
Hoy suman más de treinta los años de docencia dedicados a una cada vez
más grande familia de escritores, donde se celebra y se comparte cada premio
literario obtenido por un egresado como si fuera propio. De modo que este largamente
esperado Premio Nacional de Literatura es una más, solo que esta vez la más
grande de nuestras celebraciones. ¿Cómo le harán ellos para repartir un solo
premio entre tanta gente?, imagino que se estarán preguntando, pero eso no es
problema para nosotros, porque si algo nos ha enseñado el maestro es que en el
mundo de la literatura hay lugar para todos. Compartir, esa ha sido una de sus
grandes enseñanzas. Y ahora me permito, en nombre de todos los egresados del
Centro, de los que no pudieron asistir a esta ceremonia pero han hecho llegar
su enhorabuena desde sus provincias y hasta desde otros países, decirle a
Eduardo Heras León que su obra está a salvo con nosotros, que cada uno dará de
sí para seguirla impulsando y con ese orgullo limpio de quien ha tenido un
padre digno, decirle, maestro, usted merece este premio.
Palabras del Chino Heras:
Queridos amigos:
Un niño de apenas doce años regresa
apresuradamente de la escuela. Las clases de ese día han terminado, y quiere
llegar cuanto antes a su casa. Está preocupado y no puede evitarlo. Su padre
está enfermo, casi postrado en la cama, con una hemiplejia del lado izquierdo
del cuerpo, y el niño sabe que no le queda mucho tiempo de vida. Cuando llega
al minúsculo recinto donde viven, se sienta en la cama, acaricia la mano inmóvil
del padre y una repentina oleada de ternura lo invade. Entonces, sin saber por
qué, con lágrimas en los ojos, le promete que algún día será escritor, que va a
publicar los libros que tú no pudiste publicar nunca, viejo, para que estés
siempre orgulloso de mí. Unos días después el padre fallece, y aquella promesa
quedó como un terco compromiso con la vida.
Los años pasaron vertiginosamente, y
la vida fue haciéndose cada vez más difícil en medio de una pobreza que no
parecía tener fin: limpiar zapatos y portales, vender periódicos y billetes de
lotería, cualquier ocupación significaba ganar unos centavos para la diaria
subsistencia. Los tres chinitos limpiabotas de la Esquina de Tejas se
convirtieron en artistas del cepillo y el betún. Mientras, la madre se batía
como una leona para terminar de criar sus cuatro hijos y otros tres de su
esposo. Sólo una condición nos impuso: no podíamos dejar de estudiar. Y lo
logró.
Pero de noche, en la soledad de la
miseria, después de las agotadoras
jornadas de cada día, aquel niño escribía versos. Lo había aprendido escuchando
junto con su padre los programas de radio de los decimistas. Y pronto los
nombres de Naborí, Colorín, Angelito Valiente y Chanito Isidrón se le hicieron
familiares. Dos años después de quedar huérfano de padre, ingresó en la Escuela
Normal y entonces, el mundo ya no fue tan ancho ni tan ajeno, porque en
aquellas aulas conoció almas gemelas, algunas presentes hoy aquí, que
alimentaron por primera vez su recién nacida capacidad de soñar. Porque aquel
país saturado de injusticias, bañado en sangre joven, iba a volar en pedazos y
a convertirse en una vuelta de la antigua esperanza.
Si me he detenido en este primer
episodio de mi vida, no ha sido para darles a conocer mi autobiografía, sino
para compartir con ustedes el primer contacto que tuve con la literatura, que
sería el alimento básico de mi espíritu en el futuro, y que puede tal vez
hacerme y hacerles comprender por qué estoy aquí hoy, recibiendo un galardón
que tanto me honra.
El 1ro. de enero de 1959, las puertas
cerradas se abrieron, la noche quedó verdaderamente atrás, un mensaje de dignidad,
justicia y honradez antes desconocido, caló en nosotros con tanta profundidad,
que le ofrecimos hasta nuestras vidas para defenderlo. Y entonces, más que
escribir, en esos momentos decidimos vivir. Y eso fue lo que hicimos. Y vino
Playa Girón, y el Escambray, y un curso militar en la Unión Soviética, y varios
años en las fuerzas armadas: años de combates, de violencia, de duros
enfrentamientos con el enemigo; en una palabra: nos lanzamos al torbellino
revolucionario, a la épica batalla por defender algo que nos había cambiado
para siempre.
Cuando ingresé en la Escuela de
Periodismo tuve la impresión de que podía y debía evocar lo vivido, contar la
historia, pero contarla toda, con sus
contradicciones, con sus aciertos y
errores, con sus miserias y heroísmos, con su coraje y sus cobardías, con su
amor pero también con su odio. Esa era
la estética de nuestra generación. Así la entendíamos y así nos propusimos
contarla. Y aunque parezca un lugar común, queríamos decirles a los jóvenes a
quienes iba dirigida nuestra obra: “Esta es la historia, léela, para que
aprendas lo que nos costó: sangre, sudor y lágrimas. Ahora que ya lo sabes,
defiéndela”. Tengo que mencionar varios nombres, que nos han acompañado desde
entonces. Algunos no están con nosotros,
porque fallecieron; otros, tomaron un camino que los alejó para siempre de
nuestras convicciones: Germán Piniella, Rogerio Moya, Renato Recio, Luis
Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Casaus, Jesús Díaz, Raúl Rivero.
Vinieron entonces, a propósito de mi
segundo libro, Los pasos en la hierba,
las incomprensiones, los dogmatismos, las falsas interpretaciones de buena y
mala fe; las críticas despiadadas y destructivas, la ideologización absurda del
arte y la literatura, y el conocido Quinquenio Gris se abatió sobre la cultura
cubana, empobreciéndola, haciéndole pagar caro su terca vocación de búsqueda de
la verdad, que es en última instancia el objetivo supremo de la literatura.
Fueron años verdaderamente duros,
inciertos, donde solamente la convicción de que la Revolución se había hecho
para acabar con la injusticia y no para promoverla nos mantuvo vivos, a pesar
de los rigores de un castigo que para mí duró cinco años, años en que se
cerraron todas las puertas y una verdadera conjura del silencio que
parecía interminable se ensañó sobre
mí. Pero resistí. Y escribí, y la
literatura fue siempre compañera fiel en los peores momentos, y me ayudó a
mantenerme leal a los principios que siempre rigieron mi vida.
Paradójicamente, ese castigo en la
Fábrica Vanguardia Socialista me hizo conocer un mundo nuevo, el mundo de la
clase obrera, donde conocí hombres de otras características, que me hicieron
renacer la confianza en los seres humanos. A ellos les dediqué dos libros, Acero y A fuego limpio. Del primero guardo como un tesoro, el comentario
elogioso de Julio Cortázar, que es mi escudo contra quienes lo calificaron como
un ejemplo del mal realismo socialista.
Pero pasaron esos años, y la buena
literatura, como el arte, conservó sus valores, superó los obstáculos y
lentamente salió del marasmo para volver a entonar su canto de libertad y de
esperanza. Y mi segundo libro, aquel libro golpeado, humillado, vilipendiado,
calificado de contrarrevolucionario por los burócratas de la cultura,
sobrevivió alimentado por el soplo vital de quienes confiaron en su autor y en
la justicia de la Revolución. Y quedará (ya lo he dicho en alguna ocasión) como
un recordatorio para los que pretendieron ahogar bajo papeles y directivas, la
pujante vida de sus personajes, los complejos conflictos humanos de esos seres
sudorosos y solidarios que sufren y temen, caen y se levantan, pero combaten y
vencen. Nosotros fuimos esos hombres; nosotros somos (y quiero repetirlo aquí),
la generación de la lealtad a los principios y a los ideales.
Queridos amigos:
Perdónenme este recorrido histórico
que muchos de ustedes conocen, y que tal vez resultara inevitable un día como
hoy, en que el Instituto del Libro y un jurado a quien agradezco su decisión me
otorga este premio a la obra de toda mi vida. No tengo que decirles cuanto me
honra este galardón. No tengo que decirles la emoción que siento porque sé que
celebrando junto conmigo hay aquí decenas de jóvenes narradores, graduados del
Centro Onelio Jorge Cardoso, un proyecto al que he dedicado una parte
importante de mi vida. Por ellos apostamos y seguiremos apostando, porque su
talento y oficio comienza a ser
reconocido en concursos, ferias, y publicaciones de todo tipo y porque han
ayudado a rehacer el mapa literario del país; están aquí también familiares, amigos
de infancia, condiscípulos de la
Secundaria, de la Escuela Normal, de la Universidad, compañeros artilleros de
las Fuerzas Armadas, de la Fábrica Vanguardia Socialista, del Instituto del
Libro, del Ministerio de Cultura, de la Casa de las Américas, de la UNEAC, del
Centro Onelio Jorge Cardoso, lugares donde estudié o trabajé, donde quise y me
quisieron mucho. A todos ustedes los abrazo desde mi corazón agradecido.
¿A quién dedicar este Premio?
¿Tal vez a mi padre a quien dediqué mi
primer libro cumpliendo la promesa de un niño de doce años?
¿O
a mi madre, sin cuya ternura y abnegación, y su a veces apasionado estímulo,
nada hubiera sido posible?
¿O
a mis hermanos, todos desaparecidos, en quienes encontré siempre comprensión,
apoyo, confianza?
¿O a
mis alumnos de diecisiete cursos del Centro Onelio que han renovado en estos
años mi insobornable vocación de maestro?
A
todos ellos pudiera dedicar este Premio Nacional de Literatura. Sin embargo,
más que dedicarlo, voy a compartir este Premio con alguien que es el tesoro que
la vida me regaló hace veinticinco años, que renunció a su carrera profesional
para acompañarme en hacer realidad el sueño del Centro Onelio; sin cuyo amor, ternura, y dedicación en cada
día de nuestras vidas ya no sabría vivir: a mi esposa, mi compañera, mi amiga,
Ivonne Galeano.
Gracias.
La
Habana, 11 de febrero de 2015
|
1970, casa de Felicia Cortiñas (de espalda): Luis Rogelio Nogueras, Eduardo Heras León, Germán Piniella, Raúl Rivero, Víctor Casaus, yo |
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Fábrica Vanguardia Socialista, 1971: Sonia Silvestre. Victor-Víctor, Chino Heras |
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Casa de las Américas, enero de 1996: Roberto Fernández Retamar, Chino Heras |
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Casa de las Américas, agosto 1996: Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Casaus, Leo Brouwer, Carlos Ruíz de la Tejera, El Chino, Alberto Faya
Eduardo Heras, flanqueado ayer por Waldo Leyva y Zuleika Romay |