Por Laidi Fernández de Juan
En Cuba no existe una Ley contra la violencia de género, y de
hecho, apenas se menciona el término “femicidio” o “feminicidio”. La
palabra “feminicidio”, incorporada en la 23ª edición del DRAE, y según
reportes, surgió en México como una adaptación del término inglés femicide cuya
traducción literal sería femicidio. El “feminicidio” representa el extremo
del terror anti-femenino que incluye una amplia variedad de abusos verbales y
físicos, tales como: violación, tortura, esclavitud sexual, abuso sexual
infantil incestuoso o extra-familiar, golpizas físicas y emocionales, acoso
sexual, mutilación genital, operaciones ginecológicas innecesarias,
heterosexualidad forzada, esterilización involuntaria. Siempre que estas formas
de terrorismo resultan en muerte, se convierten en feminicidios. Lo verdaderamente crucial es resaltar la diferencia entre “homicidio”, vocablo que
resulta neutro, y en cambio, utilizar “feminicidio”, que reconoce y visibiliza
la discriminación, la desigualdad y la violencia sistemática contra la
mujer.
En nuestro país se han librado meritorias batallas desde hace más de cincuenta años, cuyos resultados saltan a la vista: no existe diferencia salarial entre hombres y mujeres; el aborto libre, gratuito y seguro constituye un derecho legítimo de la mujer; no hay menoscabo en nombre de la condición sexual al nombrar cargos de dirección; no somos víctimas institucionales, ni se nos niegan derechos en cuanto a responsabilidades, ocupaciones, estudios, ni expresiones artísticas. Tampoco podría afirmar que la violencia anti mujer alcance en Cuba los visos dramáticos que sufren sociedades como la española, la mexicana y la argentina, por solo citar tres ejemplos cercanos. Sin embargo, padecemos del mal, y ocultarlo no hace más que conferirle impunidad permisiva a la monstruosidad. El silencio actúa como resorte complaciente, y ello estimula y agrava la situación, a la vez que minimiza el esfuerzo por alcanzar justicia a través de la ley.
La escritora Bárbara Kingsolver, cuya fabulosa novela “La biblia envenenada” hemos leído en Cuba, sentenció que todas las mujeres somos hijas de la misma tierra cicatrizada, y también que existe un amplio y cenagoso terreno entre lo que es justo y la justicia. Sabias meditaciones que vienen muy a tono con el tema que abordo: Todas, absolutamente todas las mujeres somos vulnerables, y todas, lastimosamente todas, nos encontramos a la intemperie, en un limbo legal que no acoge nuestros reclamos. Ni los órganos policiales saben cómo actuar en casos de violencia de género (la consabida expresión “entre marido y mujer nadie se debe meter” perpetúa la indiferencia ante situaciones de agresiones intrafamiliares), ni existen suficientes ni eficaces casas de acogida, refugios temporales, abrigos donde una mujer amenazada o agredida pueda resguardarse, evitando, como sucede hasta el presente, regresar justo al sitio donde su torturador la espera.
Hace dos años, participamos en el lanzamiento de “Sombras nada más” (actualmente disponible en la librería de la UNEAC, Ediciones UNIÓN, con prólogo de Zaida Capote, nota de contracubierta de Helen Hernández, y selección a cargo de quien redacta estas líneas), que es la primera antología cubana sobre la violencia contra la mujer, recoge treinta y seis narraciones referidas al tema. En varios de sus lanzamientos, constatamos dos hechos significativos: interés por parte del público (mucho mayor del que imaginábamos, dado el ocultamiento, como ya he dicho, de tales agresiones), y confesiones dichas en voz baja a quienes encabezábamos las presentaciones.
No me corresponde hablar en nombre de mis colegas, pero sí me lanzo al ruedo contando que tanto unos pocos hombres como algunas mujeres, sintieron la necesidad de desahogarse, a raíz del conocimiento de dicho libro, ya en sus manos. En el caso de los hombres, uno me dijo que había sido un abusador, pero que la vida lo premiaba (sic) con tres hijas hembras, y que por ellas, arrepentido de sus actos (confieso que no tuve fuerzas para escucharle detalles), estudiaría los cuentos recogidos, como parte de su autocastigo. El otro, arremetió contra la violencia de género de otros países, colocando la que sufren nuestras mujeres en un plano casi descartable. Las mujeres, en cambio, susurraban dolores propios, sufridos en el pasado, o, peor aun, contaban abusos que sus hijas y sus nietas estaban soportando actualmente, sin saber a quién ni adonde acudir. Lejos de satisfacerme por haber logrado la primera antología sobre la violencia contra la mujer en nuestros predios, sentí la abrumadora vergüenza de no tener respuestas, sugerencias, ni siquiera posibles alivios ante la perversidad sufrida, que me confiaban esas representantes de una agonía que muy pocos (y pocas) quieren ventilar.
Cuba, que es ejemplo de resistencia a nivel mundial, tiene que disponer de una infraestructura capaz de garantizar el pleno derecho de la mujer, no exclusivamente a actividades laborales ni a reconocimiento social, sino, sobre todo, a la seguridad de su vida, de su existencia digna, sin el temor a ser agredidas, y en última instancia asesinadas, mientras el resto de la sociedad contempla impasible dichos atropellos, carentes de una ley que reprenda, desde sus instancias constitucionales, esos hechos repugnantes que ahora mismo se limitan a engrosar la lista de delitos comunes. No seremos un verdadero país admirable mientras el silencio ante tales abusos continúe extendiendo su manto protector sobre los culpables, y las mujeres seamos potenciales víctimas, sepultadas bajo la lápida de la impunidad machista.