Por René Rodríguez Rivera
Silvio: ya pasó el 11 de noviembre y se aproxima el 30, dos fechas
importantes en mi vida. Esta anécdota la encontré en mi diario de Angola, te la
envío por si estimas que vale la pena compartirla. Aunque tiene un enfoque
personal, indudablemente, lo de Cabinda es un hecho histórico, pues la llegada
de nuestra Unidad impidió que se realizara el segundo ataque y allí estuvimos
hasta que llegó un Regimiento por vía marítima a fines de Diciembre, y en Enero
partimos para abrir el Frente del Este. Abrazo. René.
Siempre, después de aquellos sucesos, me quedó una culpa, una especie
de angustia sorda, por no haber podido participar en el alzamiento del 30 de
noviembre de 1956 en Santiago de Cuba, en apoyo al desembarco del Granma, a
pesar de haberme preparado como todos, realizando prácticas de tiro en una
finca próxima a la carretera que conduce al Santuario del Cobre. La
precipitación de los acontecimientos, por la llegada del telegrama famoso que
decía “Obra pedida agotada” a la calle San Fermín número 358, donde residía el
miembro del movimiento Arturo Duque de Estrada, y disponer solo de 48 horas para preparar la
acción, le impidió a los compañeros enviarme el esperado aviso a La Habana,
donde me encontraba en aquel momento. Después vinieron otras tareas y avatares
que no lograron hacer desaparecer aquel sentimiento y que ahora no vienen al
caso. Pero, como “la vida te da sorpresas”, 19 años después empecé a liberarme
del remanente de aquella culpa que me asaltaba cuando llegaba la fecha.
Comenzó cuando me vi en el entonces aeropuerto militar de Boyeros,
subiendo a un avión IL 18 de fabricación soviética con la ultima parte de mi
Compañía Especial de 289 hombres y un pelotón de morteros de 120 milímetros. La
otra parte de mi Unidad ya había salido en cuatro vuelos anteriores, con un día
de diferencia. Era el 28 de noviembre de 1975 y serían aproximadamente las
cuatro de la tarde.
La primera escala la hicimos en Barbados, para reabastecer el aparato,
el cual no estaba diseñado para el “salto” que íbamos a dar en el océano atlántico.
Uno de los pilotos me dijo que llegaríamos a África con el “ultimo suspiro de
combustible”. Hubo amagos de registros, las armas iban en el espacio para el
equipaje, en el vientre del avión, incluyendo los morteros y sus proyectiles. El
Jefe del pelotón del 120 “metió” tremenda arenga y dijo que había que matarnos
a todos para registrar. La sangre no llego´ al rio, porque un sobrecargo bajó
del avión, mientras lo reabastecían, y le regaló un estuche de ron Havana-Club,
con tres botellas, al jefe de los policías barbadenses del aeropuerto. Después
me dijo que eso ya lo había hecho varias veces. Viajábamos vestidos de civil, los
uniformes iban en nuestras mochilas junto con las armas.
Tras volar toda la noche, llegamos en horas de la mañana a Guinea
Conakri. Reabastecieron el avión, y continuamos viaje hacia el Congo Brazzaville,
en total 30 horas de vuelo. Al sobrevolar Brazzaville, ya de noche, vimos
elevarse desde el otro lado del rio Congo las luces de un avión a reacción del
entonces dictador del Congo Léopoldville (que ya había cambiado su nombre por
el de Zaire), Mobutu Sese Seko. Nos vigilaba, le llamaba la atención la llegada
de tantos vuelos a Brazzaville y según leí después en un libro, la CIA le había
informado ya sobre el movimiento de tropas cubanas hacia el Congo.
Mobutu estaba preparando un segundo ataque a la provincia angolana de
Cabinda, con una División Elite de sus tropas. El primer ataque, realizado el
11 de noviembre, precisamente el día de la independencia de Angola, había sido
rechazado por los cubanos y angolanos que estaban allí, tras varios días de
fuertes combates. Nosotros íbamos para ayudar a rechazar el próximo ataque, éramos
el refuerzo.
De Brazzaville fuimos en otro aparato a Punta Negra, en el sur del país.
Mas al sur quedaba la ansiada frontera con Cabinda. Previamente habíamos
recogido nuestras armas y mochilas. En Punta Negra nos vestimos de verde olivo,
nuestro histórico uniforme. En camiones cruzamos la frontera entre el Congo y
Cabinda. Los soldados angolanos de la frontera, muy contentos, nos hacían la
señal de la “V” de la victoria con sus manos. Era el amanecer del 30 de
noviembre de 1975. La vida lo había querido así, eran mis “causas y azares”.
Al llegar a las edificaciones de un antiguo cuartel portugués, próximo
a la capital de Cabinda, que sería nuestro campamento, se me acercó el entonces
Comandante Wilfredo Colas Coello (Patifino), santiaguero del reparto Madre
Vieja que falleció hace unos meses, entonces Jefe de la Compañía, y que había
llegado en uno de los vuelos anteriores. Me preguntó si todo marchaba bien, le
dije que si y agregue: “Comandante, hoy es un gran día para todos los
santiagueros”, me respondió: “Sí, y nosotros aquí estamos cumpliendo con ellos,
con los que cayeron, y con los que están”.
Desde ese día desapareció mi sentimiento de culpa. Lo que vino después
es otra historia.