Por Cenodis Odalys Cedeño Carballido
Si dividiéramos el análisis
de la Historia de Cuba, en décadas, encontraríamos que cada etapa marcó trascendencias muy importantes en nuestras tradiciones patrias. Pero considero que los años 50 del
Siglo XX fueron definitorios en la vida de la Nación y su futuro. El Moncada, el Granma, la Sierra,
la lucha clandestina en las ciudades, el ataque al Palacio Presidencial, las
invasiones de Camilo y el Che y el triunfo revolucionario del 1ro de Enero,
entre otro hechos, han quedado en la memoria como esencias de nuestra
definitiva lucha por la libertad, la independencia y la soberanía.
Yo había nacido en Barajagua, poblado cercano a Cueto en la provincia de Holguin.
Mi padre había fallecido en 1944,
cuando yo tenía solo 2 años. Mi madre
quedó viuda, teniendo que hacerse cargo de 7 hijos entre 2 y 15 años, siendo yo
la más pequeña. Mucha hambre y necesidades pasó toda la familia y en algún momento
nos trasladamos para San Germán, donde estaba uno de los grandes centrales
azucareros del país, tratando de encontrar mejores horizontes. Algunas de mis hermanas,
muy jóvenes aún, quedaron casadas en Barajagua. Entonces, ya había cumplido 5
años.
Mi madre decide emprender un
viaje a La Habana, llevándome con ella, cuando ya había cumplido 13 años, en
busca de mejores condiciones de vida, y no le queda más remedio que emplearse
de criada en una casa para poder paliar las necesidades y lograr su objetivo
superior de trasladar poco a poco a todos sus hijos para la capital. Su vida amorosa la reinició con un gallego que
también laboraba en esa casa y que realmente fue para mí como el padre que no había conocido.
El día que cumplía los 15
años mi madre me dijo –Hija, le pedí
permiso a la señora de la casa para que pasaras tu cumpleaños allí conmigo,
porque no puedo dejar de trabajar. La “bondad” era con la orden de que siempre
permaneciera en la cocina.
El atuendo para ese día era
un vestidito rosado, confeccionado para
la ocasión. No dije nada, pero al
mirarme en el espejo me sentí ridícula. Hubiera preferido estar en Barajagua
con mis hermanas y hermanos, pero el cariño con que mi madre me había hecho
aquel vestidito y las noches que la pude observar cosiendo hasta altas horas, después de un agotador día de trabajo;
preferí callar.
Durante los primeros años, entre Barajagua y San Germán,
pude ver los más atroces abusos de los terratenientes y guardias jurados
contra la población: desalojos, plan de machete
y otras barbaridades, típicas de aquellos regímenes de opresión y
desprecio. Todo aquello se agravó con el golpe de estado de Batista en 1952,
cuando apenas había cumplido yo los 10 años.
Ya a esa edad, si aún no tenía
una clara conciencia de lo que pasaba,
los recuerdos están muy claros en mi cabeza y nunca se me podrán olvidar. Mi
madre, sin esposo, había tenido que criar a todos sus hijos e hijas, en que la
mayor no sobrepasaba los 15 años. Centavo
a centavo se reunía lo que se podía para
tratar de comer, pagar la casa, y otras necesidades. Mi madre muchas veces estaba pegada a una desvencijada máquina
de coser, haciendo algunas costuras que ayudaran a paliar aquella miseria. Mis
hermanas ayudaban en lo que podían pero la madre siempre preocupada porque al
día siguiente no faltaran a la deteriorada pero digna escuelita rural.
Recuerdo con especial cariño
a la profesora. Con ella aprendimos de Martí, Maceo, Céspedes, Agramonte,
Calixto García y muchos otros. Años después y con el triunfo revolucionario,
comprendí aún más las enseñanzas de Ana María, que era el nombre de la maestra.
Cuando leí por primera vez “La Historia
me Absolverá” me parecía que estaba oyendo a Ana Maria hablar de la Historia de
Cuba y el papel de los héroes.
Cuando llegué a aquella casa
de opulencia y fastuosidad, me deslumbré con sus cuidados jardines, sus enredaderas,
su fuente llena de pececitos y su
entrada principal con puerta de madera que ni en fotos o revistas había visto.
De la casa por dentro solo conocí la cocina. El primer saludo lo recibí de dos
grandes perros que olfateaban mi cuerpo mientras temblaba como una hoja. Aquellos, monstruos para mí, eran casi de mi
tamaño. En mi vida sólo había visto perritos satos que pululaban en las casas
de Barajagua y San Germán.
Mi madre, Alejandrina, y al
que ya consideraba mi padre, llamado Eugenio, unían quilito
a quilito para malvivir y poder
enviar algo para las familias que habían acogido en San Germán a mis hermanos y
hermanas , esperando mejores momentos en que se pudieran mandar a buscar. En
ocasiones mi madre llegaba al cuarto donde vivíamos con algunas ropas de uso, regaladas
por los filantrópicos dueños de aquella mansión, donde los perros comían mejor
que cualquiera de nosotros. Siempre había alguna batica o vestidito para mí, al
cual había que ajustarle algunas costuras porque ya con mis quince años
comenzaban a aparecer las carnitas de la
pubertad.
En otras ocasiones me
llevaron a la deslumbrante residencia, pero siempre en la cocina o en el traspatio, donde se lavaba y tendía la ropa; labor que
también hacía mi madre.
En una ocasión sentí la voz
de una de las niñas de la casa que llamaba –Aleja, Aleja, dígale a su niña que venga, y mi madre asombrada
y casi orgullosa me repetía, –es contigo, es contigo.
Salí a un amplio comedor con
una gran mesa de cristal y una lámpara en el centro, con tantos bombillos como
nunca había visto en mi vida, pero seguían las voces –Aleja, Aleja, dígale a su
niña que venga–. Caminé hasta la sala espaciosa y enorme, donde me parecía que
cabria 100 veces el cuartico donde mal dormíamos. Butacones aterciopelados,
mesas con decenas de adornos de la más fina porcelana, cuadros, alfombras más
mullidas que la lona de mi catre, una escalera de mármol rosada que daba al
piso superior y un pasamanos dorado, pulcramente pulido, en que centelleaban
las luces de una gran lámpara de cristal en que colgaban cientos de “lágrimas” que no
eran precisamente las que habían salido de mis ojos cuando pensaba en mi
terruño y los deseos de volver.
Las dos niñas, paradas en el
medio de aquella, sala sostenían entre sus brazos dos bulticos de ropa usada
(hoy diríamos reciclada) con diversas prendas de vestir. Las primeras
palabras de aquellas niñas de 12 y 13
años fueron: Pero que flaquita está, –lo
que me abochornó y bajé la cabeza entre
complejo e ira. –Esto es para ti por tus 15 años–, dijeron las niñas casi al unísono
y depositaron los bulticos en mis manos, mientras mi madre detrás me susurraba –Dale
las gracias, dale las gracias.
De momento, para mi sorpresa,
se acercaron y me dieron, cada una un beso, mientras escuchaba la autoritaria
voz de la madre que casi gritaba: –Mariela,
Madelaine, a sus cuartos.
En ese momento sentí que
esas niñas eran más tristes que yo, que su madre las maltrataba igual que a mí,
solo que con otros métodos, que sus vidas estaban encerradas en una moralina que tarde o temprano saldría a
relucir en sus complejos y angustias. Mientras subían las marmóreas y
relucientes escaleras me miraban y sentí
su tristeza y su soledad, e incluso sus ganas de jugar conmigo. Solo atiné a
pasarme la mano por la mejilla agradeciendo aquellos besos dados. Recordé con felicidad
inaudita mi muñeca de trapo, llena de aserrín que apretaba contra mi pecho con
ternura infantil pero la más sincera. Escuché cuando la voz latosa de la señora
de la casa le recriminaba a mi madre –Le
he dicho muchas veces que cuando traiga a su hija debe permanecer en la cocina.
Cuando abrí el bulto de
ropas encontré entre ellas una saya negra, ancha muy ancha, que fue desde ese
momento mi preferida. Me quedaba grande, pienso que muy grande, pero no sé por
cual razón le tome un cariño especial.
Ya a finales del año 1957
pedí volver, aunque fuera por un tiempo, a San Germán y Barajagua. Sentía una
gran nostalgia por ver a mis hermanos y hermanas, conocer a sobrinos que habían
nacido, volver a bañarme en aquel rio de Barajagua, jugar de nuevo entre las
matas, ver la noche acercarse y observar cómo los candiles alumbraban dentro de
los bohíos. Disfrutar el silencio de la noche, o las sirenas del Central, y el silbato
de las locomotoras. Pudo mi madre, reunir algunos pesos y cumplir mis
deseos. Llegué al anochecer. El chofer y el conductor
conocían a mis hermanos y se depositó en ellos la responsabilidad de cuidarme
y entregarme a mi familia. Así lo hicieron. Pero Barajagua ya no era la
misma. El río era apenas un riachuelo y en el ambiente solo se hablaba de los
barbudos, la Sierra y Fidel. Se conspiraba como en cualquier otro lugar.
Ahí supe del asesinato del
joven revolucionario Jorge Estevez y del estoicismo de su madre al no dejar que
nadie limpiara la sangre del cuerpo de su hijo y hacerlo ella misma sin
derramar una sola lagrima, pero en su rostro el odio y el desprecio era
evidente.
Cuántos recuerdos de lo que
habíamos aprendido con la profesora Ana María en San Germán, y muchas otras con
una profesora que tuve en La Habana, llamada Hildelisa. Mientras me contaban
estas cosas recordé a Mariana, la madre de los Maceo, o a la madre de Calixto Garcia,
que prefirió que el hijo se hubiese suicidado antes que traicionar a su patria.
Por toda aquella zona se enseñoreaba
un gran asesino. El coronel batistiano Sosa Blanco. La solidaridad entre los
pobladores se hacía más evidente cuando él andaba por esos lares destruyendo,
quemando casas y asesinando a cualquiera
que ayudara a los revolucionarios o que
solo se sospechara su simpatía con ellos. Cuando solo se imaginaban que Sosa Blanco
andaría por aquella zona se decía: ¿qué pasa si Sosa pasa?... Que quema todas las casas.
En más de una ocasión los
pobladores, al enterarse de su cercanía, huían con todos sus “matules” hacia
las montañas con lo que podían cargar y llevar en mulos, caballos y carretones.
Se desarrollaba entonces una enorme solidaridad entre todos pues otros
campesinos acogían en su bohío a los que huían, manteniéndolos hasta que el
tenebroso asesino pasara. Casi siempre
cuando volvían, encontraban sus casas y todas sus pertenencias quemadas
y lo poco que había quedado, destruido.
Pero Barajagua no se rendía
y de nuevo la conspiración y los actos de valentía. El pueblo estaba consciente
de que no se le podía dar a la tiranía ni un respiro.
En la visita a mi pueblecito
natal, tuve la oportunidad de reencontrarme a un joven revolucionario muy
carismático y cariñoso que evidentemente andaba en todos los trajines de la
resistencia. Lo recordaba de mi niñez. Búsqueda de medicinas, ropas y la
confección de brazaletes del 26 de Julio, y cualquier otro artículo que se
pudiera resolver para los guerrilleros. Siempre en las noches, jóvenes, viejos
y hasta niños, nos agrupábamos en la orilla del pequeño riachuelo para
confeccionar los brazaletes, banderas e incluso restaurar algunas ropas usadas.
En una ocasión mi amigo, que
dirigía todas las acciones, planteó la necesidad de buscar telas rojas y negras
para la confección de los símbolos del 26 de Julio. Inmediatamente recordé la saya negra que me
habían regalado y corrí a buscarla. No la encontré. Le pregunté a mi hermana y
me dijo no saber. Revolví todo el bohío y nada.
El alma se me salió del cuerpo porque de momento en aquella saya vi mi
mayor entrega y colaboración. Quería darle la sorpresa a mi amigo pero no fue
posible. Quedé siempre con la duda de si la había dejado en La Habana. Seguí
preguntando e indagando, pero tuve la callada por respuesta, o simplemente un
“no sabemos”.
Mi joven –casi tan joven
como yo– amigo, conversaba mucho conmigo y hablaba de Fidel, del futuro de la
Patria, y de que cuando triunfara la Revolución nada sería igual. Yo le contaba
las experiencias en La Habana. El Capitolio, las grandes avenidas, la cantidad
de autos, los tranvías, las guaguas, y
me escuchaba muy atento y me decía –Algún día
tu me llevarás de la mano por esa avenidas y montaré contigo los
tranvías y las guaguas y estudiaremos juntos, pero primero tenemos que luchar
por la libertad de Cuba.
Me sorprendía, pese a su
edad, la madurez en lo que explicaba.
Le hablé de lo que hacían
mis padres en la capital y de cómo la señora de la casa los trataba con
refinado maltrato, de cómo los perros comían mejor que cualquier ser humano y le comenté el encuentro con las hijas y por
supuesto las ropitas regaladas y entre ellas la saya negra, que me parecía
tenerla en la maleta, pero que se quedó, y cómo esa prenda me había gustado por
lo fina y suave que era su tela.
Me observó detenidamente y
me dijo:
–Las cosas materiales tienen
su importancia, pero más importantes son los sentimientos. Aquel día, en que te regalaron las
ropitas, lo más noble y lindo fue lo que
pensaste de esas niñas a pesar de la opulencia
y los brillos. No dejes que la mirada de ellas, ese día, deje de
acompañarte, ellas son tan víctimas como tú.
En un amanecer de los primeros
días de 1958, había un gran alboroto en
Barajagua y en los pueblos cercanos, Policías, camiones con soldados,
carreteras cerradas, detenidos y torturados,
Todo el mundo se preguntaba ¿qué pasa,
qué pasa? Cuando de momento una voz gritaba: –Han puesto una enorme bandera del 26 de
Julio en el Central– y repetía la noticia con alegría que nos contagiaba a
todos. En la necesaria discreción, todos disfrutábamos aquel acto que era de
osada valentía y sin lugar a dudas un duro revés para la represión batistiana
en la zona. Era un triunfo de los revolucionarios.
Días después, mi madre me
mandó a buscar preocupada por mi seguridad y triste por la ausencia. No pude
despedirme del joven amigo. Andaba escondido huyendo de los sicarios. Pensé,
sin lugar a dudas, que él tenía que ver con la bandera del Central. A lo mejor
ya estaba en la Sierra con Fidel.
Cuando llegué a La Habana, lo primero que hice fue buscar mi
saya negra y mi madre me aseguraba que me la había llevado. Olvidé la pérdida y
me dediqué a estudiar Secretariado y
otras especialidades que me permitieran ayudar a mi madre e incluso sacarla de
aquella casa.
Vino el triunfo de la
revolución y como la gran mayoría reí,
lloré y evoqué mucho a mi amigo y
sus consejos. Fidel habló en Columbia y cuando lo escuchaba, entre aquella
muchedumbre enardecida y feliz, recordé de nuevo al amigo joven. Me parecía
escucharlo en sus sueños de mejor vida, pero también me di cuenta que la lucha
continuaría contra un enemigo más poderoso que la dictadura batistiana. Muchos
sueños se harían realidad pero entre alegrías y angustias
andaríamos.
Mi vida cambió por completo
y me sentí útil y respetada; estudié y
tenía trabajo, me hice miliciana. Pude decirle a mi madre que dejara de ser
criada y mi noble padrastro comenzó a trabajar como cocinero en la gran Ciudad
Escolar Libertad, que otrora fuera el
cuartel Columbia, la mayor fortaleza militar
de la dictadura y que fue ocupada por Camilo Cienfuegos y su tropa. Allí hablo
Fidel y preguntó –¿Voy bien Camilo?– y
las palomas de la paz y la esperanza se posaron en su hombro.
En algún momento me
pregunté, qué sería de aquella familia para la cual trabajara mi madre. ¿Y
las niñas?, aquellas que después, cuando estudié, recordé en “Las
Meninas” de Goya. Mi madre me había comentado que creía que habían abandonado
el país, pero la curiosidad fue más fuerte y partí para la casa. Cuando llegué
al lugar un vocerío juvenil llenaba el
ambiente. Muchas muchachas, casi niñas todas, disfrutaban aquel lugar. Sus caritas prietas del sol, sus manos
aún callosas del andar campesino, sus sonrisas francas y sinceras, sus temores
de lo desconocido.
Me acerqué a un grupo de
ellas y a varias preguntas me respondieron, –Yo soy de El Purial, vengo del
Pico Turquino, yo de Mayarí, Buey Arriba. Nos trajeron a alfabetizarnos, y a estudiar corte y costura.
Aquel encuentro me dejó anonadada y disfruté con más fuerza que nunca el recuerdo de mi
joven amigo.
Una tarde, en los primeros
años de la década del 70, tocaron a la puerta de mi casa. ¡Sorpresa! Era mi
joven amigo, vestido de verde olivo, cambiado por los años y la lucha pero aún
con el brillo en sus ojos de sueños y utopías realizadas. Luego de cariñosos
besos y abrazos y pasado un rato del impacto, me comentó:
–Me voy para una misión
internacionalista, pero antes tenía que verte. No te he olvidado y siempre te
he recordado con mucho cariño. Además tenía un compromiso moral al cual no podía
faltar. ¿Recuerdas aquella gran bandera del 26 de Julio que apareció, una
mañana en el Central? –Si la recuerdo, respondí; y entonces me confesó: –La
parte negra de esa bandera era tu saya.
Meses después me llegó la triste
noticia de que el revolucionario, mi joven amigo Arides Estevez, había caído heroicamente combatiendo en Angola.