Por Raúl Roa Kourí
[Palabras en la presentación del libro Homenaje a
Alfredo Guevara, separata de la revista Nuevo Cine Latinoamericano,
Casa del Festival, La Habana, 21 de abril de 2014]
Nos convoca hoy la memoria de Alfredo Guevara quien,
entre otras cosas señaladas, fuera el fundador y principal animador del
Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Hace unos
meses, en el marco del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano,
de La Habana, su director, Iván Giroud, convidó a un grupo de amigos y colegas
de Alfredo a ver unos fragmentos de su última e inédita entrevista realizada
por Xavier d’Arthuys y Ariel Felipe Wood, editados especialmente para esa
ocasión por Miriam Talavera, gran maestra del montaje.
Asistieron a la muestra, amén de otros, Manuel Pérez
Paredes, el brasileño Geraldo Sarno, Ricardo Alarcón, la revolucionaria y
cineasta chilena Carmen Castillo, Ignacio Ramonet y Eusebio Leal, invitados
para evocar a Alfredo tras visionar la entrevista.
Resultado de ese coloquio es el libro que ahora presento,
Homenaje a Alfredo Guevara impreso por Ediciones Pontón Caribe. La
edición, sobria y elegante, está al cuidado de Camilo Pérez Casal, quien
durante muchos años laboró con Guevara; el diseño gráfico y la maquetación de
Liset Vidal de la Cruz y de Eloy Hernández Dubrosky. Tanto los autores de los
textos como de las imágenes que se recogen cedieron sus derechos para esta
edición-homenaje, suplemento de la revista Nuevo Cine Latinoamericano.
En su breve introito, Iván Giroud nos dice que a cuatro
de los que intervendrían en el recordatorio del que fuera también su amigo, con
quien colaboró por más de veinte años, los había citado con algún tiempo de
antelación y habían acordado que sería útil manejar ciertas ideas, “teniendo en
cuenta que cada uno de ellos —Manuel Pérez, Geraldo Sarno, Carmen Castillo e
Ignacio Ramonet— representaba un momento especial en la vida de Alfredo, y que,
por otra parte, se interrelacionaban: el ICAIC, el movimiento del Nuevo Cine
Latinoamericano, el Chile de Salvador Allende, el amor a Francia y su estrecha
relación con una parte importante de su intelectualidad.” El libro incluye, además, una útil recopilación del
tránsito vital de Alfredo, elaborado por Camilo Pérez, que sucintamente nos
introduce al personaje.
La transcripción del documental: Alfredo Guevara.
Imágenes y Revolución, fragmentos editados, como ya señalé, por Miriam
Talavera, de la entrevista filmada por d’Arthuys y Wood, es una pieza
fundamental, por cuanto significa de abordaje al pensamiento lúcido de Alfredo
y la membranza de eventos trascendentales en su vida de revolucionario
marxista. En uno, revela que habían planteado (él y otros compañeros)
inmediatamente la tesis de que el Estado no podía crear un movimiento
artístico, podía sí crear la infraestructura y el ambiente espiritual (…)
Bueno, nosotros nos pasamos la vida discutiendo, es decir, el ICAIC de la época
era un gran taller de discusión,” afirma.
Por cierto, esto lo subraya también Geraldo Sarno en su
testimonio, cuando asevera que él se formó como cineasta en aquel ICAIC donde
se debatía de arte, de cine, de revolución; donde Santiago Álvarez fundó el
Noticiero Latinoamericano y Alfredo, Julio García Espinosa, Tomás (Titón)
Gutiérrez Alea y otros pioneros inventaron una manera nuestra de hacer cine,
estudiando las obras de los más importantes directores franceses, italianos,
europeos, y de otros lares, que fueron invitados a Cuba. Entre ellos, Cesare
Zavattini y Luis Buñuel, Agnès Vardá; actores como Gérard Philipe y su esposa
Anne, fina escritora —ambos tan amigos de Alfredo— que a la prematura muerte de
Gérard dedicó la joya que es Le temps d’un soupir.
Guevara afirma, en uno de los fragmentos, que “Hay un
término absoluto que la política sin cultura no es política”. Y es obvio,
puesto que la política es hechura de la cultura. Para Alfredo, “el político y
la práctica de la política que no parta de una gran formación cultural, es
simplemente la invasión del ignorante o de la ignorancia en el terreno que no
le corresponde.”
No por acaso, como señala Ramonet en sus palabras, tuvo
Alfredo poderosos enemigos. Recuerdo que cuando comencé a trabajar con Carlos
Rafael Rodríguez, este me advirtió: “Los verdaderos revolucionarios, como tu
padre, como yo, tienen siempre enemigos. Alguno de estos me manifestó su
inconformidad con que trabajaras aquí. Te alerto, porque si fallas, van a
pedirme tu cabeza.” Como pueden ver, todavía la tengo sobre los hombros.
Pero entre los enemigos de mi padre figuraban también
muchos de los de Alfredo. Claro, no les perdonaban el talento, ni el
pensamiento libre, fuera de toda coyunda dogmática o sectaria; ni su lucha
implacable contra la burricie. Carlos Rafael muchas veces nos decía: estamos rodeados,
sí, pero rodeados de tarúpidos[1]
[1. Mezcla de tarados con estúpidos.]. Y la lucha que ellos libraron contra la
incultura, contra la ignorancia atrincherada en la burocracia, sigue hoy y
deberá continuar siempre.
Alfredo seguramente cometió errores en la dirección del
ICAIC —dicen quienes, como Manuel Pérez, trabajó con él— y en otros ámbitos de
la vida, que no pretendo juzgar. Esa “generación de mandones” a la que también
perteneció tampoco está exenta de pequeñas, y hasta grandes, meteduras de pata.
¡Qué tire la primera piedra quien lo esté!
Como revolucionario marxista, asevera en otro fragmento:
“se supone que queremos cambiar la realidad (los que tenemos ideas socialistas
y partimos del marxismo). Ah, ¿pero qué es lo primero para cambiar la realidad?
Conocerla. Si conocemos la realidad, todo lo que se ha esclerotizado
en nosotros –estoy hablando (dice) de la estructura misma de la vanguardia
revolucionaria— tiene que desaparecer. Bueno, es eso.”
Y con esta afirmación lapidaria, cargada de tremendas
consecuencias, se cierran los fragmentos que pudieron visionar los invitados de
Iván Giroud, hace unos meses, en la sala Glauber Rocha de la Fundación del
Nuevo Cine Latinoamericano. (Institución que debe mucho a la iniciativa de otro
gran amigo que se nos fue hace solo cuatro días, me refiero al insigne autor de
Cien años de soledad y Premio Nobel de literatura Gabriel García
Márquez, nuestro Gabo.)
Alfredo, como recuerda Manuel Pérez, dejó el Partido
Socialista Popular en los años 56 o 57. Según me dijo una vez —y creo lo
escribió en alguno de sus libros— no estaba satisfecho con la línea adoptada
por el Partido en la lucha contra Batista; se inclinaba, sin fracturas, por la
que preconizaba Fidel: la lucha armada. Es cierto que no riñó con sus viejos
camaradas ni dejó de ser marxista, aunque alguno de ellos —evidentemente, entre
los más sectarios— consideró su salida como una suerte de traición. Nada más
lejos, como demostró su vida toda.
Por aquellos días, recuerdo una tarde en que nos
hallábamos conversando con Raúl Roa un grupo de estudiantes frente al edificio
José Martí, sede de la Facultad de Ciencias Sociales y Derecho Público.
Acabábamos de escuchar una conferencia de Julián Gorkin, controvertido
dirigente del POUM (trotskista) durante la guerra civil española quien, por
supuesto, fustigó la política de Stalin, citando frases del discurso “secreto”
de Nikita Jruschiov en el XX Congreso del PCUS.
En eso, un militante de la Juventud Socialista Popular se
acercó al grupo e increpó a Roa: “¡Doctor, ya le veremos del brazo de
Rockefeller!” El profesor, con su agilidad proverbial, ripostó: “¡A mí nunca me
verán del brazo de Rockefeller, pero a todos ustedes los he visto yo del brazo
de Fulgencio Batista y jamás del brazo de José Antonio, bajando la escalinata!”
Aquí Juan Nuiry, que presidía nuestra Asociación de Estudiantes, puso término
al intercambio con una certera trompada al mentón del sectario irreverente.
La anécdota no es traída por los pelos: revela cuáles
eran las posiciones respectivas de los seguidores, por una parte, de la
Internacional y el PSP y, por otra, de la FEU y los fidelistas, frente a la
tiranía batistiana. La distancia entre los sectarios y los que, como Roa, eran
marxistas fuera del Partido. Precisamente, Ricardo Alarcón recuerda en su
testimonio que los militantes de la Juventud Socialista Popular abandonaron a
quien luego fuera su compañera de toda la vida, Margarita Perea, miembro de
aquella organización, al salir esta de las oficinas del BRAC2, [2. Buró
de Represión de Actividades Comunistas.] donde estuvo detenida y cómo Margarita
—al igual que Alfredo— se unió entonces al Movimiento 26 de Julio. Es un hecho
que el estalinismo persiguió con más saña a los marxistas independientes que a
los enemigos de clase.
El propio Ricardo, amigo de Alfredo y a veces
co-conspirador de este para deshacer entuertos de los sectarios y otros
adversarios políticos de ambos, se refiere al testimonio de Manuel Pérez y
expresa que, efectivamente, “En los últimos tiempos, había dos preocupaciones,
dos ideas rectoras en Alfredo: una era la obsesión por ir a las raíces del
movimiento comunista, y la otra la juventud. Hablar con los jóvenes, escuchar a
los jóvenes, discutir con ellos, en fin, todo ese proceso en que él se embarcó
y que está recogido en algunos libros recientes.”
Mis relaciones con Alfredo Guevara datan de 1959, aunque
sabía quién era desde antes, pues fue amigo de mi tío Julio Kourí en la
Universidad de La Habana y en París, en 1950-1951. Por otra parte, oí hablar de
Guevara a Julio García Espinosa, cuando contaba yo catorce años y ambos
colaborábamos con Justo Rodríguez Santos en el programa radial de los sábados,
Teatro Experimental del Aire. De esa época recuerdo los famosos sofás Aspasia
que confeccionaba el padre de Julio, hombre —según Justo— dado a filosofar.
Como Alfredo, soy francófono y francófilo, y hasta me honraron con la Orden
Nacional del Mérito, de la que soy Gran Oficial.
Guevara fue siempre amigo de mi padre, a cuyas clases
asistía en la U.H. [Universidad de La Habana] y cuando fue dirigente de la FEU
y jefe de su Dirección de Cultura, y a quien estimó política e
intelectualmente. De cierta manera, seguí sus pasos, guardando las distancias,
porque también fui miembro de esa Dirección y Secretario General de la misma en
los años de José Antonio. Desde el inicio me aficioné a las películas del ICAIC
y él me invitó siempre, cada vez que regresaba de mi misión como diplomático, a
ver filmes en una salita del quinto o sexto piso del ICAIC. Prefería siempre
mostrarme las que habían suscitado polémicas, aunque también pude acceder a
obras estupendas de la cinematografía polaca y soviética, sueca o italiana.
Su mano derecha para las relaciones internacionales, el
tempranamente desaparecido Saúl Yelín, fue un amigo entrañable. En el patio de
su casa
—que era ciertamente particular— conocí a no pocos cineastas cubanos y
extranjeros, pero también a escritores como Jaime Sarusky, Anne Philipe y
Cortázar. Cuando nos encontramos en Moscú, donde yo recibía un curso acelerado
del idioma de Pushkin y Mayakovski que jamás
dominé como ellos —ni siquiera como cualquier vulgar articulista de Pravda—
Saúl me presentó a varios pintores judíos heterodoxos, es decir, reñidos con el
estéril y fofo “realismo socialista”, admiradores de la pintura cubana y del
arte abstracto. Saúl fue un cometa que brilló sobre los cielos del campo
socialista europeo anunciando la buena nueva, la Revolución Cubana, en yiddish,
ruso, español, inglés y francés. Su pérdida fue grande para Alfredo, para
todos.
Durante el “exilio” parisino de Alfredo, a donde le mandó
Fidel como medida protectora, tuvimos estrechas relaciones. Se desempeñaba como
embajador ante la UNESCO y yo como viceministro para asuntos multilaterales;
conversábamos mucho sobre los problemas que enfrentaba Amadou Mahtar M’Bow, su
Director General, por defender la creación de un Nuevo Orden Internacional de
la Información y las Comunicaciones (NOIIC), correlato obligado del Nuevo Orden
Económico Internacional (NOEI) por el que abogábamos, junto a los países no
alineados, en los diversos foros mundiales.
Mahtar, como le decían sus amigos, lo era mucho de
Alfredo, de Cuba; admiraba al Comandante en Jefe y la política cultural y
educacional de la Revolución. Próximo a Léopold Senghor, compartía los
postulados de la negritud: estimaba a Guillén y a Aimé Césaire y echó pie a
tierra por las causas justas de nuestros pueblos, buscándose la enemiga de los
imperialistas yanquis y británicos, de los sionistas israelíes. Por ello,
apoyamos su candidatura a la reelección al frente de la UNESCO.
Recuerdo que me tocó hablar, en mi calidad de
viceministro, con Federico Mayor, que había pedido nuestro apoyo, para
explicarle las razones por las cuales no podíamos dejar de sostener la de
M’Bow. Él las entendió; después me dijo: “Espero que de salir electo yo, seáis
conmigo tan leales como con M’Bow.” Y así fue. Federico —cuya ejecutoria como
Director General y en defensa de los postulados del Tercer Mundo sorprendió a
muchos— tuvo siempre nuestro sostén, la amistad de Alfredo y de Fidel, desde
entonces y hasta el día de hoy.
Por cierto, conocí a Ramonet por Alfredo, quien me hizo
un elogio de aquel hijo de españoles republicanos criado en Marruecos y
conocedor de la Revolución Cubana desde su juventud universitaria transcurrida
en Rabat, donde trabó relaciones con Enrique Rodríguez Loeches y su esposa, a
la sazón nuestro embajador en el reino norafricano.
En su residencia leyó Ignacio —devoró más bien— todas las
publicaciones cubanas, incluso Bohemia y las críticas al joven cine
dirigido por Alfredo, así como sus escritos teóricos sobre el séptimo arte. Ramonet considera a Guevara “motor teórico del ICAIC (…)
y ese motor va a influenciar todo el cine latinoamericano de los años sesenta.”
“La personalidad de Alfredo —agrega— su exigencia política y estética, hacen de
él una figura fundamental de la creatividad latinoamericana”.
El aserto me recuerda a lo que alguna vez dijo Picasso a
André Malraux, refiriéndose a un proverbio chino sobre la pintura: “no hay que
imitar a la vida, hay que trabajar como ella. Sentir que crecen las ramas; ¡las
ramas de uno mismo, claro está, no las de ella!”3 [3. La cabeza
de obsidiana, Ediciones Sur, Buenos Aires, 1974.] Así concebía también
Alfredo el arte —incluido el cinematográfico— en Cuba: un proceso de creación
original, “no necesariamente el mejor cine que existía —insiste Ramonet—, sino
un cine diferente.”
Para Carmen Castillo, que había conocido a Alfredo en
Santiago durante el viaje de Fidel a Chile, invitado por el Presidente Salvador
Allende y a quien luego vio en Cuba y en París, tras ser derrocado el gobierno
de la Unidad Popular, este era “un intelectual militante riguroso y un hombre
libre (…) Alfredo encarna para mí, en este sombrío siglo XXI, lo que nunca
debimos olvidar, señala Castillo: que un revolucionario es un hombre de duda,
no de fe; (…) alguien que cepilla la historia a contrapelo.”
Pero también era, nos dice Eusebio Leal, “un amante de la
belleza”. Yo no solo le visité en “aquel elegante apartamento” de la Avenue
Bosquet, sino que le sucedí en él como inquilino, cuando regresó a Cuba (sin
saber exactamente a qué se enfrentaría) y yo asumí la representación ante la
UNESCO. Recuerdo que me invitó a almorzar y, mientras me servía un Campari,
saltó sobre mí su ínfimo perrito Bacchus quien, ebrio de gozo, me orinó. Por
suerte, se trataba de una gota minúscula, y demostraba con ella su emoción al
conocerme.
Alfredo tenía allí cuadros de su pertenencia y otros que
me dejó, pues eran del Estado. Me explicó que tenía en su trabajo dos diseños:
uno, el aspecto relativo a la UNESCO, diplomático, político, cultural; otro,
las relaciones con la intelectualidad francesa, algo maltrecha después de la
invasión de Checoslovaquia y de ciertos acontecimientos que involucraron a
intelectuales de la Isla —mal tratados, algunos, por nuestras autoridades— y
levantaron ronchas y distancias entre aquellos y la Revolución. También
promovía el arte joven, con plásticos como Moisés Finalé. En ello le apoyó
Raphaël Duebb, colaborador cercano de Danielle Mitterrand y propietario de una
buena galería cerca de Saint André des Arts, en pleno “Barrio latino.”
Comenzaba 1991, año de la debacle económica que provocó
en Cuba el desmoronamiento de la URSS, de la cual con trabajo y penosamente
vamos saliendo. Recuerdo que varios antes, comentando el derrumbe del “campo
socialista” europeo, Alfredo me confió: “Esto tenía que pasar, pero es una
lástima que no haya sucedido diez años antes, cuando Fidel era joven todavía”.
No me cupo duda alguna al respecto: como embajador en Praga había conocido el
satelismo de las llamadas “democracias populares” y la profunda aversión de los
pueblos a la imposición manu militari de aquellas supuestas revoluciones
socialistas. También fui testigo de la esperanza de muchos comunistas
checoslovacos de que el XII Congreso del Partido, en 1962, abriera paso a una
dirección remozada, como la nuestra entonces. Fidel era también allí el tipo de
líder que ansiaban las masas.
Fui invitado por Guevara a la imposición de la Legión de
Honor, en grado de Comendador, por el presidente François Mitterrand, en el
Palacio del Elíseo. Escuché, con profunda satisfacción, el elogio que este hizo
de nuestro coterráneo. Allí estaba también Ramonet, según relata, pero yo le
conocí un tiempo después, conversando en torno a manjares del sudoeste de
Francia, especialmente de un deleitable cassoulet, que algo recuerda a
la fabada asturiana. Y también Anne Lamouche, asistenta política de Danielle
Mitterrand, socialista cabal, quien devendría amiga querida durante mi estancia
en París, y hasta la fecha. Lo fue también de Alfredo, como nuestra común cuate
mexicana Gloria López Morales, más tarde designada por Mayor como directora de
la ORCALC, en La Habana.
No podría dejar de referirme, en relación con el trabajo
desplegado por Alfredo en la UNESCO, a su brazo derecho y eficaz colaborador,
José Antonio Gónzalez, al que hubo quien apodó “Pepito Jruschiov” y Saúl Yelín
bautizó, por sus intervenciones televisivas sobre cine, tan admiradas por el
llamado sexo débil, “delirio tropical”. Le conocí en Cuba, en los setenta,
cuando “atendía” por el PCC a la familia de Silvio Rodríguez, entonces en
Angola, cantando sus verdades, donde tuvo su bautismo de fuego en una emboscada
entre Cabinda y Cunene. Sentimos, todos, su trágica desaparición.
Y hablando de Silvio, aprovecho para citar otro aporte de
Alfredo a la cultura nacional: la creación del Grupo de Experimentación Sonora
que, bajo la sabia conducción de Leo Brouwer —maestro no solo de la guitarra,
sino genio musical de ancho espectro— contribuyó a la renovación de nuestra
música. De paso, Alfredo daba respiro a los iniciadores de la Nueva Trova, poco
apreciados entonces por los dirigentes zhdanovistas de la cultura “oficial”.
Apoyo que también recibieron de la inolvidable Haydé (Yeyé) Santamaría.
En los años recientes, en que Alfredo, según testimonio
de Alarcón, Ramonet y Eusebio, estaba sobre todo preocupado por el destino del
socialismo, de Cuba, y por la necesidad de dialogar con los jóvenes, de
atraerles a nuestro proyecto social, de combatir lo chabacano, la vulgaridad,
la banalidad en nuestros medios; la necesidad de lucidez, como precondición
indispensable para que sobreviva la Revolución, conversé muchas veces con él.
Tanto en mi casa, en torno a la buena mesa que tanto
gustaba —y que Lili y yo inventábamos, como grandes chefs que somos— y en
compañía de mi querido amigo y compañero universitario, monseñor Carlos Manuel
de Céspedes, recientemente fallecido, del propio Eusebio y, alguna vez, de
Osmany Cienfuegos, estos temas afloraron en la sobremesa y durante los
aperitivos.
También es cierto que deseaba escribir sobre Pablo
Lafargue, revolucionario marxista santiaguero, yerno de Carlos Marx, autor de
una aguda sátira muy citada (El derecho a la pereza) pero de otras obras
muy importantes menos conocidas hoy sobre El Capital, El 18 de
Brumario de Luis Bonaparte, sus Recuerdos personales de Carlos Marx,
y la crítica a proudhonianos, blanquistas y otros revisionistas opositores del
marxismo revolucionario. Al respecto recordaba aquel ensayo de mi padre,
aparecido en Cuba Socialista en 1961 que, junto con otros: notas de
Carlos Rafael Rodríguez, artículos de Francisco Domenech, José Luciano Franco,
Juan José Morató y Humberto Lagardette, revelaban la extraordinaria
personalidad del mulato cubano, amante del lechón asado, que “cortó el ombligo
al viejo Marx” y casó con su hija Laura. En su trabajo, Roa deja claro que
entre quienes despidieron su duelo, figuró, en representación del Partido
socialdemócrata obrero ruso, Vladimir Ilich Lenin.
Pienso que este deseo de Alfredo tenía mucho que ver con
la restauración del marxismo, del socialismo, en que estaba también enfrascado,
como medio imprescindible para construir la sociedad a que aspiramos:
socialista, democrática, culta, próspera y, según el dictum martiano,
“con todos y para el bien de todos”.
El pasado 19 de abril hizo un año exacto del día en que
Alfredo nos dejó, “ligero de equipaje” pero pletórico de sueños y optimismo; por
eso no le lloramos entonces, ni ahora: su duelo fue, como quiso el poeta, de
labores y esperanzas; los yunques sonaron, enmudecieron las campanas. Y
Alfredo, su obra realizada y escrita, nos ayudan hoy a iluminar el camino para
seguir andando hacia un mundo mejor.
La Habana, 17.04.14