Por Leonardo Padura,
Premio nacional de Literatura 2012.
Desde hace unas semanas, unos vecinos están ensayando lo que seguramente será el ambiente sonoro de sus fiestas de fin de año. Y no uso el plural por descuido: estoy convencido de que será más de una fiesta, o sea, se convertirá en algo que durará más de un día, con muchas horas en cada ocasión. Porque ya se sabe que, pese a las dificultades, somos un pueblo esencialmente alegre, extrovertido, gregario y nos encantan las fiestas.
Incluso si no tenemos motivos para hacerlas. Pero, sobre todo, nos gustan muchísimo si las personas que viven en nuestro entorno se enteran de que estamos en jolgorio. Y no hay mejor método para conseguir ese conocimiento que atronar a esas personas (a las que nunca se les pregunta si quieren “participar” de la “actividad”) con música. Y la música festiva en la Cuba contemporánea no puede ser otra que el reguetón. ¡Así que vamos a divertirnos a ritmo de reguetón!
Justo alrededor del reguetón y de la diversión buscada a toda costa, se han producido al menos dos acontecimientos significativos en las últimas semanas. Uno terminó con sangre, cuando un grupo de jóvenes adictos a ese género musical, al parecer descontentos con la música que se le ofrecía por parte de unos trasnochados trovadores, exigieron de tal modo el cambio de melodía que las cosas escaparon de control y hubo peleas y heridos que terminaron siendo atendidos en un hospital.
El otro, según he leído, es un video que circula por el país con la actuación de dos reguetoneros famosos, de los más seguidos y escuchados en Cuba, que como parte de su multitudinaria actuación, suben al escenario a una joven discapacitada y practican con ella un juego erótico en pleno escenario, mientras repiten: “Tu sabes que estamos locos, tú sabes que estamos mal”…, siempre según la versión que he leído y que me atrevo a creer.
Estos dos botones de muestra de los extremos a los cuales llega el ambiente que se puede crear alrededor del reguetón y el hecho de que en muchos barrios de La Habana, aunque no estemos interesados en oírlo, tenemos que oír reguetón, hablan del arraigo, persistencia y los modos en que se puede revelar la preferencia por el referido género, dicen que musical.
Pero no nos llamemos a error. El reguetón en sí no es el culpable de lo que ocurre a su alrededor, pues ni siquiera se le puede culpar de que por su capacidad musical haya calado, del modo en que lo ha hecho, en el gusto de jóvenes —y no tan jóvenes— moradores de la Cuba de hoy. Porque el reguetón, en sentido estricto, no es una causa, sino una consecuencia. Y cuando se le analiza, en tanto fenómeno social, muy poco se habla de las verdaderas razones que lo aúpan y provocan las emanaciones, incluso violentas y lascivas, que se producen en su cercanía.
Como cualquier manifestación artística de gran alcance en el gusto de un colectivo, el reguetón es la expresión de una coyuntura social, política y económica de la cual germina y a la cual, digámoslo así, le da rostro y voz. Más o menos lo mismo que ocurrió hace veinticinco siglos con el teatro entre los griegos, o hace cuatro en la Inglaterra isabelina de Shakespeare y compañía, o, para no ir más lejos, hace apenas media centuria con la beatlemanía. El gran éxito de público de estas manifestaciones artísticas respondió a necesidades espirituales y circunstancias sociales que encontraron en determinadas formas de quehacer cultural una forma de encausar sus expectativas y su entendimiento del mundo al cual sus consumidores y creadores pertenecían y expresaban.
Como mismo los “narco-corridos” mexicanos son frutos de la realidad del narco tráfico, el reguetón cubano es el hijo menor de la crisis económica y social, que se convertiría en una crisis de valores, que explota en la Cuba de la década de 1990 y por varios años redujo las expectativas del país y de la gente a la más dramática y elemental lucha por la supervivencia. La generación que nace y crece en esos años, tiene una primera comprensión del mundo en ese ambiente oscuro, caluroso, empobrecido, del que nunca hemos vuelto a salir del todo. Son los años en que se disparan las ansias migratorias de cubanos y cubanas —luego del período de calma que siguió a la tempestad de El Mariel, 1980—, que se concretan por las más diversas vías y que engloban a todas las generaciones; los años en que se rompe el equilibrio entre salario y economía doméstica; en que se quiebra la pretendida estructura monolítica e igualitaria de una sociedad y comienza a producirse un distanciamiento de posibilidades, con personas que, no solo por su trabajo —o casi nunca por su trabajo— consiguen tener otras satisfacciones para sus necesidades; en la que los discursos y la realidad también se distancian; los años en que resurge la prostitución como empeño económico y en los que, por cierto, algunos timberos imprimieron sabor a sus actuaciones prometiendo recompensas en metálico… y unos jóvenes, hijos de todos esos y otros muchos traumas, comienzan a manifestarse de manera natural y propia. Una manera que, en lo económico y lo social, se mueve hacia la fatuidad y lo visible —formas de vestirse, de agredir el cuerpo con piercings, tatuajes y el consumo de drogas, con el uso de celulares cuyo funcionamiento supera las posibilidades reales (que no sé a estas alturas cuáles son) de casi todos los cubanos, con la exhibición de símbolos religiosos durante años estigmatizados y, por tanto, ocultados, etcétera— y en lo espiritual y lo cultural hacia lo agresivo, lo discordante, lo que niega algo: y en ese territorio vino a caer, como semilla propicia, el ritmo del reguetón y su poética —si pudiera calificarse así.
Se me podrá argumentar -y con razón- que no toda la juventud cubana de estos tiempos se expresa y siente de esa manera. Pero no es posible negar que muchos jóvenes sí lo hacen y que ya hoy esas actitudes son (o deberían ser) una preocupación, más que social o artística, definitivamente política. Porque lo que encarna y se manifiesta a través de expresiones como el reguetón y otras cercanas a él, en su espíritu e intenciones, no representa solo un deseo generacional de distinguirse y encontrar su espacio en el mundo: constituye, por sus connotaciones, un síntoma de descomposición.
Cuando se clama por soluciones drásticas, como el control de lo que se difunde y promueve por los medios —recuerden la historia del “Chupi-chupi”, revitalizada por los sucesos violentos de hace unas semanas—, apenas se está tratando de atajar una consecuencia —y creo que sin demasiado éxito. Resulta para mí evidente que la mirada debería dirigirse más hacia las causas, que están aferradas a un estado social y económico que no ha conseguido devolver una lógica a las relaciones entre los individuos y a sus vías de expresión y realización.
Las que suelen llamarse “indisciplinas sociales” —entre las que casi nunca, por cierto, se incluyen manifestaciones como ese espíritu festivo que a algunos ciudadanos nos está agrediendo con toda su intensidad en este fin de año— solo son brotes de una inadaptación social provocada por la ruptura de ciertos equilibrios.
Recuperar esos equilibrios no será fácil, pues no se logrará solo con decretos, sino que se necesitan acciones que acerquen más a la política y a la realidad, a la economía y a la vida, porque de lo contrario la realidad y la vida seguirán moviéndose por sus caminos, que a veces pueden ser turbulentos, bulliciosos y discordantes… bueno, como un reguetón reproducido a todo volumen a las dos de la madrugada.
Tomado de: http://www.ipscuba.net/index.php?option=com_k2&view=item&id=6117%3Afin-de-año-a-golpe-de-reguetón&Itemid=11
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(tomado de Página 12, Argentina) |