(A propósito de la visita del Papa)
El cristianismo es una religión lo suficientemente universal como para arraigarse en cualquier sitio del mundo. Se trata del alma eterna del ser humano que busca perpetuarse más allá de la vida, o que busca en verdad una vida que no acabe. Don Miguel de Unamuno había sido socialista y marxista en los primeros tiempos de su evolución espiritual; más que enfrentarse a la creencia en lo sobrenatural, este hombre, educado desde niño por la iglesia española reaccionó contra un conformismo de un Cristo que mostraba apenas los visos de su derrota terrenal:
¡Y tú, Cristo del cielo,
redímenos del Cristo de la tierra!
Pero en su vejez volvió a las creencias religiosas cuando rezó “al dios que no existes”:
“ porque si tú existieras, existiría yo también de veras.”
La existencia en Dios es la garantía de la eterna existencia del hombre.
Antonio Machado, que no renunció al socialismo en su vejez, como Unamuno, sino que se hizo socialista al calor de la batalla del pueblo español por la República, no quiso cantarle al Cristo crucificado, al Cristo que predica la resignación, sino al que se hace acción:
“!Oh no eres tú mi cantar,
no puedo cantar ni quiero
a ese Jesús del madero
sino al que anduvo en el mar!”
El hombre puede buscar como el ilustre autor de Doña Perfecta, la vida más allá de la muerte, pero puede perseguir también la justicia en la vida –lo que parece casi tan difícil como vivir para siempre- y no fue raro que el cristianismo original que llega a Roma, se convirtiera en la religión de los esclavos.
Las antiguas religiones aristocráticas proclamaban la continuación de las jerarquías de la vida más allá de la muerte. El griego iba a los Campos Elíseos, al morir si era noble, pero el plebeyo era precipitado en el Orco.
El cristianismo proponía un juicio al alma humana que no tenía que ver con su estatus en la vida . El alma era juzgada por su respeto a valores como la bondad, la caridad, la justicia que podían corresponder al hombre de cualquier jerarquía terrenal. La iglesia, en su evolución ha acuñado la palabra redención para designar la salvación del alma por la fe, pero en la Roma esclavista la palabra latina redemptio significaba la liberación real de un esclavo. Es decir que lo que originalmente era una palabra muy comprometida y que implicaba la negación del sistema esclavista se convirtió en un término místico que solo aludía a la inmaterial salvación del alma. Dicen los teólogos de la liberación que, un poco a la manera de Don Antonio Machado, han querido devolverle al cristianismo su primitiva condición beligerante, que cuando Cristo dijo en Los Evangelios “mi reino no es de este mundo”, la palabra griega (esa es la lengua original de Los Evangelios), que significa mundo, no alude al mundo natural sino al modo de organizarlo. Esto es, esa palabra más que mundo quiere decir sistema, por lo que cuando Cristo lanzó esa expresión terminante, estaba refiriéndose al modo injusto en que los hombres han organizado la vida, tan injusto, que permitía la esclavización de unos hombres por otros.
Afirman asimismo que la palabra griega que significa “caridad” significa también “justicia”.
La caridad ha sido rechazada por los que la entienden como la merced que el poderoso brinda al que no tiene nada. Los primitivos discípulos de Jesús creían entonces que cuando el rico se desprendía de lo que le sobraba para entregarlo, al que nada tenía estaba haciéndole justicia. Cuando en Los Evangelios un hombre rico le pregunta a Jesús qué debe hacer para ganar la salvación, este le dice: “da todo lo que tienes a los pobres y ven conmigo”. El rico no quiso y Jesús concluyó que “más fácilmente pasará un camello por el ojo de una aguja, que entrará un rico en el reino de los cielos”. Porque la sugerencia de Jesús no estaba destinada a ayudar a los pobres, sino a salvar el alma del rico. La iglesia cristiana era una iglesia perseguida y pasó a ser la institución que el emperador Constantino encontró para unificar a los vastos, disímiles pueblos que se reunían en el imperio romano. No podía unificarlos por sus lenguas, por sus costumbres, por sus culturas, pero sí bajo el amparo de esa religión mística, universal, que no se reconocía como propia de una única comunidad elegida, sino como patrimonio de todos los seres humanos.
La iglesia, que pasó de ser perseguida a instrumento ideológico del poder, fue contrayendo compromisos que a veces limaron sus aristas más rebeldes pero que no consiguieron anular la potencialidad imaginativa que descansa en la figura de Cristo. Es una personalidad diversa, compleja, polivalente que puede albergar el espíritu del luchador que moría en las arenas del Coliseo Romano sin renunciar a sus creencias; al Ga-Nozri que Mijail Bulgakov nos presentó en El maestro y Margarita, que estremecía las no muy firmes convicciones de Poncio Pilatos. O incluso el hippie de Jesucristo superstar, surgido allá por los años 60 del pasado siglo, cuando unos descreídos (los descreídos lo son porque creen en otra cosa) decidieron que era mejor desvincularse de los valores de una sociedad que postulaba que para conservarse había que ir a masacrar hombres en el sudeste asiático, que un negro no valía lo mismo que vale un blanco. No es extraño que uno de los principales impulsores de la igualdad racial en los Estados Unidos haya sido el pastor cristiano Martin Luther King.
Esos son valores del ser humano, valores que el cristianismo ha calibrado y que persisten aún cuando el hombre deja de creer en la salvación del alma, porque de alguna manera también el alma se salva.