Hermann Bellinghausen
Para Matías
La lancha inflable, es justo llamarla balsa, donde iba con los Pérez al encuentro de las ballenas me parecía, la verdad, poca cosa. Cómo no sentir aprensión. Digo, he avistado y rondado ballenas varias veces, en distintas latitudes del Pacífico, siempre en navíos de cierta envergadura: barcos pesqueros, yates, lanchas con motor fuera de borda. Pero esa cosita. Y ni pensaron en salvavidas o lámparas. Antes di que no embarcaron las tumbadoras. Ya las pondría el océano. Sólo verlos tan confiados me tranquilizaba. Un poco. ¿Sería que sabían lo que estaban haciendo? Remar la mar toma rato. Los Pérez lo hicieron cerca de una hora antes de alcanzar el jardín flotante de los cetáceos, que se agasajaban al cobijo de la luna.
Desde la balsa no era
posible verlas, al principio. Orientados por la luna, los remeros, turnándose,
siguieron el rumbo correcto. De pronto se detuvieron. Ángel levantó una mano,
indicando atención, silencio.
–Aquí andan cerca,
agárrense.
De por sí yo venía bien
agarrado de unos lazos para eso que tenía la balsa. Hasta me dolían las manos.
Estaba preparado cuando saltaron dos ballenas jorobadas de cuerpo entero, una a
cada costado nuestro, con las aletas en cruz de abandono dorsal, y se volvieron
a sumergir en una hecatombe de espuma. Repitieron la rutina varias veces,
tamborileando. Eran las hembras. La agitación de la balsa alcanzó varios metros
de altura. Se me fue el aliento. Los demás gritaban y silbaban como en un
rodeo. Dos ballenas más, los machos, asomaron la cola. Eva Pérez, empapada como
todos de agua salada y luz de luna, me gritó al oído:
–Ahora van a cantar.
Ángel alzó su mano
imperativa otra vez. Era como si se conocieran, las ballenas y los Pérez. Nunca
vi algo parecido. En cierta ocasión, recorriendo las islas San Juan, entre los
estrechos de Georgia y Juan de Fuca, en la frontera de Canadá con el estado de
Washington, el matrimonio que en esa oportunidad servía de guía fue capaz de
presentar toda una familia de orcas, que son delfines grandes, las llamadas
asesinas (de ballenas), habitantes de un rincón de la isla Orca. Poseían nombre
propio, edad y personalidad, y eran amigables como el pan. Humanos y orcas se
conocían de años. Pero aquello sucedía en un estrecho, un nido recurrente, y
esto ahora era el mar abierto del sur. Las probabilidades de encontrar un grupo
conocido de animales (o de personas) son infinitamente menores.
Por si quedaba algo de
qué sorprenderme, Noé sacó de una mochila, en la que no había yo reparado, un
aparato que consistía en un cable con un extremo pesado, el micrófono, y en el
otro extremo una bocina de aspecto sólido. Lanzó el micrófono como si fuera un
ancla. El mar, quieto. Las ballenas, imperceptibles. La balsa, suspendida.
Nadie se soltó. Entonces, por la bocina, y juraría que también por el aire, se
dejó escuchar un canto como de los Swingle Singers (¿quién se acuerda de los
Swingle Singers?) pero bestial, con la resonancia de un violonchelo.
Las suites de
Bach vienen a ser una sublimación de esa materia prima jorobada, que parecería
más afín a la música moderna, donde hubo sitio para un chillido, una
ventosidad, un grito, una cuchufleta, y también para los exquisitos tonos altos
de un ser vivo poseído por alguna clase de emoción intensa. Sin embargo, el
viejo pecho matemático de Bach algo supo de ese canto que nosotros no. Aullidos
de lobo. Tripas de gato en sordina, sumergidas. Ondas Martenot.
Casi no se les ve cuando
se les oye, si acaso sacan las aletas caudales, pues le cantan al fondo del
océano para que las oigan las ballenas del otro lado del mundo. Trepidan más
hondamente que una vaca o un elefante despavorido. Y no relinchan. Además, lo
suyo tiene propósito, como la música humana. Nada de a tontas y a locas como
las aves, meras cajitas musicales si se les compara con el órgano tubular de
las ballenas sobre las bóvedas inabarcables.
La coreografía, si así
la podemos llamar, de las jorobadas esa noche repetía sospechosamente la de los
Pérez horas antes en la playa. En círculo alrededor de la balsa, parsimoniosas,
cuatro adultas y una cría bailaban y cantaban contra la ley de las
probabilidades una cantata que ponía en aprietos a la escala tonal.
Me pasaría la noche
buscando palabras y símiles para esos sonidos, sin rozar el sentido de su
posibilidad. Literatura y mitos de Japón, Gales, el Ártico, Norteamérica o
Escandinavia trata siempre de la cacería y el descuartizamiento del vasto
bosque habitado que es una ballena. Pero Linda Hogan, poeta chicksaw, vio una
vez una ballena que todavía no era ballena, “conservaba la sombra de un rostro
humano”. Menos mal. Si nos fiamos de las historias y poemas existentes,
concluiremos que la humanidad se la ha pasado sacrificándola, sin escuchar sus
magníficas cantatas sobrehumanas.
Eva saltó al agua y nadó
un rato cerca de ellas. Amanecía cuando regresamos a la playa; pero eso a quién
le importa.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2013/06/24/opinion/a11a1cul