Palabras pronunciadas por Jorge Fornet con motivo del 65 aniversario de la Casa de las Américas. Sala Che Guevara, 27 de abril de 2024
Se cumplen mañana 65 años de la fundación de la Casa de las Américas, cifra inimaginable para quienes llegaron aquí en 1959 y a la que hoy aludimos como si se tratara de lo más normal del mundo. Y aunque también nos parezca natural, no deja de resultar sorprendente que entre las primeras medidas tomadas por el Gobierno revolucionario, o mejor dicho, que entre las primeras medidas revolucionarias tomadas por el nuevo Gobierno, estuviera la creación de la Casa, precedida por la del Icaic y la Imprenta Nacional. Todavía la Revolución no era plenamente la Revolución, todavía Urrutia era presidente de la República y no se había promulgado la Primera Ley de Reforma Agraria, y ya la cultura comenzaba a levantarse sobre nuevas bases. En lo que respecta a la Casa, además, hay una particularidad adicional. La fundación del Icaic y de la Imprenta Nacional eran, por decirlo así, previsibles; de hecho, suponía la consumación de viejos anhelos, y ambos nacían como instrumentos para fomentar producciones concretas, ya fuera de películas o de libros destinados al nuevo público que apenas comenzaba a gestarse. La creación de la Casa, más abstracta en sus objetivos, implicaba un acto de imaginación mayor, remitía a nociones como integración, independencia, intercambio, comunidad, etcétera. Pronto se demostraría que tales abstracciones arrojarían resultados tangibles.
A la entrada de este edificio, al pie de la majestuosa escalera que nos conduce hasta aquí, se lee: “Esta es la Casa de Haydee Santamaría”. No estaba escrito en ninguna parte que el destino de aquella mujer excepcional, de escasos estudios formales y vinculada desde la primera hora a la lucha revolucionaria (hermanada con Fidel antes, incluso, de que fuera Fidel), pudiera estar asociado a cualquier idea de lo que sería este lugar. Eso que, en gran medida gracias a ella, estaba a punto de ocurrir en este sitio de misión incierta, nadie podía haberlo imaginado. Sin embargo, muy pronto se fue dibujando el perfil de la institución, al que la historia –o, más precisamente, la casi inmediata hostilidad de los gobiernos de la región– obligó a pasar a la ofensiva.
Lo cierto es que aunque el protagonismo de Haydee no ha sido disputado por nadie y que ella sigue ocupando el lugar preminente que le corresponde, es justo reconocer que esta es también la Casa de Mariano, de Roberto, así como de los centenares y centenares de trabajadores que –en un arco que va de figuras como Ezequiel Martínez Estrada y Manuel Galich a los compañeros y compañeras de más modesta responsabilidad– han contribuido a hacer de ella lo que es.
Esta es además, como le gustaba repetir a la propia Haydee, la Casa de todos los intelectuales y amigos que, desde cualquier punto del planeta, han tomado parte de un modo u otro en este empeño, así como la de quienes durante décadas han recibido los mensajes de la institución o se mantienen al tanto de su quehacer. Muchísimo antes de que el universo digital nos permitiera multiplicar el número de destinatarios, ya las publicaciones y la voz de Cuba llegaban, gracias al trabajo de divulgación de la Casa, a miles de personas en noventa países de los cinco continentes, las cuales no conocían de nuestra Isla más que una dirección postal: Tercera y G, El Vedado.
Y desde luego, es también la Casa de quienes asisten a las actividades que aquí se realizan, así como de los estudiantes que han crecido entre las revistas y libros de nuestra biblioteca. (Por cierto, ahora mismo se exhibe en la Galería Latinoamericana, como parte de una peculiar exposición, el carnet de usuario de Roque Dalton.) No deja de ser, incluso, la Casa de los turistas que cada día se toman fotos a la entrada, ante el nombre fundido en letras de bronce, simplemente para dar fe de que pasaron por este lugar legendario.
Haber consolidado un proyecto y un equipo capaz de llevarlo adelante, mucho más allá de su propia desaparición física, es uno de los tantos méritos de Haydee. Las vidas de quienes hoy hemos sido galardonados están atravesadas en mayor o menor medida por su presencia y su pasión. Entre nosotros hay quienes tuvieron el privilegio de trabajar durante años a su lado; otros pudieron conocerla y llevar adelante encargos que la involucraban. Sin embargo, la mayoría de los presentes, incluso entre los condecorados, nunca la vieron en persona. No importa: a unos y otras los une la fidelidad a eso que Mariano solía llamar el espíritu de la Casa, esa vocación propia de quienes trabajan aquí, debida no a un feliz azar, sino a un compromiso heredado de generación en generación.
Me permito la libertad y la osadía de hablar como parte de quienes reciben hoy las medallas Haydee Santamaría y Alejo Carpentier, y la Distinción por la Cultura Nacional, simplemente para expresar el agradecimiento de todas y todos, porque sé que estar hoy ante este Árbol de la vida que nos acompaña y simboliza desde hace medio siglo, es un orgullo compartido. Cuando la medalla que lleva el nombre de nuestra fundadora fue entregada por primera vez en 1989 (mañana se cumplirán exactamente 35 años), Mario Benedetti tuvo a su cargo las palabras de agradecimiento en representación de aquel grupo extraordinario. Años después evocaría a Haydee, al decir que ella “enriqueció mi vida cuando trabajábamos juntos”, y que “[e]n las conversaciones con que matizábamos el trabajo […] habrían de madurar (al amparo de Martí, a quien ambos admirábamos) mis opiniones sobre el papel del escritor y el artista latinoamericanos ante su pueblo y ante sí mismos. Ella lo tenía bien claro, e irradiaba esa claridad”. Al influjo de esa misma claridad hemos crecido.
Aunque la Casa nació oficialmente el 28 de abril, su primera actividad pública –como es sabido– tuvo lugar poco más de dos meses después, el 4 de julio, con un concierto de dos músicos estadunidenses. Ese gesto parecería coherente con el espíritu panamericanista de las instituciones que habían coexistido hasta poco antes en este edificio y con el propio nombre de la recién nacida. Pero para entender el proceso que estaba teniendo lugar tanto en el país como dentro de estas paredes, ese hecho debe ser contrastado con lo ocurrido apenas veinte días después, cuando la Casa fue inundada por un nuevo y protagónico sujeto.
Un mes antes de que ello ocurriera, desde Caracas, Alejo Carpentier había publicado en su sección Letra y solfa, de El Nacional, un artículo en el que adelantaba: “pronto, 50 000 guajiros a caballo, con sus sombreros de guano, sus guayaberas, zapatos de vaqueta, mochilas y machetes, desfilarán –¡oh, manes del Cucalambé!– por las calles de esta jubilosa Habana de 1959, ciudad que no asistió a parecido espectáculo desde la entrada del chino Máximo Gómez, en los albores de la República”. Centenares de aquellos guajiros descritos por Carpentier pasaron por aquí. Una fotografía mucho menos célebre que El Quijote de la farola, de Korda, pero no menos evocadora, los muestra comiendo en esta misma sala; en otra, mezclada con ellos, aparece Haydee. No se entiende la tarea que la Casa estaba comenzando a asumir, si se pasa por alto que parte de su sentido fue integrarse de manera orgánica a la convulsión revolucionaria, y expandir el alcance de sus destinatarios.
Coincidiendo, por cierto, con la llegada de los guajiros a La Habana anunciada en sus palabras, Carpentier regresó definitivamente a Cuba justo a tiempo para ser testigo de la primera celebración popular del 26 de julio. De inmediato se involucró en la vida cultural del país y entre las primeras tareas que asumió estuvo su decisivo aporte en la concepción y organización de nuestro Premio Literario. Y fue tal la eficacia del concurso, que apenas un año después de iniciado, en el discurso que pronunciara en la Conferencia de Punta del Este en 1961, el Che lo mencionaría como prueba y ejemplo del modo en que Cuba propiciaba la “exaltación del patrimonio cultural de nuestra América Latina”. Desde entonces y hasta su muerte, Carpentier permanecería vinculado a la Casa. De manera que, para algunos de nosotros, recibir aquí la medalla que lleva su nombre entraña un inmenso honor.
Si bien la Casa de las Américas adquirió muy pronto vida y personalidad propias, ella expresó, en el plano de la cultura, preocupaciones y miradas afines al proyecto político de la Revolución cubana. Roberto Fernández Retamar resumió en cierta ocasión su logro mayor:
Si alguna cualidad positiva tiene la Casa que Haydee hizo, la Casa de las Américas, es la de ofrecerse como sitio de encuentro de dos líneas poderosas que atraviesan la gran nación aún despedazada que somos: la línea que reclama nuestra plena independencia y nuestra integración (es la línea de Bolívar, Sandino, Fidel o el Che), y la que, con pareja energía, anda en busca de nuestra expresión, para usar términos clásicos de Pedro Henríquez Ureña: una expresión que ya empezó a ser nuestra en viejas piezas y músicas, en el Inca Garcilaso, en Sor Juana, en el Aleijadinho. Allí donde ambas líneas se fusionan, arden obras mayores, a la cabeza de las cuales se encuentra la de José Martí.
Años antes, un crítico como Emir Rodríguez Monegal –a quien no es fácil acusar de simpatizante de la Revolución ni de la Casa–, reconocía el papel de ambas en el desarrollo del llamado boom de la narrativa latinoamericana: “A veces se olvida […] que el triunfo de la Revolución Cubana es uno de los factores determinantes del boom”, expresaba, para añadir luego que las circunstancias políticas proyectaron al centro del ruedo internacional a la Isla y, con ella, a todo el continente. Además de afirmar que el gobierno cubano “asume una posición cultural decisiva y que tendrá incalculables beneficios para toda América Latina”, Monegal reconocía que la Casa de las Américas, “por algunos años se convertirá en el centro revolucionario de la cultura latinoamericana”, gracias a su revista, su Premio y sus libros.
Abro un pequeño paréntesis para recordar que desde sus inicios la Casa desbordó su misión cultural y nuestra área geográfica para volcarse, además, en compromisos políticos como el apoyo a Vietnam y a la descolonización de África en los años sesenta y setenta, o a Palestina ahora mismo. También ha sido notable su respaldo a causas humanitarias. Tenemos un temprano y curioso testimonio de esta solidaridad (cierto que un testimonio algo irritado), gracias a una carta del crítico Manuel Pedro González dirigida a Portuondo, entonces embajador en México. Escrita desde el Hotel Presidente, según presumo, está fechada el 26 de mayo de 1960, cuatro días después de que un devastador terremoto asolara Chile. Aunque la carta se extiende por varios párrafos, comienza así: “Querido José Antonio: // Dudo que pueda terminar estas líneas. A dos cuadras, en la Casa de las Américas, frente a mi ventana, han instalado un alto –altísimo– parlante demandando ayuda para las víctimas de Chile y es difícil concentrarse. Trataré de hacerlo”. Si bien no solemos asociar a la Casa con el bullicio urbano, del que más bien es víctima, la anécdota da fe de cierta temprana ruptura del orden cuando la ocasión lo ameritaba.
Pero volviendo a nuestro tema esencial, para que esta institución llegara a ser lo que es, contó desde sus inicios con la participación entusiasta y la colaboración generosa de escritores, artistas y, más adelante, de instituciones de esta y de otras regiones. Unos y otras contribuyeron de manera decisiva al alto grado de excelencia y la repercusión internacional de este dinámico centro, tanto como a cimentar un patrimonio artístico, documental, sonoro, bibliográfico y editorial de enorme valor. A tal punto la Casa ha desarrollado una intensa labor en el campo de la literatura, la música, el teatro y las artes plásticas, por la que es reconocida internacionalmente, que a veces se olvida que ha sido también un punto de referencia para el pensamiento latinoamericano y caribeño; e incluso el producido en sitios lejanos y en otras lenguas, como el que durante décadas encontró un centro irradiador, desde la Casa, en la revista Criterios, realizada por Desiderio Navarro. Y ha sido, al mismo tiempo, un puente y lugar de encuentro en el que se han tejido, a lo largo de estas décadas, importantes redes intelectuales y profundos afectos. El propio Benedetti, al volver de Cuba después de su primer viaje a la Isla en 1966, le escribió a Retamar una primera carta en la que confesaba: “ustedes tienen un modo muy particular de invadirle a uno el corazón y hacer que uno sienta, a los pocos días de haber llegado, la confianza y la alegría de una amistad sólidamente cimentada”; y añadía: “desde ahora todo ese mundo es también un poco el mío”.
Intentaré evitar, sin embargo, sucumbir a la embriaguez de la nostalgia, dado que es fácil en un caso como este echar mano a una historia y unos colaboradores excepcionales que justificarían por sí mismos la labor de la institución, cuando lo importante es ver un proceso, entender sus claves y evaluar su pertinencia en el mundo de hoy. Aun así, no puedo desentenderme del hecho de que por estas salas y pasillos han andado millares de los hombres y mujeres más notables de la literatura, las artes y la reflexión en la América Latina y el Caribe, y también de otros continentes, incluidos premios Nobel que todavía no lo eran como Asturias, Neruda, García Márquez, Soyinka, Cela, Dario Fo, Saramago y Vargas Llosa. De la relación con esos miles queda un aluvión de cartas que rebasan su enorme valor como manuscritos para dar fe de una época llena de pasión y de contradicciones. Por eso nos pareció involuntariamente gracioso que el año pasado, con motivo del centenario del escritor italiano Italo Calvino, alguien sugiriera colocar en algún lugar visible de este singular edificio una de esas placas en las que se lee: “Aquí estuvo…” o “Por aquí pasó…”, para señalar que la Casa fue uno de esos sitios importantes vinculados con el escritor. Aquella era una petición irrealizable porque antes hubiéramos tenido que tapizar las paredes del edificio, de arriba a abajo, con miles de placas similares.
Junto a ellos, por supuesto, también han recorrido estos espacios Martín Fierro y Blas Cubas, Doña Bárbara y Pedro Páramo, Ti Noel y Caliban, José Cemí y el Macho Camacho, Juanito Laguna y Ramona Montiel, Santa Juana de América y el Pagador de promesas, la Maga y Aureliano Buendía, Amanda y Manuel, Mafalda y Anansi, Beatriz Viterbo y Arturo Belano, así como tantísimos personajes más que nos siguen acompañando.
Otros visitantes han encontrado en la Casa un lugar de referencia a la hora de generar proyectos similares. En 1988 el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro llegó a Cuba como parte del propósito que lo llevó a otros países latinoamericanos: establecer o afianzar contactos y conseguir colecciones de arte popular, libros, discos y películas para el acervo del naciente Memorial de América Latina, que pronto se fundaría en São Paulo. En esa ocasión, acompañado de Eliseo Diego, visitó la Casa para formalizar la relación entre ella y el Memorial. La carta que le escribió a Retamar a su regreso a Río de Janeiro, no tiene desperdicio. Comienza con una humorada no muy adecuada a la sensibilidad de hoy, que alude a las muchas y eficientes mujeres que trabajaban en la Casa (a las que el pintor chileno Roberto Matta llamaba «las Casadas de las Américas»); no obstante la repetiré, porque está escrita desde el cariño, y porque varias de las aludidas se encuentran entre las galardonadas: “Fueron lindos mis días en Cuba. Les agradezco mucho a ti y a tu extraordinario equipo. ¿No quieres prestarme a tus muchachas? Con ellas aquí, el Memorial de América Latina podría incluso funcionar”.
El propio Matta había llegado a La Habana un cuarto de siglo antes, en febrero de 1963, invitado por la Casa. En aquel productivo viaje de varias semanas, realizó Cuba es la capital, el mural que desde entonces se encuentra a la entrada de este edificio. Al reseñar la visita, Edmundo Desnoes recordaría que cuando Matta llegó apenas habían transcurrido “cinco meses del bloqueo naval con el que Estados Unidos pretendió asfixiarnos”, lo que provocó escasez de materiales para los artistas, de modo que el pintor decidió emplear cal y “la propia tierra cubana” extraída del jardín. Contaría entonces Matta que Eusebio, el trabajador de la Casa que le llevaba los cubos llenos de tierra, le dijo que eso nunca se había visto en Cuba: “Sentí que yo [añadiría Matta] estaba abriendo una visión a otro hombre, quitándole prejuicios, mostrándole posibilidades”.
Por esas mismas fechas se encontraba entre nosotros, como jurado del Premio Literario, Julio Cortázar. Aquel viaje, confesaría después, cambió su vida y le permitió cobrar conciencia de su condición latinoamericana. En la única carta escrita desde La Habana esa vez, dirigida a su amigo Eduardo Jonquières y fechada el 22 de enero, le cuenta: “No te escribo largo porque la Casa de las Américas no me deja” por los compromisos y las “montañas de libros y revistas” que le entregaba. Promete hablarle más adelante sobre la Revolución, pero comenta el frenesí de los intelectuales cubanos “trabajando como locos, alfabetizando y dirigiendo teatro y saliendo al campo a conocer los problemas… Huelga decirte que me siento viejo, reseco, francés al lado de ellos”. Cortázar, que no tiene un pelo de ingenuo, añade: “no cierro los ojos a las contrapartidas, pero no son nada frente a la hermosura de este son entero de verdad”. Y da fe, entonces, del difícil momento que le correspondió ver: “Qué tipos, che, qué pueblo increíble. El bloqueo es mostruoso. No hay remedios, ni siquiera unas pastillas para la garganta. Se hacen prodigios para combinar el arroz con los boniatos y los boniatos con el arroz”.
Al recordar esos otros momentos escarpados, no puedo pasar por alto que vivimos tiempos particularmente difíciles, en los que no solo nos asedian carencias materiales de todo tipo y que el bloqueo (aquel mismo bloqueo) sigue en pie, sino también la fatiga propia de la batalla que se alarga. Por si fuera poco, el horizonte latinoamericano, para no hablar del mundial, vive días turbulentos. Es grato y es cómodo el trabajo de la Casa con el viento a favor, cuando –por ejemplo– la mayor parte de los gobiernos de la región sintonizan con la aspiración de la unidad, y se facilita el intercambio de ideas. En tiempos de crisis y de gobiernos que explícitamente intentan dinamitar la noción misma de unidad latinoamericana y caribeña, ese trabajo es más difícil pero también más necesario.
El ya citado Carpentier comentó que todo escritor y todo artista se ha preguntado alguna vez qué sentido tiene su trabajo creativo. En un mundo en el que existe tal cantidad de obras extraordinarias que no alcanza la vida de una persona para abarcarlas, ¿qué razón tiene perseverar en la tarea? Seguramente a buena parte de nosotros –en tanto representantes de una institución– nos ha asaltado una pregunta similar. Pero entonces se hace inevitable pensar que aún somos necesarios porque el arte y la literatura llevan en sí la curiosa paradoja de que nos sustraen del mundo para permitirnos entenderlo y entendernos mejor; porque el pensamiento puede angustiarnos a la vez que nos hace más libres, y porque la Casa debe seguir siendo una alternativa a lo que parece ser el sentido común de nuestro tiempo. Hay, a la vez, llamados de los que no podemos apartarnos, como el hecho –pongamos por caso– de que se cumplirá en diciembre el bicentenario de la batalla de Ayacucho, que selló la independencia hispanoamericana en territorio continental, y nos corresponde conmemorarlo, puesto que se trata de un hito (también cultural) en la larga historia que nos ha traído hasta aquí. Y en medio de la incertidumbre uno recuerda las ocasiones en que, por falta de recursos, en lugar de detener el trabajo, otros han echado mano a la tierra que nos rodea, tanto en el sentido concreto que supieron otorgarle Matta y Eusebio, como en el metafórico que le daban nuestros mambises al decir que también la tierra pelea.
Más de una vez he pensado que el principal defecto de la Casa de las Américas es quizá su mayor virtud: la ambición permanente, su irrefrenable vocación de ir siempre más allá y desbordar fronteras. No me refiero a esa recurrente inclinación a enlazar opuestos, como transitar sin tropiezos –para atenernos a un ilustrativo ejemplo de 1967– entre dos momentos excepcionales y diversos de la creación poética: de la celebración del Encuentro con Rubén Darío, homenaje a uno de los mayores poetas de la lengua, a la realización del Encuentro de la Canción Protesta, al cual debemos, por un lado, la imagen de la rosa y de la espina diseñada por Rotsgaard (quizás el más reproducido de los carteles culturales cubanos), y, por otro, el nacimiento pocos años más tarde del Movimiento de la Nueva Trova. Pero no me refiero a eso, repito, sino a algo más programático.
Ayer mismo clausuramos un Premio concebido originalmente para escritores hispanoamericanos en los géneros literarios tradicionales. Era fácil acomodarse a ello y sostener el interés de los concursantes sin arriesgar nada. Pero pronto la Casa quiso más: incluir a los autores de Brasil, adoptar el género testimonio (decisión que provocó estas palabras de Rodolfo Walsh: “creo un gran acierto de la Casa de las Américas haber incorporado el género testimonio al concurso anual. Es la primera legitimación de un medio de gran eficacia para la comunicación popular”), convocar la literatura para niños y jóvenes, asimilar a los autores caribeños no solo en las lenguas de las metrópolis sino también en los creoles de la región, aceptar como propios a los latinos residentes en los Estados Unidos, poner el foco en mujeres, negros, pueblos originarios. Y así sucesivamente, en una lógica que se repite en cada área de la Casa, en sus eventos y publicaciones. ¿Qué sentido tiene tanta locura? Pues esa locura forma parte de la capacidad de la Casa para fundar y reinventarse sin dejar de ser fiel a sí misma, y de su afán de redefinir y extender el concepto mismo de nuestra América, y de quienes hacen su cultura y su historia, más allá de los excluyentes límites que han pretendido imponérsele.
Hace exactamente treinta años, es decir, en 1994, se produjo en la Casa un inusitado recambio generacional. Por acuerdo colectivo, cuatro compañeras y un compañero que ocupaban cargos de dirección tuvieron la visión y la generosidad de dar un paso al lado y emprender nuevas tareas dentro de la Casa; cuatro de ellos, por cierto, están siendo distinguidos esta mañana. En su lugar, cinco jóvenes nacidos, y sobre todo nacidas, en los años sesenta, y que por lo tanto son más jóvenes que la Casa misma, pasaron a ocupar las direcciones de Artes Plásticas, Biblioteca, Administración, Prensa y el Centro de Investigaciones Literarias.
Esa apelación a los jóvenes no era nueva. Protagonista del entusiasmo generado por la Revolución, era lógico que la Casa lograra nuclear a la mayor parte de las figuras que, en los años sesenta, estaban realizando lo mejor de la cultura del momento. Un desafío mayor significaba mantener el contacto y la capacidad de convocatoria entre quienes entonces apenas comenzaban a dar sus primeros pasos en el ámbito cultural. Consecuencia de tal desafío fue la celebración del Encuentro de Jóvenes Artistas Latinoamericanos y del Caribe celebrado en 1983, que convocó a escritores, artistas y científicos sociales, y que, visto en perspectiva, fue el antecedente más obvio del espacio Casa Tomada.
Cinco años después de aquella renovación generacional, al pronunciar las palabras inaugurales del Premio Literario de 1999, Retamar formulaba preguntas que, naturalmente, iban mucho más allá de preocupaciones sobre el concurso mismo:
¿qué van a hacer los jóvenes con el Premio Casa de las Américas? ¿Quedará como está? ¿Desaparecerá, entendiéndose que su misión ha sido cumplida? ¿Encontrará maneras creadoras de seguir prestando servicios? […] Hago estas preguntas en un momento de madurez de nuestro Premio y de nuestra Casa. Y, como he dicho, no anticipo contestaciones. Es más: quiero dejar las preguntas en el aire, con la certidumbre de que serán bien respondidas. Si hemos sabido ser los mismos y otros, si hemos vivido y sobrevivido a través de pruebas a menudo bien complejas, tropezando y volviendo a encontrar el paso, tenemos derecho a la confianza. Tenemos más: el derecho, y probablemente el deber, de volver a empezar.
Ha transcurrido un cuarto de siglo desde entonces. El hecho de que estemos hoy aquí significa que aquellas preguntas fueron bien respondidas y las preocupaciones encontraron adecuado cauce. Pero unas y otras se renuevan permanentemente, de manera que siguen en pie y toca a los jóvenes de hoy no olvidarlas. Como no debe olvidarse que la historia de la Casa puede ser contada como un relato de sucesos felices (más aún porque la ocasión celebratoria lo propicia), pero que también ha sido un campo de batalla erizado de pasiones y tensiones de todo tipo, donde estallaban polémicas y colisionaban puntos de vista, como inevitable corolario de su permanente toma de posición.
Premios, coloquios, exposiciones, conciertos, lecturas, debates, ediciones y espectáculos teatrales continúan con su perseverancia habitual. Escritores, artistas, pensadores y activistas de todos los sitios siguen viniendo a ella, habitándola y reconociéndola como propia. Son los hechos cotidianos que hacen de la Casa de las Américas lo que es. Mucho menos cotidiano y sí más excepcional es lo que está ocurriendo esta mañana. Deseo reiterar el agradecimiento de quienes hemos sido condecorados hoy. A todas y todos nos une el profundo vínculo con este sitio; el motivo que nos convoca permite reconocernos como miembros de la enorme familia de quienes, a partir de 1959, han sido tocados de un modo u otro por la Casa de las Américas, desde su inolvidable fundadora, hasta los hijos y nietos de aquellos guajiros que una vez, hace casi 65 años, inundaron esta sala.
Quiero concluir recordando que fue aquí mismo, en este sitio de la ciudad en que se erige el edificio que desde 1959 ocupa nuestra institución, donde se levantó la antena de 57 metros de altura que, a principios de 1905 y por primera vez en la historia de la humanidad, permitió realizar una conexión inalámbrica entre dos países, al enlazar a La Habana con Cayo Hueso, como preámbulo de sucesivas conexiones con estaciones de México, Puerto Rico y Panamá. Es difícil no sentirse tentado a leer el azaroso acontecimiento como una señal del destino porque la Casa de las Américas ha sido precisamente eso, una enorme antena para comunicarse con el mundo. Es un fortuito acto de justicia, entonces, que aquí donde nació una nueva forma universal de conectarse, creciera también una institución que hizo de ese propósito parte del sentido de su existencia.