Por Liena María Nieves
«Si continúo comprando dólares, ahorita Biden me da la ciudadanía americana». Martes 18 de mayo, en Facebook. El post generó más de 520 reacciones. Comentarios resentidos, sarcásticos, amargos o preocupados; a algunos les divirtió la «ocurrencia», otros hablaron de la boca negra de la inequidad social —apenas disimulable, como los moretones en un ojo, que se le ocultan al espejo bajo cinco capas de maquillaje pero que, no obstante, continúan doliendo—, y unos pocos, agobiados, dejaron colar su frustración en un espacio donde la empatía es más falaz que Judas.
Veinticuatro horas antes, al amanecer del lunes 17, cientos y cientos de personas habían ocupado varias cuadras de las calles Martí, Villuendas y Juan Bruno Zayas. ¿La misión?, acceder a Variedades Siboney, el establecimiento más amplio del boulevard santaclareño, reabierto hacía unos pocos días para ¡también! comercializar en MLC. Lo del escaneo previo del carné de identidad —una medida implementada por las fuerzas del orden para intentar acortarles la correa a los revendedores—, le dio cierta seguridad a quienes, simplemente, querían comprar productos para el consumo familiar. Error.
Fue un secreto a gritos que la lista ya había sido organizada, ¡desde el fin de semana!, por la red subterránea de siempre: los omnipresentes de la cabeza de la fila, «padres» de los combos que se proponían en las redes sociales a la media hora de abrir la tienda, y esperanza de los impacientes con bolsillo generoso, dispuestos a abonar 500 pesos por alguno de los primeros 30 números. ¿El control?, solo en teoría y, desafortunadamente, incapaz de trascender más allá de las buenas intenciones .
¿Qué queda entonces para los que no pueden dedicar las noches a aguardar hasta la mañana, en una acera u ocultos tras un poste, con tal de ser el uno en la entrada de la tienda? ¿Qué dejarían las hordas para el cliente 460, que debía comprar el viernes? ¿Y los que dependen únicamente de un salario o una jubilación, y tienen que dividir sus ingresos entre 60, 62, 65, porque nunca se sabe cuál será la tasa informal de cambio? O sea, ¿qué podemos esperar los que no lucramos con la necesidad generalizada?
La apertura de los establecimientos que venden en MLC coincidió con los que, pensábamos, serían los peores meses de la crisis sanitaria y económica, por lo que demonizar el dólar como el causante de una profunda brecha en la capacidad adquisitiva de la población, resultó una suerte de grito de Munch con el que muchos exteriorizaron sus ansiedades. Sin embargo, miles de familias cubanas se han beneficiado durante décadas con el auxilio monetario proporcionado por hijos, padres, hermanos y amigos residentes fuera de la isla, sobre todo, en los Estados Unidos, el país en el que vive más del 90% de los emisores de remesas hacia Cuba, ya sea por vías formales o no. Según los informes anuales del Banco Mundial y de varias consultoras privadas, entre el 2012 y el 2018 el monto en efectivo expedido se mantuvo en un rango ascendente que, al cierre del 2019 —incluyendo mercancías y cash— casi se había triplicado. De hecho, estas ayudas traspasaron el marco de lo estrictamente parental y se constituyeron como la principal fuente de financiamiento de varias de las más de 2000 actividades del trabajo por cuenta propia aprobadas por el Estado cubano.
Es decir, que el dólar (o su valor al cambio en CUC o CUP) ha campeado entre el Cabo de San Antonio y la Punta de Maisí desde hace mucho tiempo, solo que la economía nacional andaba como mula de seis patas con dos caminos a escoger. Hoy, ya Cuba unificó su moneda, pero entre los gastos e inversiones de toda índole generados por el azote de la pandemia, el cierre casi absoluto de las operaciones turísticas con el mercado foráneo, el colapso productivo, más las restricciones del gobierno de Trump, quien antes de que lo sacaran de la Casa Blanca con un puntapié histórico «amordazó» a la Western Union y dejó en apenas un goteo los vuelos comerciales regulares y chárters —de más de 12 980 operaciones en el 2019 a poco menos de 3000 en 2020—, la liquidez de divisas anda sedienta.
Lo sé, estas no son explicaciones de sobremesa para contentar el ambiente. No todos lo pueden entender, pero es la verdad. Agraviados, muchos hemos accedido a re-re-recomprar las mercancías que únicamente en una de esas tiendas se podrían encontrar. Un gel de baño para un niño con psoriasis no resulta un gasto superfluo, como tampoco lo son los culeros desechables para un anciano senil, la gelatina por la que clama un paciente bajo los efectos de la quimioterapia, el aseo, o una confitura para regalarle a un pequeño que cumple años. Es una cuestión de dignidad.
Y hablando de esos temas, tampoco la moneda nacional en que se nos paga podría tirar la primera piedra. Al ver, a mediados de la pasada semana, la tablilla de productos y precios de la carnicería del mercado La Pelota, en el Sandino de Santa Clara, hice mis cuentas y comprobé que entre un kilogramo de masa para hamburguesa de cerdo (390 pesos), la misma cantidad de chuleta de lomo ahumado (455 pesos) y poco más de dos libras de picadillo mixto condimentado (298 pesos), la abuela jubilada de un amiguito de mi hijo, único sostén económico en una casa con dos menores, dejaría sobre el mostrador el 75% de su pensión mensual. Lo restante tendría que distribuirlo entre el pago de la cuota, la electricidad y el servicio de acueducto. La pandemia, dice, la ha librado al menos de las meriendas diarias para la escuela. «Hija, del lobo, un pelo».
La vida, caray. Fácil, fácil, nunca la hemos tenido, pero ese refrán de los pescadores y el río revuelto se ha hiperbolizado hasta límites insoportables, llegando, incluso, a marginar a demasiados de nuestros conciudadanos. Desde mediados de abril, en la vox populi se ha mantenido el tema del módulo de canastilla que se vendió en la tienda La Muralla, de la cadena Caribe, para las santaclareñas que cumplieron las 26 semanas de embarazo o que dieron a luz después de enero. En las redes sociales, el asunto tuvo sus momentos pico, de furor, estabilidad y depresión. Yo misma llamé a la Oficoda, mientras preparaba este trabajo, con el objetivo de acudir a la fuente primaria de información y evitar así el «trapicheo» de rumores. «Sí, es verdad, preséntate en la tienda con tu tarjeta de embarazada, pero apúrate, que lo “bueno” está volando».
Volando, sí, alto, altísimo, en grupos de venta en Facebook, Whatsapp y Telegram, bajo perfiles falsos y también con nombres reales. El módulo completo costaba cerca de 7000 pesos, aunque las mujeres podían elegir qué productos adquirir y cuáles no, en dependencia de sus posibilidades y necesidades reales.
Sin embargo, lo que se suponía fuera un beneficio largamente demandado por las gestantes temerosas a enfermar con la COVID-19 en alguna de las colas interminables que suelen acompañar las ventas de cualquier artículo de canastilla —desde enero y hasta el 26 de mayo, se contabilizaban en el país más de 1000 embarazadas positivas al coronavirus, de las cuales tres fallecieron y decenas fueron reportadas de graves—, degeneró, una vez más, en oportunidad para engordar la inflación. Aparecieron las propuestas de revendedoras dispuestas a pagar ¡10 000 pesos! por el derecho de compra, a las que se unieron muchas de las propias beneficiarias que, sin pizca de consideración o solidaridad hacia las demás mujeres que quedaron fuera de la distribución del módulo, lo revendieron, pieza a pieza, a cuatro o cinco veces su valor original. Coches en 14 000 pesos, bañaderas en 2500, tres pomos en 600, baberos en 125 cada uno… Como lobos, despedazándonos.
No me resigno a la idea de que nos hayamos dejado envilecer hasta el punto de pisotear lo sagrado, ni creo que hagan falta 100 comisiones estatales para, primero, percatarse de lo que está mal y, luego, reunirse, pensar y después generar transformaciones.
Quisiera ver el día en que la abundancia, como receta divina y mil veces preconizada, nos cure la miseria del corazón, aunque sospecho que ese es el tipo de hambre más difícil de saciar.
«Venceremos en la medida en que el horizonte de cuanto hagamos siempre sea la mayor felicidad posible de las cubanas y los cubanos»: lo dijo un hombre que sueña, en el nombre de Cuba, y con los pies en la tierra.