Quien indague por
qué Casa de las Américas nos abrió sus puertas para que cantáramos
en febrero
de 1968, debe saber que aquel ademán solidario no salió del vacío, y menos porque
abundaran noticias felices sobre los jóvenes trovadores. Por entonces era habitual
que nos precediera una aureola de conflictivos,
palabrita que solía usarse como sinónimo de “ten cuidado con ese”. Quizá por
ello, antes de la primera invitación a cantar, Haydeé Santamaría en persona se
reunió con nosotros y se informó de primera mano de nuestras procedencias y
correrías, así como de nuestra forma de entender temas universales y del patio.
¿Qué determinó el
interés inicial? Alguien dijo que quien primero le habló a Haydeé de aquel
grupo de trovadores fue Santiago Álvarez. Lo creo, porque conocí bien a Santiago. ¿Cómo
fue la comunicación inicial con ella? Aunque parezca raro, en cierta medida por
nuestro repertorio. Digo que puede parecer extraño porque llegamos por un
auspicio del Centro de la Canción Protesta y nuestro arsenal no era pródigo en
el tipo de canción que solía clasificarse como tal. Es decir, cuando llegamos
frente a Haydeé habíamos escrito escasos temas sobre la guerra en Viet-Nam, la
discriminación racial y el antimperialismo. Por su parte, el cantor de la
reafirmación revolucionaria era ―y es para siempre― Carlos Puebla. Nosotros
desde el inicio fuimos otra cosa. Mezclábamos lo cotidiano con lo trascendente
y no eludíamos hablar de los contratiempos de la sociedad en revolución. Lo
hacíamos así porque así era nuestra vida, y la vida real es quien suele poner
las mejores palabras en una canción. Esto no era conflicto para Haydeé, que
siempre nos escuchaba respetuosamente, cantáramos lo que cantáramos. Sólo una
vez me preguntó qué quería decir yo con aquello de “me iré a soñar al trueno / de
un país desconocido”. Fue entonces cuando, obligado a profundizar, le confesé
mi secreta aspiración de convertirme en combatiente internacionalista.
Quizá la materia que
más fluidamente dejó correr nuestra afinidad fue el Ché y la lucha armada. A
ella le gustaba hablar de cuando se habían hecho amigos en la Sierra Maestra y
a mi me encantaba escucharla, lamentando en silencio no haber tenido edad suficiente
para alzarme. En la Sierra él le había prometido que ella lo acompañaría a la
hora de la liberación Latinoamericana (ella se apagaba un poco cuando explicaba
por qué no habían podido correr la misma suerte). También más de una vez me
contó que el argentino decía que lo que más le gustaba de ella era verla
“disparando a la redonda”, como una rebelde en el seno de los rebeldes. Y supongo
que ése debe haber sido otro punto cardinal de nuestra identidad: la convicción
de que era necesario seguir siendo insurrectos, para darle continuidad al mejor
espíritu revolucionario. Ella era, por derecho histórico, una semejante del Ché.
Yo, por vocación y edad, émulo del “Gigante” de Martínez Villena. Con tan especial
identidad, rápidamente nos volvimos amigos.
Haydeé, como ya he
dicho, puso la épica revolucionaria a nuestro alcance, al narrarnos algunos hechos
como ella los recordaba y no como parecía pintarlos cierta mitología castradora.
Su visión realista y a la vez poética era la anunciación de que el sacrificio era
una forma de ascenso en la escala humana. Así que sintiéndonos cada vez más
comprometidos, aunque sin ataduras, nos fuimos hermanando y ella dejó de ser
Haydeé y se convirtió en Yeyé, como le decían doña Joaquina y sus hermanas Aida
y Adita, de las que también nos volvimos familia.
Puede que ahora yo
sea algo más cuidadoso que en aquellos tiempos, cuando todo ―yo incluso― era
más joven. Por entonces, y aunque mis bríos a veces se pasaran de rosca, no
entrar en contradicciones me parecía una cobardía y no ser impetuoso lo
consideraba un defecto. Ante tales arranques, Haydeé tenía una capacidad de comprensión
y compasión enormes. Sabía leer, donde está escrito, el por qué cada cual es
como es. Su dolor de alma, lo trágico de su vida le fueron refinando la ternura
hasta lo sublime. Así mismo era capaz de sentarse a discutir con quien fuera y
de cantarle las cuarenta al más pinto. Maravillosamente, también tenía la admirable
costumbre de no dejar que se hiciera leña del árbol caído. Si tronaban(*) a un
compañero, o algo así, Haydeé no admitía que se hablara mal de él, todo lo
contrario. Por eso cuando uno la escuchaba resaltar insistentemente las
virtudes de alguien, podía casi asegurarse que ese alguien estaba en “capilla
ardiente”. Ella era como una gran academia de humanidad en un cuerpo pequeño y con
voz de flauta. Pero nadie podía equivocarse respecto al carácter que residía en
aquel ser que hablaba cantando. Para mi Yeyé fue una argamasa que pegó y contribuyó
a que tomaran forma algunas cosas importantes que por entonces todavía me
bailaban adentro.
Jamás podré olvidar
que cuando en 1980 los trovadores Vicente Feliú, Lázaro García, Augusto Blanca
y Saresquita Escalona fueron secuestrados y torturados durante un golpe de
estado en Bolivia, Yeyé transformó su oficina de Casa de las Américas en un
centro de movilización internacional. Desde allí ideó y ejecutó el rescate de nuestros
compañeros y no fue a descansar hasta saber que ya venían de regreso.
La fascinación que
ejercía me hizo escribir cientos de palabras con música, con las que intenté un
tributo a la proeza de su generación, en la que había brillado su hermano Abel.
O sea que de no existir nuestra amistad posiblemente no hubiera escrito algunas canciones, entre
ellas “Canción del Elegido”. Durante los años en que nos conocimos, en cambio conseguí
que me redactara una dedicatoria para el libro “Haydeé habla del Moncada”,
donde puso: “Silvio, compréndeme y quiéreme”.
Puede que esas sean
las palabras clave para la canción que le debo. Mas, como se ve, trato de transcribir
algo de su memoria al lenguaje común, sin conseguir revelar la magnitud de su presencia.
No quiero dejar de
decir que con ella también nos reíamos mucho. A ella le encantaba reír y hacer
reír. Si se piensa que los sentidos son tributarios de la personalidad, uno de
los esenciales en Yeyé era el del humor, a veces matizado por su maternidad expansiva.
No se me olvida un día en que me invitó a comer y que mientras al resto de los
comensales se les servía una cena criolla, me puso delante una descomunal
tortilla de plátanos maduros. Fue que una vez me oyó decir que me gustaba mucho
ese plato.
Un 31 de diciembre,
fecha que ella había escogido como su cumpleaños, la vi empolvarse la cara,
echarse una sábana por la cabeza y alumbrarse la barbilla con una linterna. Así,
después de apagar todas las luces de la casa, se le apareció a Noel Nicola, que
roncaba en un sofá. Noel saltó del sueño echando chispas y palabrotas, y al día
siguiente estaba apenadísimo por las expresiones que se le habían escapado.
Yeyé, cada vez que lo veía, le pinchaba las costillas con un dedo y le soltaba
una risita.
La última vez que
Julio Cortázar estuvo en Cuba, desayunamos juntos. Habíamos coincidido en algún
evento, pero buscando intercambiar otras palabras quedamos en vernos un domingo
temprano, en el Hotel Riviera. Yendo para la cita, Haydeé ―que también estaría
en el desayuno―, me iba explicando la situación: Cortázar tenía una nueva compañera,
a la que quería mostrar La Habana. Para que pudiera moverse con comodidad durante
su visita, inicialmente se le había brindado un vehículo con chofer, pero
Julio, cronopio por antonomasia y enemigo de resultar el más mínimo estorbo,
había declinado el carro y a cambio había pedido un par de bicicletas, para
recorrer la ciudad.
―Así que, Silvio, en
algún momento del desayuno tú tienes que decir que no tienes cómo ir a tus
actividades y que necesitas una bicicleta ―me iba instruyendo la heroína del
Moncada, mientras conducía por el Malecón.
―Y ¿eso para qué,
Yeyé?
―Para ver qué dice
Julio, chico ―y me miraba con los ojitos brillantes.
Torpe como soy, me
pasé aquel desayuno desaprovechando los “pies” que Yeyé me ponía en las
narices, retrasando el momento acordado. Yo me sentía en conflicto, porque por
una parte me daba pena la candidez de Julio y por otra no quería defraudar a mi
cómplice, dejando de hacer mi papel. Para no hacer más largo el cuento: cuando
por fin logré decir que necesitaba una bicicleta, Julio reaccionó con su bondad
proverbial, diciendo que casualmente él tenía dos y que con gusto me prestaba
una. Aquel momento fue la eclosión de la mañana: la carcajada de Yeyé, mi cara
de tomate y el rostro primero desconcertado de Cortázar, tratando de llegar al
entendimiento, hasta que por fin arqueó las cejas y empezó a menear la cabeza, escuchando
decir a nuestra amiga:
―¡Oye eso, Julio!
¡Con la escasez de bicicletas que tenemos…!
28 de enero, 2003.
(*): Tronar, en lenguaje
callejero: destituir del cargo.