jueves, 4 de noviembre de 2021

El príncipe

Por Raúl Roa Kourí

   Nos conocimos en Nueva York, en algún momento de 1958. Yo cursaba estudios de Psicología Social en Columbia University y Pablo, quien me precedió en esa institución, se hallaba en la ciudad con Maruja y su primogénita recién nacida, María Angélica, conocida hoy por todos como Geca. Los miércoles solía ir yo al Hotel París,  donde residía mi cuate Andrés Iduarte, (autor de la extraordinaria obra “Martí escritor” y de “Un niño en la Revolución Mexicana” —entre muchas  otras— y gran amigo, con su esposa Graciela, de mis padres desde su encuentro en 1945,)  para juntos  cenar en el Jai Alai, restaurant vasco sito en las calles de Bank y Bleeker, cercanas al Greenwich Village.

   Ese día, llegué alrededor de las 7 pm y me abrió la puerta un joven de abundante pelo castaño, bigote y barbilla. Andrés tomaba su baño y no podía recibirme de inmediato. Nos presentamos. Raúl, me dijo, soy Pablo Armando Fernández y sé mucho de tí por Iduarte. Ah, repuse, tu eres el poeta cubano de quien me ha hablado también Andrés. Gusto en conocerte.

   Como a las 7 y media, ya Iduarte eleganteado, fuimos los tres en el subway hasta la estación próxima al restaurant, donde cenamos opíparamente, escanciando un agradable vino blanco de las Bodegas Bilbaínas, predilecto del profesor. Charlamos mucho y Andrés narró anécdotas de su encuentro con mis padres y conmigo en el año cuarenta y cinco, cuando Roa era becario de la Fundación Guggengheim en Columbia, donde debía investigar sobre el Nuevo Trato del presidente Frankin D. Roosevelt y escribir un libro al respecto. Ada Kourí, mi madre, haría una especialidad en diabetología en Cornell y yo cursaría el cuarto grado en el Horace Mann School, colegio donde aplicaban métodos de enseñanza watsonianos.

   Roa e Iduarte asistían todos los jueves al seminario que dirigía Frank Tannembaum sobre América Latina, en compañía de Germán Arciniegas, Francisco García Lorca (hermano de Federico y yerno de don Fernando de los Ríos), Karl Bronner  y varios alumnos que hacían su posgrado en la materia. Era de origen austriaco y furibundo antimarxista y antisoviético, que no era el caso de mi padre marxista convencido ni de Iduarte que, empero, sí eran  antiestalinistas, al igual que García Lorca. Arciniegas, como Bronner, era, más cercano a Tannembaum.  

   Terminado el seminario, Andrés, Roa y Raúl Gutiérrez Serrano —santiaguero simpático y buen sonador de tumbadora, que me enseñó a tocarla— iban a tomar  un roncito a un bar sito en Broadway, casi llegando a la Calle 110, al que nombraron Taberna del Greco. En casa de Iduarte disfrutamos copiosos manjares mexicanos preparados por Graciela: pastel azteca, panuchos, tacos de cochinita pibil, mole poblano y otros más, aparte de tequila reposado y siempre algún buen vino español.

   Pablo Armando y yo reíamos las anécdotas de Iduarte, incluida aquella del caballero matón, como se llamaba él mismo por haber sostenido un duelo en Tabasco, en defensa del honor familiar, donde el ofensor había resultado muerto; y con la de aquel profesor de primaria que le ponía el índice en el pecho y le decía: Andresito, eres un niño conspicuo y circunspecto, y  lanzaba un sonoro cuesco. 

   Recuerdo, asimismo, que coincidí con Pablo Armando, Maruja y Geca, de unos meses y a quien llevaban en un zurrón, en casa de un amigo español de Iduarte. Andrés dialogaba con una pareja francesa, los señores Coulomb, cuando se acercó Pablo. El profesor tabasqueño —a quien le molestaban los aires de superioridad del franchute— los presentó, con toda picardía, como el Sr. Coulomb… ¡y la Sra. Culona! Menuda carcajada se nos escapó a quienes lo escuchamos. No sé si el matrimonio, que no dominaba nuestra lengua, se percató de la terrible broma del ilustre escritor.

    Continué mi amistad con Pablo Armando en Cuba, después del triunfo de la Revolución, aunque mi estancia en el servicio exterior espació nuestros encuentros. Le visité en su casa de la Calle 20, donde celebramos incontables cumpleaños con sus hijas e hijo, y la insustituible Maruja, siempre atenta, risueña y amable. Varias veces, en París, le tuve como huésped en nuestra casa de Vaucresson. Recuerdo una noche en que, tras abundante cena, nos sentamos en el suelo a beber Armagnac y a escuchar a Pablo decir sus poemas, o hablar de su más reciente novela, publicada hacía poco en La Habana. Me pidió leer alguno mío, pero como siempre he sido “poeta vergonzante”, me limité a decir uno que recordaba de memoria. Príncipe, me dijo cariñosamente, tú no lo crees, pero eres poeta. Ni me lo creí entonces ni me lo creo ahora. (Eliseo Diego me alertó, tras leer un “librito” mío de supuestos poemas, que  me veía poeta en los discursos ante la ONU y en la Comisión de Derechos Humanos, a la que asistió en una ocasión con Lisandro Otero. Tomé debida nota.)

   Todos conocen a Pablo Armando Fernández a través de sus libros y publicaciones, al intelectual destacado que representó brillantemente nuestras letras en todo el mundo, al Consejero Cultural en Londres, al dirigente empeñoso de la UNEAC y director de la revista Unión, al hombre comprometido con los valores más altos de la Patria, con la Revolución y con Fidel, de quien celebró el aniversario en su casa de Cero, en ausencia de éste muchos 13 de agosto, hasta que una noche llegó el Comandante y la fiesta fue más grata aún.

   No ignoro ni desestimo todo esto, pero quiero recorder aquí al amigo entrañable, al padre ejemplar, al compañero amoroso de Maruja, al viajero incansable, al coleccionista de almas, piedrecitas que iba recogiendo en los distintos países que visitaba. Lili y yo le trajimos sendas piedras rescatadas al pie de las tumbas de sus amados Pablo Neruda y Vicente Huidobro, en Chile, en el año 2013. Pero mucho antes, en un pequeño pueblecito cercano a Civitavecchia,  mientras Pablo buscaba “almas,” una paloma dejó caer un huevo en la solapa de mi traje, que los amigos italianos consideraron de buen augurio y el poeta, muerto de risa, pensó que era algo menos decoroso. Nunca olvidamos la ocurrencia, que recogí en mi libro Memoria de mundos varios.

   Ya no tendremos la dicha de encontrarnos en su casa o la nuestra, de reirnos con sus comentarios intencionados y aprender de su enorme sabiduría. El Príncipe nos dejó, silencioso y humilde, pero con su voz mágica resonando en nuestros corazones, hace apenas unas horas. Sus amigos, familiares, admiradores, nuestro pueblo, en fin, le tendrá siempre el cariño y respeto que merecen los hijos grandes de la patria.

4 de noviembre de 2021