La sinfonía imposible que nació en la casa Vitier García-Marruz
Por Pedro Luis Landestoy Mendez
Presenciar el milagro de una orquesta íntegramente conformada por flautas traveseras –desde el gemido plateado de las sopranos hasta el rumor subterráneo de las bajas– fue un acto de fe sonora que solo podía consumarse en el santuario habanero que es, sin dudas, la Casa Vitier García Marruz. Bajo la dirección alquímica de Niurka González, ese instrumento reveló dimensiones insospechadas: un despliegue tímbrico donde el metal y la madera dialogaban en escalas cromáticas que iban del luto al éxtasis. El programa se erigió como una hazaña artística donde jóvenes promesas del conjunto Opus 5 se fundieron con la sabiduría ancestral de González, sacerdotisa capaz de transmutar el virtuosismo técnico en espiritualidad desnuda.
La velada inició con un trío de flautas desgranando el primer movimiento del «Trio en Si menor», Op. 90 de Kuhlau. González, con esa precisión que bordea lo místico, tejió el contrapunto romántico entre la agitación beethoveniana y el lirismo elegíaco, demostrando que tres flautas pueden rivalizar con la profundidad de un cuarteto de cuerdas. Sin transición brusca, el ambiente se transmutó en las brumas impresionistas del «Jour d'été à la montagne» de Bozza. Aquí, el cuarteto de flautas logró el prodigio de pintar paisajes sonoros con acordes suspendidos como nubes, donde los agudos imitaron el vuelo de insectos en el aire estival y las notas graves dibujaron las sombras de los valles; todo parecía brotar no de músicos, sino fuerzas naturales.
El giro contemporáneo llegó con las «Tres Miniaturas» de Daniel Torres Corona, pequeñas joyas donde la tradición de cubana respiró a través de articulaciones punzantes y síncopas traviesas. Momento que recordó que la autenticidad no está en el volumen sino en el gesto preciso. Sin pausa, el formato se expandió a orquesta de cámara para abrazar el «Andante et Rondo», Op. 25 de Doppler. El contraste fue sublime: si el Andante fue un aria de ópera sin palabras –donde el belcanto de las flautas conmovió con su terciopelo expresivo–, el Rondo estalló en un carnaval de picados y escalas relampagueantes que convirtieron el salón en un teatro veneciano, con la propia Niurka y José Lázaro Álvarez como solistas liderando la danza como Paganinis del viento.
La cúspide fue la reinvención del «Concierto en Si menor», RV 580 de Vivaldi. Aquí, el cuarteto solista entabló un diálogo barroco con una orquesta de flautas que desafió toda lógica acústica. Mención aparte merece el bajo continuo, ejecutado íntegramente con flauta grave: esos zumbidos oscuros que resonaron como cellos ancestrales, probando que el registro bajo de la flauta puede ser cimiento y no solo sombra. Las fugas, tejidas con precisión matemática, brillaron con una transparencia que los violines rara vez logran, así González, arreglista tan asombrosa como lo es de intérprete, demostraba que el Barroco puede sonar revolucionario cuando se interpreta con ojos nuevos. El cierre con el «Homenaje al danzón» de Darío Morgan coronó la hazaña, con flautas marcando el cinquillo de ese baile tan nuestro.
En la Casa Vitier –epicentro de la belleza, la bondad y el buen hacer– comprendimos que habíamos presenciado, más que un concierto, un manifiesto sobre la versatilidad infinita de la flauta. Desde el intimismo del trío hasta la polifonía de una decena flautas dialogando; desde el rigor barroco y el éter impresionista hasta la sincopa danzonera, Niurka González y su legión de virtuosos demostraron que los límites no existen en el arte cuando se aborda con audacia y amor. Si alguien dudaba que un solo instrumento pudiera contener universos, en esta tarde habanera la flauta le respondió, ¡y de qué manera!
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