sábado, 28 de septiembre de 2013

Al final de la segunda luna

Esta va a ser mi canción más sencilla,
que no hablará de nada y hablará de todo.
No es necesario mencionar la vida
para que se sienta su presencia en los ojos.


Al final de la segunda luna
empecé a no hacer nada con las manos,
sólo por un momento, y entonces tuve ganas
de hablar al ancho justo de la palabra humana.


Como si no tuviera ningún nombre
y no existiera historia de los hombres,
más allá del atávico pasado,
del presente y futuro deseado.


Sin ningún compromiso con el mundo,
como si todo fuese este segundo,
cual si todo naciera de mis labios,
cual si todo muriera de mis labios.


Hay otra dimensión desconocida,
más fuerte que la muerte y que la vida,
más sustancial que el mundo y su belleza,
que nace y muere siempre donde empieza.


Estar como se está, como se siente,
es más claro y más negro que decirlo,
que tratar de explicarlo ―por eso ya no sigo.
Sólo quise decir que es tremendo estar vivo.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

El origen del mundo



Nunca me he sentido más artista que cuando hacía canciones que no eran comprendidas. Unas veces el rechazo era por letras con ideas que la sociedad recibía con sospechas –cuando no con franca hostilidad–, y otras era porque usaba maneras de hacer, estructuras, que rompían con lo que entonces se aceptaba como canción. Esto se entiende si explico que, cuando empecé a hacer canciones, lo considerado correcto era que tuvieran 32 compases, generalmente compuestos por una sección A y una sección B, que se sucedían. Otra convención era que, si hacías un son, al final debía llevar una parte más movida y reiterativa llamada montuno. Si un son no tenía montuno, no era son.


Está de más decir que fueron tiempos en que sufrí incomprensiones, lo mismo estéticas que éticas. Pero, lejos de rehuir aquellos enfrentamientos, los buscaba, convencido de que la revolución que hacía la sociedad debía reflejarse en todos sus ámbitos, incluidas las artes. Hubo incluso un período, entre 1969 y 1970, en que adopté una manera de cantar intencionadamente desagradable, usando una emisión áspera, contrastante con el sostén armónico que me proporcionaba la guitarra. Fueron tiempos en que decidí ir a contracultura, a no parecerme a nada que se hubiera escuchado, convencido de que aquella era la única forma de estar a la altura de lo que había asumido como oficio, y por lo mismo ubicando mi trabajo dentro del requisito primordial que preconizaba el teórico Arnold Hauser: “toda verdadera obra de arte es una provocación”.





Pero no había sido Hauser, a quien leí por 1968, quien me inoculó la idea de que el arte, para serlo, debía también ser desafío. Mi radicalización había empezado unos años antes, cuando redactaba la sección “Arte y Ciencia” para la revista Venceremos, órgano oficial del Ejército de Occidente, en la que trabajé durante mi servicio militar. Por entonces sólo tenía otro uniforme, además del puesto, pero cuando me trasladaban de unidad no me era fácil la mudanza porque cargaba con una enciclopedia, libros de literatura y ciencias y, sobre todo, con la violeta edición en rústica de las obras completas de José Martí (Editora Nacional, 1964) .


Fue leyendo a Martí, para más señas el artículo que dedicó a una exposición en New York de los impresionistas franceses, cuando di con las palabras que le darían vuelco a mi cabeza:

“La elegancia no basta a los espíritus viriles. Cada hombre trae en sí el deber de añadir, de domar, de revelar. Son culpables las vidas empleadas en la repetición cómoda de las verdades descubiertas. Los artistas jóvenes hallan en el mundo una pintura de seda, y con su soberbia grandiosa de estudiantes, quieren un artesano de tierra y de sol. Luzbel se ha sentado ante el caballete, y en su magnífica quimera de venganza, quiere tender sobre el lienzo, sujeto como un reo en el potro, el cielo azul de donde fue lanzado.”

Ni antes ni después leí algo que me hiciera entender más claramente la inutilidad de emprender un camino artístico si no se era capaz de desafiarlo todo. Creo que por ahí empezaron a rondarme frases como “hay que quemar el cielo, si es preciso, por vivir”, o sea, por cantar. También desde entonces me di cuenta de que hacer arte tenía algo de diabólico, lo que comprendía muy bien Alfredo Guevara, porque se lo escuché decir como elogio a artistas que admiraba.

A veces hay que tener mucho coraje para dar ese paso "más allá", en ocasiones a costa de miradas de extrañeza, cuando no de rechazo y reprobación.

Como tributo a los valientes de la evolución (artística y social), pongo hoy como entrada este mítico cuadro de Courbet, maestro del naturalismo y también uno de los artistas más osados de todos los tiempos, pues pintó algo bello y perfecto que casi dos siglos después continúa siendo objeto de discusión. Un cuadro realista que refleja nuestra propia materia y que nuestra contradictoria cultura transforma en metáfora.
En momentos históricos más o menos complejos se han dado casos de estigmatización de artistas que coyunturalmente pueden haber parecido demonios, iconoclastas e insensibles. Son seres que han sentido la necesidad de jugarse y de ser ellos mismos, a pesar de la angustia de separarse de lo aceptado, no por vano egoísmo, sino por estar a la altura de aquello sagrado del arte que también significa una forma de mejoramiento y de excelencia.


Acaso muchos de ellos fueron hombres y mujeres “nuevos” que no tuvieron la suerte de ser reconocidos.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Combustible

         
La nave, invisible, estaba posada en un bosque, cerca de una ciudad. Tenía una sala de mandos circular de iridiscencia nívea. Su techo eran las estrellas.
        
         Flotando bajo la visión de la galaxia, dos figuras conversaban a través del silencio. Sus rostros eran casi humanos. Las cuencas, situadas donde los hombres llevan ojos, guardaban otros instrumentos de percepción. Sus labios eran grietas en el semblante de cera. Sus cráneos lisos apenas emergían de las gruesas capuchas.

           “¿Crees que resultará?”, ―pensó uno.

           “Debemos hacer que resulte. Es nuestra única posibilidad”, --pensó dos.

           “Es triste no poder siquiera identificarnos...”

         “Sería imprudencia. Antes deberán llegar mucho más lejos, si se salvan. Ni tú ni yo veremos esos tiempos.”

       “¿Crees que sospechará? ¿No es todo esto demasiado... extraño, aún para una persona poco común, como él?”

           “Otro de nuestros riesgos. Debes ir tarde, en la noche, y dejarte ver poco. Tomando en cuenta como se comportan los poderosos de este mundo, debes actuar como ellos: sé altivo, ofrécele oro, aprémialo... aunque procura ser también delicado. Recuerda que estás ante lo que ellos llaman un talento, un hombre de espiritualidad… aunque para nosotros sea sencillamente un hacedor. De ese encuentro dependemos. Ya sabes que nuestro cerebro no se equivoca: de todos los humanos, sólo él puede hacerlo.”


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         La sombra de dos metros se abría paso entre los desperdicios de la ciudad dormida. De la puerta de una taberna, antecedido por sonidos de golpes y por gritos, salió disparado un hombre que aterrizó a sus pies. El caído ni suspiró. Adentro, celebrando la hazaña, se acrecentaron alaridos. El embozado rodeó el cuerpo y apretó el paso, internándose en una callejuela más oscura. Estaba seguro de encontrarse cerca y hacía esfuerzos por localizar el sitio que llevaba fijado. Una rata emergió del arroyo albañal que surcaba la calle y se arrastró pesadamente, hasta que el puntapié de una bota femenina la estrelló contra un barril. Eran dos mujeres que venían abrazadas, cantando y dando tumbos, botella en mano. La que había lanzado la patada había levantado un mechero, a tiempo con el golpe, iluminando fugazmente la escena. Fue cuando vio avanzar, opacando las penumbras más infinitas de la calle, aquella visión imponente, de rostro incierto y demacrada luminosidad...

         --¡La muerte! ¡Han soltado a la bestia! ¡Avemaría Purísima! --masculló ante el rostro cadavérico que se les encimaba, y echó a correr profiriendo incoherencias. La otra mujer se fue reduciendo hasta caer hincada de rodillas, temblorosa, balbuceando perdón por sus pecados. La sombra, perpleja ante la contingencia, apartó a la mujer con ademán gentil y se lanzó con prisa hacia el zaguán que lo esperaba final de la calle. Cuando llegó ante la puerta, su diestra cadavérica empuñó el aldabón y lo dejó caer tres pesadas veces sobre el perno pulido.

          Tras breve espera, una diáfana voz anunciaba acudir. Cuando la bien aceitada puerta se retrajo, apareció la figura de un hombre todavía joven, inexplicablemente encanecido. Apartando el mechón de plata que le bailaba ante los ojos y tras hacer una reverencia exagerada, dijo con simpática mueca: “Oh, mi querido señor, usted es la presencia que faltaba para animar como es debido esta aburrida fiesta. Deje que mis amigos le conozcan. Pero pase, pase y dígame qué se le ofrece en este absurdo mundo de mortales...” En una mano portaba un candelabro con dos velas completamente consumidas. El tercer tocón irradiaba una luz agonizante.


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          “Ha aceptado, pero ha pedido más dinero. Bebe y fiestea mucho, tiene deudas sin fin”, ―pensó uno.

         “Más oro... Tendremos que fabricarlo. No podemos seguir saliendo por las noches y creando leyendas”, ―pensó dos.

         “No hallará diferencias entre nuestro polvo de oro y sus monedas acuñadas. Eso no será problema.”

         “El problema es nuestro: estamos limitados en la fabricación del oro. Con la energía que nos queda no es probable que consigamos mucho”.

          “Ciertamente. Pero el asunto es que termine a tiempo. La fecha se nos viene encima; si nos alcanza, no quedará nada por hacer; habrá que despedirse de todo: jamás saldremos de este sistema. Tenemos que estimularle para que se apresure.”

“¿Inspiración..?”, ―sugirió dos.

“Creo que debemos enfocarle el estimulador, quizá un par de veces, aunque temo que su salud no lo resista. Mis sensores le detectaron algunos padecimientos. Cada aplicación del estimulador puede aumentar sus energías, pero también sus males.”

         “Calculemos bien, para provocar un daño mínimo...—pensó dos―, aunque daño será de todas formas… En cualquier caso lo que está en juego es superior a la suerte de un hombre, sea quien sea. Debemos llegar a nuestro destino e informar la catástrofe que amenaza a esta especie. Es la única forma de actuar a tiempo y evitarla. Nos lo impone el deber. No tenemos tiempo, ni derecho, a titubeos.”

         “Sin elección... sin elección”, ―se decía uno como un eco cuando se fundió al cerebro de la nave. Dos le siguió.


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         La salud del hombre empeoraba a diario. Su esposa, sus amigos, sus amantes lo notaron. Se le veía cada vez con más fatiga, más demacrado, más febril. Y sin embargo trabajaba como un poseído.

         –¿Por qué te maltratas así?  Descansa un poco, vayámonos al campo.

         –Nada de descanso: debo terminar este encargo. Así tendré reposo.

         Pregunta y respuesta que se sucedían a diario, hasta la ira. Sólo consiguió sosiego cuando mandó a la esposa lejos, con su madre.


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         “Si no despegamos esta madrugada, estamos perdidos. Mañana a esta hora no llegaríamos ni a la luna, aunque contáramos con toda la energía del planeta.”

         “Iré a verlo. Ha prometido la entrega para hoy. Lo cierto es que a pesar de nuestros cálculos el estimulador le está matando. Si aún no ha terminado, sacrificarlo habrá servido para nada.”

         Uno partió hacia el agonizante.

         Y, pese a todo, aquella fue la noche del ascenso.


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         Al fin tenían el combustible, el único capaz de regresarlos al otro extremo del Universo. El cerebro de la nave había deglutido la intrincada armonía del moribundo, había repartido la orquestación en los sistemas correspondientes y, mientras la máquina se lanzaba al espacio, dejaba como estela el sonido grandioso de la obra.

         En la sala circular, uno y dos no sólo clavaban sus sentidos en las estrellas que se acercaban: sus sensores, de alguna forma estremecidos, también acompañaban al modesto ataúd que daba tumbos en una carreta solitaria, millones de millas atrás, en la ciudad de Viena.

         Wolfgang Amadeus Mozart era bajado a tierra, pero su Réquiem, energía vital de la nave cósmica, ascendía salvador al infinito.



jueves, 19 de septiembre de 2013

El mundo real


     
Desde que tengo uso de razón sé que el mundo es un escenario irreal, puesto ahí para que me lo crea. Delante de mí siempre hay un corre-corre de preparativos para tener dispuestos los lugares que se me ocurra visitar. Si voy a casa de mi abuela Isabel, que queda cerca de la mía, siento el alboroto que se forma a lo largo de su calle, mientras me voy acercando a la esquina, de forma que cuando llego y doblo mi vista se posa en el panorama habitual: Panchita contando papas rellenas; el Guácara saltando a su yegua esquelética; Cuca tendiendo sábanas a través de una rendija del portón y, un poco más allá, aparentemente al azar, personas entrando y saliendo de las casas misteriosamente, quién sabe con qué fin. Total, lo que se ve en cualquier calle de cualquier pueblo de cualquier lugar del mundo.
        
      Por entre ellos voy caminando con una sonrisita hasta la casa de mi abuela, o a cualquier otro sitio, sabiendo que todo es una ficción que me ponen delante. Por eso me fijo poco en los vecinos y en sus cosas, porque me aburre que se la pasen en la bobería de aparentar constantemente, como si uno fuera zonzo. Creen que no me doy cuenta de las miraditas que se echan y del cuchicheo que se traen; creen que uno no sabe que el mundo es otra cosa que no me dejan ver, pero que algún día descubriré, y que ya no me pasará como ahora, que para tener un pedacito de Mundo Real tengo que irme al río, solo o con el perro que me encuentre, a ver las cosas como son y no como me las pintan.
        
        Los animales y el monte son los únicos que no disimulan. Son como son. El río es hondo y lleno de biajacas, y está encajado entre dos lomas que van culebreando durante kilómetros, llenas de pelo verde. La cabellera de la loma es el monte, y yo soy un piojo curioso que no va por los trillos, sino por donde está la maraña en que se arrastra el jubo, donde las lagartijas son gordísimas. Yo voy a donde hay pájaros que no se ven, pero se escuchan. Hay uno que dice tirecaratití y otro que dice cocorióco. Por allí mismo hay jicoteas montadas en los gajos que rozan la corriente. Si pasa un bote, ellas se zambullen; pero si vengo yo despacio, se quedan y me miran. A veces hasta sacan un tramo largo de pescuezo y me hacen señitas, como si me estuvieran saludando. A mí no me gusta molestarlas y ellas a mí tampoco.

         Luego me voy al ojo de agua, donde hay una laja blanca y redonda, sumergida una cuarta bajo la superficie, en la que me siento y me deslizo hasta el chorro que viene desde el fondo. El manantial es potentísimo; desde la orilla se ve, y parece que hubiera un tropelaje de peces, pero uno se para en la laja, casi arriba del borbotón, lo mira y no hay más que un tembleque de aguas transparentes. La primera vez daba miedo meterse, porque estaba aprendiendo a nadar y allí tapa a dos hombres, pero me agarré del bordecito de la piedra y me fui escurriendo hasta que sentí que la fuerza del chorro me aguantaba. Qué cómico, no había que saber nadar: uno se acostaba y era como si en aquel punto el río perdiera su maña de tragagente. Hasta aquel día yo no supe que el río tuviera un ojo y mucho menos de cristal aguado.

         A veces allí, flotando como una cruz que mira al cielo, soy la pupila del ojo de agua; y allá arriba, en la última lejanía de las alturas, veo cruzar auras tiñosas, perforando las nubes. Esos pájaros lucen muy bien a esa distancia, pero de cerca tienen una cocorotina de marañón que da repugnancia. Dicen que son útiles, porque se comen la carroña, pero a nadie le gustan, por ser de mal agüero. Aún así nada vuela mejor que una tiñosa, como si el aire fuera de ellas. Suben y bajan todo el tiempo y pasan horas sin mover un ala, las bailarinas del vacío. Por eso me dan ganas de ser aura, para volar bien alto aunque la gente luego me repudie.
        
         Las nubes son otra historia, aunque tampoco ponen al personal de acuerdo. Periquín ve un barco donde el Chentu un conejo, y allí mismo es donde Mingo ve una mujer escarranchada. Yo, tratando de ver lo que ellos, veo una jaiba en una bandera de piratas. El problema de las nubes es de dónde vienen y hacia dónde van, qué han visto y cuántas realidades saborean. Porque esas aguas que han subido y bajado tantas veces, deben ser las mismas de toda la vida. Quién dice que la nube que se descarga sobre el río de mi pueblo no se llenó en el Amazonas, y que las goticas que el sol me chupa del ombligo no van a caer sobre una pirámide, en Egipto. Yo creo que las nubes enseñan tantas formas porque les gusta contar las extrañezas que conocen, pero por más que uno las mire nunca sabrá tanto como ellas. Solamente se puede imaginar. Flotando abandonado sobre el ojo de agua uno se puede pasar horas, y de mirar a los celajes puede quedarse ciego, y llegar a su casa chocando con las cosas y contestando todo, menos lo que la gente grande te pregunta. Empacharse de cielo en el ojo de agua es peligroso para la paz de la familia.

         Ahora me estoy poniendo los zapatos. Ya miré debajo de la cama y no había ninguna mano, así que puse los pies en el suelo y dale con los cordones, que no se ponen de acuerdo. Cuando bajo la cabeza me duele la frente, por el cocotazo que me dieron anoche. Había una procesión de curas y de monjas. Venían en fila  por las dos aceras. A los curas les tocó la acera de mi casa y algunos venían con antorchas. Primera vez que veía una procesión de antorchas. Claro, todo preparado como siempre, y a mí, que ya se sabe que no me creo nada, me dio por decir: “Miren, aquellas son las monjas y éstos son los mojones”. Ahí fue el cocotazo. No sé a santo de qué, si en mi casa no rezan. La única que cree en algo es mi otra abuela, María, que a veces ve a la hija que se le murió antes que yo naciera. Mi abuela María cree en Los Seres, que es como ella nombra a los difuntos. Ella y un tío mío  panadero, cantador y comunista, son los únicos que ven a los seres. “Para eso hace falta media unidad”, repiten ellos. Mi abuela dice que yo tengo “media unidad” y que cuando menos lo espere veré algo. Por eso miro debajo de la cama, porque me parece que una mano o algo asqueroso se me va a prender de un pie cuando lo baje. Pero la verdad es que nunca he visto nada, aunque sé muchas cosas. Sobre todo eso de prepararme los lugares para que piense que el Mundo Real es éste, cuando yo sé que es otro.
        
         Cuando tengo que irme a la escuela, lo más desagradable del Mundo Obligatorio, o cuando ya es tarde y no me dejan salir solo, uso mi otra manera de ir al Mundo Real. No tengo ni que cerrar los ojos: sólo me quedo quieto y me voy, lo visito pensando. A veces es más entretenido que ir a pie, porque me atrevo a hacer cosas que cuando estoy allí me dan escalofríos. Por ejemplo, cruzar nadando la curva de El Paso del Soldado. Eso sólo lo hacen los grandes. Es una distancia tremenda y dicen que allí el río tapa una palma real. Yo sé que algún día lo voy a hacer en carne y hueso, pero mientras tanto practico con la cabeza. El único problema que tiene la cabeza es que cuando voy braceando, a mitad de camino, me hace ver el fondo del río, donde hay ahogados envueltos en limo, riéndose y llamándome. Otras veces veo el lomo escamoso de una serpiente acuática que me pasa rozando. Una parte de mi cabeza que me dice que el día que atraviese esa curva no voy a ver ahogados ni nada, pero la otra me cuenta porquerías.

         Algo parecido al mundo real, pero cercado, son los patios de mis abuelos. El patio de mi abuelo Félix Palomares y de mi abuela María es algo penumbroso, los árboles son altos y entra poco sol. Los gusanos de allí son muchos y tan grandes como los del río. Uno escarba un poquito y enseguida aparecen, tratando de enterrarse, huyendo de la luz. La primera vez que los vi, les tuve asco, pero mis tíos agarraban puñados y los metían en latas para llevarlos a pescar. Entonces metí mano y sentí la cosquilla que hacen sus cuerpecitos en los dedos y la verdad no fue tan malo. Por esa época andaba siempre con los bolsillos llenos, pero tenía que acordarme de botarlos antes de La Hora de Bañarse, porque en cuanto mi madre los veía agarraba la correa. Algo peor pasaba con las ranas, el animal más odiado por madres y tías; ni siquiera soportan las que apenas se ven, las ranas infantiles que parecen pulguitas saltarinas. Las madres odian el Mundo Real; ellas le llaman mugre y les da por dar golpes.

         El patio de mi abuela Isabel sirve para tres cosas: para comer granadas, para perseguir al gallo y para ver a Mirita, a través de la cerca de alambre. Lo último es lo mejor, pero casi no pasa; ella no vive en la casa de al lado, la traen de no sé dónde. Las granadas son rojas por dentro y muy jugosas, no tienen sabor fuerte y las prefiero. Se parecen a las granadas de las películas, pero no explotan. Lo sé porque se las tiro al gallo, mientras mi abuela Isabel no se de cuenta, porque aparece la correa. En el Mundo Irreal hay correa para casi todo. Y no sólo correa, también hay chancleta y pescozones, aunque hay que decir que nunca ha habido bofetadas. Toda mi familia está de acuerdo en que abofetear a un niño es una porquería. Yo también.

         Los patios sólo son parcelas de Mundo Real; están contaminados por la gente, que los mantiene presos entre cercas, y en ocasiones los usan como decorado de teatro. Cantidad de veces que me han armado “numeritos” en el fondo de las casas. Mujeres hablando en voz alta de novelas pero cuchicheando sobre la peste a bebida de sus maridos. Hombres vociferando sobre la pelota y secreteando sobre carnes de mujeres ajenas. El único grande que se porta en un patio como yo, es mi abuelo Palomares, aunque el no trepa a la guayaba. Pero sabe el nombre de cada pájaro que pasa por allí. A una bijirita le dice Comelimas, porque le picotea esa mata todo el tiempo. Caruso es el sinsonte que mejor canta en todo el pueblo y es vecino del patio de mi abuelo. Digo vecino, y no que vive allí, porque mi abuelo dice que Los Plumíferos Cantores no tienen casa, aunque hacen visitas. Yo los entiendo, porque son habitantes del Mundo Real, el del monte y el río. Y ¿quién puede querer cambiar ese espacio infinito, lleno de habitantes maravillosos, de olores, de sonidos y curiosidades de estreno, por el retablo fastidioso que monta la gente en los traspatios?

         Ya terminé de amarrarme los cordones. Hoy vamos a Labana, a donde dicen que nos vamos a mudar, porque mi padre encontró trabajo por allá. Le pregunté a mi tío Angelito –el que habla conmigo– cómo es Labana, y creo que no me va a gustar. Dice que es como el pueblo, pero diez veces más grande. Ya me parece estar viendo a diez Panchitas contando papas rellenas, a diez Guácaras con una yegua flaca cada uno, a diez Cucas tendiendo ropa limpia, y a diez de todo lo demás, incluyendo el “teatro”… La Vida Obligatoria será diez veces más truquera y habrá diez veces más gente corriendo de un lado para otro, cuchicheando: “apúrense que ya viene”, mientras yo me acerco a una esquina y la doblo para ver lo que estaré diez veces más aburrido de mirar.

Pero dicen que el mar es diez veces más grande que el río y que la orilla de enfrente no se ve. No me lo explico, pero, si fuera cierto, el Mundo Real de Labana andará por allí, también multiplicado por diez. ¿Cuántas jicoteas y biajacas podrá haber? ¿Quién sabrá el nombre de todos aquellos pájaros? ¿Cómo serán los gallos y las granadas?  ¿Habrá Miritas lindas en los patios de al lado?

           No sé, nada comprendo. Como tampoco imagino la cantidad de noticias que cargarán las nubes, qué tamaño podrá tener el ojo de agua de un lugar semejante, ni con cuántos ahogados y serpientes querrá meterme miedo, cuando no tenga más remedio que visitar el mar con la cabeza.