Por Juan M Ferran Oliva
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La edad me ha obligado a enclaustrarme en mi torre de marfil. Estoy apartado de la praxis cotidiana de la política y la economía. Me limito a leer lo que alegan diversos autores que hacen críticas o propuestas. De todas maneras, pienso que lo esencial es la transformación del modelo cubano, que al parecer arrastra rezagos dogmáticos. Son las rémoras que imposibilitan una solución tipo China o Rusia. La primera manteniendo un Partido llamado comunista y la segunda se eleva en medio de un capitalismo heredero de las glorias del pasado. Como es sabido, ambos han logrado superar positivamente el viejo modelo que ha engrosado la tonta de los socialismos utópicos. No son perfectos, pero los considero aliados porque el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Como dijo alguien: lo importante no es el color del gato sino que cace ratones.
De todas formas, SINE DIE* es la válvula de escape de mis avatares nonagenarios. En ocasiones apelo a temas curiosos, a pinceladas de humor y muy espaciadamente a regurgitaciones literarias. Tal es el presente caso basado en una historia más o menos real que ocurrió en el entorno catalán de mi madre que lo recibió de oídas. Puede que ocurriera en su aldea de origen, o en otra de la cercanía comarcal. La historia huele a siglo XIX.
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La carreta se encaminó hacia la salida del pueblo[1] donde había una fuente. Antón llenó su cántaro con el agua fresca salida de los brocales mientras la mula bebía en el abrevadero. Extrañamente ninguna mujer hacia la colada en el lavadero instalado junto al manantial. El café aledaño estaba cerrado dando la sensación de un pueblo desierto. Reanudada la marcha, el carro se dirigió hacia el camino de los campos sembrados. Las ruedas hollaron el suelo levantando una cortina de polvo que el viento dispersó por encima de los árboles y de las fachadas de las últimas casas de la villa.
La senda, estrecha y sinuosa, se definía entre los márgenes de piedra de los minifundios. Por ambos lados, avellanos, olivos y vides plantadas en hileras llenaban los espacios del suelo entre los cercados. De vez en cuando un trozo sembrado de trigo o de cebada y alguna cabaña solitaria rompían la monotonía del paisaje. Asentadas sobre el horizonte las montañas marcaban frontera a la comarca.
La población era un de las tantas surgidas en torno a un castillo feudal. Al extremo opuesto de la ruta iniciada por Antón, como testigos de piedra, se alzaban las ruinas de un castillo. Había sido la fortaleza de los hidalgos que originalmente señoreaban aquellas tierras. El pueblo se desarrolló dentro de la muralla y posteriormente el crecimiento urbano ultrapasó el corralón fortificado dando paso a los arrabales periféricos. El muro se diluyó convirtiéndose en pared de nuevas construcciones. Aún se mantenía incólume la torre de guarda del castillo y otras que daban cobijo a aves de todo tipo. En algunos rincones los pequeños reeditaban batallas entre moros y cristianos.
En sucesivas generaciones las tierras pasaran a manos de diferentes propietarios grandes y pequeños. El viejo régimen cedió paso a una incipiente burguesía rural y sucesivas divisiones las convirtieron en minifundios. Antón poseía una heredad compuesta por unas pocas hectáreas dispersas entre cinco lotes reducidos y lejanos.
De los primitivos nobles del feudo no quedaban descendientes conocidos. En un momento dado llegaron a ser la familia preeminente de la región. Muchos de sus miembros participaron en la historia de su tiempo luchando en apoyo o en contra del señor de turno o participando en contiendas y conquistas. No faltaron quienes integraran las cortes y desarrollaran funciones remarcables. El linaje terminó durante el conflicto entre la Generalidad y el rey Felipe IV. El entonces virrey de Cataluña -Conde de Santa Coloma- murió dramáticamente en medio de los alborotos del Corpus de Sangre de junio de 1640. Era señor de aquellas tierras. El hecho marcó la ruptura de Cataluña y la monarquía precipitando el inicio de la Guerra de los Segadores. Sin embargo, la villa se declaró partidaria de la Generalidad e incluso el castillo fue hospital del ejercido catalán
Antón salió inopinadamente de la casa solariega. Se proponía llegar a la más apartada de sus tierras. No lo hizo de madrugada, según costumbre, sino algo más tarde, en momentos en el resto de la familia concurría a la iglesia. Llegaría a su destino en el entorno del mediodía. Al tomar el camino abandonó las bridas y dejó conducir a la mula seguro de que no erraría la ruta tantas veces recorrida. Su perro de raza indefinida y color aleonado se encargaría de garantizar la marcha ladrando y mordiendo los belfos de la bestia si esta se parase a comer cualquier brizna de hierba aparecida a su paso.
Como hereu Antón pasó a ser jefe de familia y alcanzó tierras y vivienda. Caterina, su mujer, le parió cinco hijos. Cuatro emigraran a La Habana y el benjamín se ganaba la vida como jornalero en la localidad; vivía en la propia casa solariega. Quedaban muchas bocas por mantener porque le nacieran nietos y la dote de nuera no fortaleció sustancialmente el patrimonio familiar.
Aquel año la comarca sufrió una intensa sequía que amenazaba los cultivos y, consiguientemente, el bienestar de la colectividad. No se recordaba otra tan aguda en muchos años. Los sembrados decaían y las hojas de los árboles perdían coloración agotados por la sed. Las fuentes menguaban su caudal e, incluso, algunas se secaban obligando a sus usuarios a buscar agua en lugares lejanos. El tema se convirtió en protagonista de las conversaciones. Los demás problemas, que no eran pocos, pasaron a roles secundarios.
En medio de la angustia colectiva brotó la idea de apelar al concurso divino. Y se instrumentó un plan de funciones piadosas que tendría como conclusión una gran procesión coronada con las imágenes de los santos patrones del pueblo. Los creyentes acogieron la propuesta con entusiasmo, pero el cura propuso cautela argumentando que la desgracia era un castigo divino. Según parece, las secretas confesiones que recibía arrojaban un saldo negativo de acuerdo con la moral al uso. En realidad, temía que la religión quedase mal parada. ¿Qué pasaría si después de tanto ceremonial no lloviese? Algunos infieles vergonzantes manifestaron arrogantemente su escepticismo y decidieron no apelar a Dios. Pero la sequía insistió y llegó el momento en que se afiliaron al bando de los que optaban por el remedio celestial. Antón fue la única excepción.
El plan se puso en práctica con plegarias, toque de campanas, exposición de figuras sacras, cantos litúrgicos, homilías, rosarios, confesiones, comuniones y otras manifestaciones piadosas. El frenesí por el agua junto a la exaltación litúrgica acarreó una histeria mística que se agudizó a medida que se acercaba el momento climático de la gran procesión.
Llegado el día, todos se congregaron en la iglesia y sus alrededores. Esgrimían estandartes, pendones y todo tipo de proclamas piadosas. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos con ropa de circunstancias esperaban el inicio de la solemne ceremonia. Las ausencias fueran migradas. La de en Antón fue una de ellas, pero nadie se extrañó pues era un notorio descreído. Finalmente se inició la multitudinaria marcha bajo el sol radiante de la mañana.
En aquellos instantes ya Antón se encontraba a suficiente distante de la villa. La familia no estaba enterada de su misteriosa salida y en ningún momento informó a nadie de su propósito. Tras más de una hora de trayecto, el carro, medio vacío, se arrastraba por el polvoriento camino que llevaba a la más lejana de las tierras de la familia. De un bolsillo de su chaleco Antón sacó la petaca y el librito de papel y lio un cigarrillo de negras fibras. Una vez hecho quedó contando de sus labios. Le dio fuego con su encendedor de yesca. Si fue inusitada la hora de salida no lo fue menos el cargamento.
En lugar de hoces, azadas y otros instrumentos propios de las labores agrícolas, en el fondo del carruaje yacía una cruz con un Cristo lacerado que dirigía su mirada patética hacia el cielo. La factura ingenua sugería la obra de algún imaginero local dotado de más devoción que oficio. Destacaba su tamaño de más de un metro, proporción desusada en una imagen casera. Se le atribuían facultades milagrosas y durante generaciones ocupó un lugar de honor en la estancia principal de la casa solariega. Se decía que la familia en ocasiones críticas había apelado a su gracia, siendo escuchada en todo momento. Otros parientes y vecinos acudían ocasionalmente a pedirle mercedes, lo que despertaba no pocos celos por parte de los capellanes de turno. Por vez primera salía de la casa subrepticiamente obedeciendo a la misteriosa decisión de su dueño.
Ya el sol se acercaba al cenit y comenzaron a sentirse sus cálidas caricias. Algunas sacudidas al entrar el carro en un tramo accidentado sacaron a Antón de su modorra. Lanzó el cabo de cigarrillo que ya le quemaba los labios y acomodado mejor sobre el pescante del carro, tomó las bridas y apuró a la mula que aquella mañana se mostraba perezosa y marcaba el paso más despacio que de costumbre. Acechó el horizonte y exclamó un reniego al ver la pureza del cielo en el que no se dibujaba ni una sola nube. Maldiciendo y refunfuñado pensó en la penuria que le esperaba. Por milésima vez calculó cuanto le quedaría tras pagar los tributos y otros gastos insoslayables y repasó las medidas emergentes que debía establecer para la sobrevivencia familiar.
El polvo le había secado la garganta. Tomó la bota de vino colgada de la barandilla del carro, destornilló el pitorro y bebió un sorbo breve de tinto. Retomó el vuelo del pensamiento que lo llevó a la lejana Cuba, donde sus hijos hacían las Américas. Antón la imaginó llena de palmeras y chumberas, según le sugirieran unas fotografías de la guerra del África colgadas en la barbería. Sonrió regodeándose en tan cándida imagen. Si no fuera por los años, el mismo habría enrumbado hacia la entonces soñada isla.
Sus fantasías fueron rotas por un murmullo llegado desde lejos. Puso atención y atalayó el horizonte intentando localizar el lugar del que procedía lo que fue convirtiéndose en una salmodia. Finalmente vio una larga hilera humana precedida por una imagen religiosa portada por cuatro robustos jóvenes. A su frente un sacerdote de alba y bonete dirigía lo que se evidenciaba como una manifestación piadosa. A la izquierda un monaguillo levantaba un descolorido estandarte y a la derecha otro manipulaba un humeante hisopo. Antón reconoció a los pobladores del lugar vecino que también rogaban por lluvia. Se cruzaban en su camino y paró el carro para contemplarlos.
Lio otro pitillo y esperó un instante. La caravana desfiló delante de él y el capellán le dirigió una mirada hostil. Lo conocía. Unos pocos lo saludaron a desgano con la mano o la cabeza y sin interrumpir el ruego. Otros fingieron que no lo veían. El grupo se alejó y cesaron los ladridos de la perra que al igual que su amo se mostraba irreverente. Pasada la fervorosa comitiva Antón atizó la mula y reanudó la marcha, canturreando desafinadamente una tonadilla que había aprendido de unos jornaleros que vinieron durante la anterior vendimia.
En aquel instante en el pueblo su familia regresaba de la procesión. Al llegar a la casa descubrieron asombrados la huella del enorme crucifijo que ornaba la pared de la estancia principal y que había desaparecido.
Ya iniciaba la tarde cuando el carro llegó a su destino en aquella singular jornada. Antón lo dirigió hacia la cabañuela de piedra que albergaba cosechas y daba abrigo en caso de necesidad. Desenganchó la bestia y la dejó paciendo en el corral anejo. Sacó del carro una cesta que contenía un pan con pescado salado, se sentó en un banco adosado a la pared y comió poco a poco, haciendo breves pausas para escanciar vino en su garganta. Terminada la frugal pitanza miró de nuevo el horizonte. Ni la más mínima nube sugería esperanzas de lluvia. La agrietada tierra, pregonaba su sed. El viento levantaba por doquier remolinos. Entonces tomó un hacha y cortó pequeños pedazos de leña. Escogió un lugar propicio bajo un viejo roble próximo a la cabaña y levantó un montículo de ramas secas ansiosas por quemar. Volvió al carro y tomó una cuerda que lanzó sobre la rama del árbol y cayó al suelo por la otra banda. Un nuevo viaje para llevar el pesado crucifijo hasta el pie del árbol. Lo ató a la cuerda y tiró de ella hasta hacerlo colgar por encima de la pila de leña, alejado del suelo. Introdujo hojas y paja seca en medio del montículo leñoso y le prendió fuego con las chispas de su encendedor. Al rato brotó un hilillo de humo blanco. Sopló suavemente con una caña la lumbre naciente y surgieron pequeñas llamas rojas que no tardaron en expandirse. Estimulada por el viento, la pira se agrandó. El fuego estaba encendido.
Antón retrocedió unos pasos y contempló complacido el insólito espectáculo. El humo se enredaba en el crucifijo y alguna que otra llama acariciaba su pie. La sonrisa sarcástica del campesino se transformó en mueca trágica. Su rostro se congestiono y entonces, exigiendo más que rogando, dirigió al cielo su mirada y profirió arrogante, con los brazos abiertos:
Si de verdad existes envía la lluvia que salve a tu hijo del fuego o se convertirá en cenizas.
Fue toda una imprecación que evidenció el agnosticismo del reclamante. Un ateo hubiera cerrado todas las puertas. Declararse incapaz de escrutar los misterios del más allá, era una forma no comprometida. Un por si acaso oportunistamente empleado por Antón.
Mas calmado, lio un nuevo cigarrillo y lo encendió con una brasa de la hoguera. Después se alejó un poco para contemplar el dantesco espectáculo y esperar, socarronamente, la llegada de la lluvia celestial.
[1] El pueblo pudiera ser Figuerola, Rocafort, Sarral, Santa Coloma de Queralt o cualquier otro parecido. Se basa en una historia que me contó mi madre
* SINE DIE (sin día o sin fecha) es el marco en el que Juan M Ferran Oliva presenta sus escritos (nota de srd)