martes, 31 de diciembre de 2019

Alfredo Guevara: paradigma de la libertad en la lealtad

Intervención del Dr. Eusebio Leal Spengler, Historiador de la Ciudad, en el espacio Dialogar, dialogarde la Asociación Hermanos Saíz, el 23 de diciembre de 2015. Tema: La impronta de Alfredo Guevara*

Voy a confesar que yo nunca me preparo para las cosas porque creo que el que no esté preparado siempre, que no vaya. Esa es una doctrina muy “alfrediana”.

Este lugar, lógicamente, me trae muchos recuerdos, y por eso protesto contra su decadencia, porque fue aquí donde los conocí a todos allá por la década del sesenta, en el Salón de Mayo. Era yo un joven deseoso de conocer mi destino, que no estaba revelado todavía, y fue aquí, en el jardín del Pabellón Cuba, en medio de aquellas noches alucinantes, donde tuve a la mano a los intelectuales cardinales, algunos de los cuales nos acompañan todavía. Y apareció ahí de pronto, con su imagen tan especial, Alfredo, invariable en el estilo que él impuso como suyo y que jamás cedió ni cambió ni modificó. Era él.

Y es muy importante el sentido de la identidad y el sentido de la huella. Por tanto, si al menos fuera como él dice, es una realidad: somos muchos, pero afortunadamente todos tenemos una huella digital diferente, y cuando esto fue descubierto, se reveló uno de los grandes misterios de la naturaleza humana. Alfredo era una huella en sí mismo.

Me acerqué a saludarlo, y me dio un raspe gigantesco, porque Alfredo era como Nicolás [Guillén] dijo del Che: llano y difícil. Como me lo habían presentado antes, me acerqué de nuevo, ávido de conocerlo más, y me dijo con una sonrisa: “Ya yo lo saludé”. (RISAS) Entonces me quedé como quien busca un autógrafo y se lo niegan. Pero el destino me deparó otra fortuna.

A partir de ese momento comenzaron años de creación, y la agitación que vivía el pensamiento cubano tras las palabras de Fidel a los intelectuales, aquella gran definición, aquel parteaguas que a veces se interpreta dogmáticamente en cuanto a lo escrito y no en su espíritu.

Fue el rechazo absoluto, desde el primer momento, a aquella equivocación conceptual que era el realismo socialista, que trataban algunos de imponer, incluso algunos artistas, y él volaba más lejos, estaba fuera de todo eso. El Salón de Mayo había sido la expresión de esa libertad del pensar y de ese deambular por el país de una cantidad de intelectuales del mundo, hombres de letras cuyo afecto hacia Cuba a veces varió de acuerdo con las influencias fatales que se cernieron luego sobre la Revolución Cubana, que era una fuerza de la naturaleza desencadenada.

Alfredo es el paradigma de la lucha contra la decadencia y también el paradigma de la libertad en la lealtad; es un hombre que se sabe y se cree libre, y que actúa siempre dentro de un código de conducta que se revela en lo que tú has leído. ¿Pero dónde estabas leyendo eso? En el Centro Félix Varela, lo cual demuestra, primero, su libertad, que él se la creía y la tenía, porque además muy pocas personas se atreverían como él a decir: yo dentro de la Revolución actuó con libertad, que es la libertad que vio allí en la Universidad, en el gran debate de aquellos años previos al triunfo de la Revolución, años en que nacían, florecían y se definían las ideas en la Universidad. Un Fidel que se enfrenta a piñazo limpio con uno que va a ser luego su entrañable compañero hasta el final, un Fidel que tiene necesidad de recibir un arma para defenderse cuando lo amenazan y, al mismo tiempo, el hombre que es capaz, como él lo revela ahí, de enamorarse de las muchachas, de encendérsele los ojos, como lo vi años después, hablando de La Bombonera –esa famosa casa de huéspedes donde las mujeres más lindas de La Habana y de Cuba se reunían para estudiar. Quiere decir, esa naturalidad en el modus actuante de Alfredo es muy importante, él fue fiel a eso hasta el final.

Alfredo no fue un hombre perfecto, ni tenemos que estar de acuerdo con todo lo que pudo decir, y él habría concordado conmigo al realizar esta afirmación categórica. Alfredo hizo lo que le dio la gana con su vida, e hizo bien, porque asentó un capítulo de la libertad humana desde el compromiso.

Alfredo puso en mis manos, por ejemplo, cuando era imposible conseguirlo, lo encargó para mí, el libro de Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano, donde aparece el diálogo entre Adriano y Antínoo, que era su propio diálogo entre la búsqueda de la verdad, la angustia del poder y la angustia existencial. Alfredo, por ejemplo, leía apasionadamente a San Agustín, y ese es un detalle muy importante, porque Alfredo era un intelectual marxista. Y digo marxista porque él rechazaba después todas las demás cosas. Él decía: “Otras revoluciones han muerto, la nuestra no, vive”; pero eso nace de su convicción marxista de que nada era estático, que todo se movía, que había que respetar el destino de los hombres. Por ejemplo, entre los cubanos, él le dio mucha importancia a Pablo Lafargue, cuando descubrió su historia durante su estancia en París, como representante de Cuba ante la UNESCO; París, una ciudad que él amaba tanto, como Juan Marinello quien repetía: “Y pobre del que no ame a París”.

Marinello me dijo a mí: “Ay, compañero –con aquella voz preciosa que tenía–, cuando triunfe el socialismo en el mundo, que nadie toque a París”. (RISAS) Eso se lo oí decir, además, en un momento muy difícil, porque estaba contestando las cartas de las personas que le daban el pésame por la muerte de su amada esposa, Pepilla, que fue un trance para él muy tremendo. Yo fui muy amigo, devoto, de la personalidad de Juan.

Entonces Alfredo amaba a París. De hecho, ahí lo tienes con su traje azul y con su Legión puesta. No era el amante frívolo de la ciudad bella, que también le encantaba y la disfrutaba y la enseñaba como pocos, sino lo que le interesaba era lo que había pasado allí; no le interesaba tanto la crisálida como la mariposa. A él le interesaba el París de la Revolución, el París de la plantación del Árbol de la razón pura, el París del cambio revolucionario de los nombres de los días de la semana y de los meses del año. En medio de esa confusión gigantesca, de pronto refería los más importantes eventos: la Comuna de París, la olvidada Revolución de 1848, el mundo de los intelectuales, el Salón de Mayo, el mayo de París de 1968; todo eso nos lo contaba Alfredo con una gran pasión.

En mi casa, en la calle Compostela, que era para mí como el paraíso perdido, ahí llegaba todas las noches con Humberto [Solás], porque se estaba discutiendo el guion y lo que sobrevino después, el Armagedón con la película Cecilia. Recuerdo a ese Alfredo muy joven todavía, y nos íbamos a comer en la época en que todavía La bodeguita del Medio no era un centro turístico, sino que era un lugar recuperado en aquel momento, después de la hecatombe de la nacionalización, en que se pusieron a vender pescado allí, pescado frito, y entonces, cuando viene el incidente de Nicolás con Salvador Allende, que se abre La bodeguita, íbamos a La bodeguita, conversando con Martínez, con Armenia, con Varillas el cajero, que siempre buscaba lugar para nosotros, llegaba Alfredo y entraba. Alfredo era solvente, nosotros no; entonces éramos pobres de verdad. Y entonces comíamos allí y disfrutábamos de la conversación de Alfredo, que era como escuchar a un filósofo de la antigüedad.

Él se mostraba fascinado con Pablo Lafargue, al que nadie le había dado en Cuba el lugar que le correspondía por una cuestión: por la sanción moral que hasta hoy tiene todo el que se quita la vida. Alfredo me dijo a mí que él no había tenido el valor de hacerlo, sobre todo cuando había entrado en ese período de la vida en que, como le dice Jesús a san Pedro: “Cuando seas viejo, te llevarán adonde no quieras”. Ese es el sentido de su final.

También me abrió la puerta de su casa en el FOCSA –allí vivían su madre y su hermano [Juan], al que él apreciaba tanto–, conversábamos mucho en aquel lugar, y después me llevó a su casa del Malecón, que está en ruinas, y me prometo colocar allí lo que se merece, para que las generaciones futuras lo crean. Alfredo dijo eso [Luis] Morlote, es verdad, que vendría un silencio después. Yo también lo creo. Pero lo creyó Martí; dijo: “Durante un tiempo, mis ideas se eclipsarán y luego volverán a nacer”.

Entonces Alfredo se daba cuenta de los momentos que vivía. Y ya, atravesando el tiempo, Alfredo, por ejemplo, en medio de unas discrepancias colosales, creó especialmente el Grupo para el Desarrollo de La Habana Vieja, con el solo objeto de resolver una querella muy grande, que [Armando] Hart solucionó en esa época, cuando llegó al Ministerio de Cultura y apareció Armando, con Yeyé [Haydée Santamaría] del brazo, con las hermanas [Ruíz] Bravo... Aquello significó un cambio absoluto, total, grande. Era un momento de gran creatividad, de gran ilusión.

Esa ilusión que tú señalas, nunca apartó a Alfredo del conocimiento de la realidad. Él se anticipaba a lo que después serían leyes o disposiciones de la Revolución, porque las creía inexorables. En los momentos de mayor peligro, siempre consideraba la importante necesidad de hacer un traje a la medida para Cuba. La vida le ha dado la razón: Cuba está sola frente al muro rajado; creo solamente en el poder de Cuba porque Roma, cuando lograba vencer a un reyezuelo de cualquier parte, o destruir un reino, o traer a un príncipe bárbaro, lo traían encadenado y en una jaula y lo paseaban por las calles. A Cuba no ha sido posible llevarla en una jaula de hierro.

Quiere decir, los acontecimientos que ya no vivió Alfredo y que hemos vivido nosotros fueron el símbolo del valor de un pueblo, que fue capaz de hacer una proeza inimaginable, que fue atravesarse en el camino de las Termópilas y luchar padeciendo enormes dificultades.

En la casa donde lo visité tantas veces al final, pues era su mensajero para muchas cosas y a veces él el mío. Sus conversaciones eran provechosas como eran habituales con Fidel, con Raúl y con Vilma, que era su amiga queridísima, y la consideraba su compañera de lucha. Era la forma de Alfredo de trasladar también un espacio de la realidad, sobre todo del mundo intelectual, que todavía tiene que enfrentar, en muchos aspectos grandes prejuicios. Todavía hay algún personaje, algún burócrata, que se atreve a hablar de “los intelectuales”.

Bueno, eso no es nuevo. Alfredo se reía mucho cuando yo le decía que, en una ocasión el general presidente Bartolomé Masó llegó con una comitiva formada además por grupos de intelectuales que lo rodeaban, y al ver esto el general Modesto Díaz se puso verde. Y el presidente le dijo: “¿A usted qué le pasa, general”. Y respondió: “Que lo veo a usted rodeado de esos bandidos”. Y dice: “¿Pero cómo van a ser unos bandidos? Estos son jóvenes libertarios”. Y Modesto Díaz responde: “No, no, a mí me han dicho que son unos poetas”. (RISAS) Quiere decir que eso viene de atrás.

Lo que pasa es que la Revolución la hizo el pueblo, desencadenado por intelectuales. Céspedes fue un intelectual, Agramonte fue un intelectual, todo lo que rodeó Guáimaro eran brillantes intelectuales que, como dice Martí en el opúsculo a Los poetas de la guerra, firmaron sus versos con su sangre. Lo fue Rubén Martínez Villena, lo fue Martí en grado sumo, y eso es lo que Alfredo consideraba que era la herencia legítima.

Había otras herencias legitimadas, pero que no eran legítimas; la herencia verdadera venía de allí, de tales hombres, de tales ideas. Y sobre todo venía de la necesidad que él siempre planteaba de que no quería élites; él consideraba siempre la necesidad de hacer vanguardias, y que los revolucionarios no tenían por qué ser cosacos con una bomba encendida en cada mano y que hacía falta un refinamiento de la sociedad. Le espantaba la vulgaridad, le espantaban las cosas que, para ser populares, tenían que ser feas, aborrecía eso; lo aborrezco yo también. Creo que el pueblo merece, y todos merecemos, la belleza, que es tan importante en las cosas y en las formas. Aborrecía los discursos absurdos, las palabras huecas, los comunicados leídos; todo eso le producía náuseas.

Era, además, un hombre muy valiente. Alguna vez presencié a la entrada del ICAIC que apareció uno con un poder enorme en aquel momento, porque las revoluciones son así. Entonces Alfredo le dijo: “Estoy en una república literaria”. Y, por tanto, que nadie se ofenda, porque Alfredo todos sabemos cómo pensaba, cómo era, y lo que voy a referir era un atributo intelectual más que una opción que, además, él tenía con la mayor dignidad. Le dijo: “Déjate de mariconerías conmigo porque yo sí es verdad que te mato”. Y eso era verdad, eso era verdad porque muchas veces vi sus propias armas y estaba dispuesto a eso.

Y cuando llegaron las horas de las penumbras, que solamente ocurren en las revoluciones verdaderas… No olvidemos cuando va a subir Dantón, y le dice a Robespierre: “Te precedo en la muerte”. Quiere decir, las revoluciones, cuando son verdaderas, implican este riesgo, sobre todo para los que desde la lealtad están dispuestos a decir siempre la verdad.

El momento crítico fue cuando llegó la UMAP, cosa que ya se ha analizado, y que Fidel se echó él la culpa, y que Raúl asumió la responsabilidad de un momento histórico crítico. Y como íbamos para allá casi todos –yo había ido a buscar el amparo de Haydée y fue ella la que me sacó–, y entonces vivía una mujer extraordinaria, que nunca aparece en la historia, pero que era la gemela de Haydée, con una manera diferente; era una mujer parca, de una voz grave, con su pelo blanco maravilloso, con su rostro cincelado, pálido, elegantemente vestida, y a cuyo despacho llegamos todos hambrientos, desbaratados, y entonces allí fue donde nos encontramos con Silvio, Pablo, Noel Nicola, Rebeca Chávez, Fernando Rey. Íbamos a almorzar con Aida [Santamaría]. Y Aida era como el espejo de aquello que estaba pasando, y era amiga queridísima de Alfredo; para ella, Alfredo era una personalidad extraordinaria. Cuesta mucho trabajo porque, cuando llegamos a un determinado momento, las mismas presunciones de Alfredo nos amenazan.

Claro, la vida de un joven se puede extinguir en nada de pronto, la vida es frágil; pero cuando se han sobrepasado todas esas etapas: la enfermedad, las complejidades, las preguntas tremendas, como aquella que delante de mí le hizo Fidel, en la Casa de las Américas, a Miguelito [Barnet]. Le dice Fidel: “¿Miguel, cómo fue? ¿Cómo fue que tú te quedaste?” Y Miguelito le dijo lo que yo habría podido decirle también en ese momento: “No, Comandante –le dijo en un momento de extraordinaria honradez–, yo no me quedé; yo me fui quedando”. Es decir, vamos a dejarlo para mañana y para pasado; lo mismo me pasó a mí porque, además, el riesgo de la singularidad es muy grave; es decir, Alfredo se vestía como le daba la gana, y yo también. No es que no me guste, a mí me encanta, comparto con Alfredo, como Maceo, cuando le escribe a un norteamericano que le hablaba de Cuba, y Maceo le responde diciéndole: “Más que nunca creo en la causa”. Pondera la lucha, y le dice: “Y no olvide los pañuelos blancos y el agua de colonia que me tiene prometidos”.

Entonces yo los tengo también, y el agua de colonia. Y Alfredo se meaba de risa cuando me daba de comer chocolates blancos, o cuando en su apartamento bello en París me dio marron glacé. Entonces él se reía de eso. Quiere decir: debemos aspirar para todos al marron glacé, a los pañuelos blancos y al agua de colonia, que no sea el privilegio de los que los pudimos tener una vez. Para eso hay que luchar y hay que tener valores, porque el momento es difícil.

Ya Alfredo se fue, pero su idea está ahí, su pensamiento está ahí. Y él creyó que ese pensamiento prevalecería, por eso se apuró en publicar sus libros.

Tuvo querellas gigantescas, y las ventiló con un gran valor. En sus libros están los documentos probados y su enfrentamiento con farsantes u hombres extraviados que en un determinado momento tenían en sus manos, al parecer, los resortes del poder.

Alfredo tenía una gran angustia existencial. Su amistad con monseñor Carlos Manuel de Céspedes fue determinante. Yo me enteré el último de la enfermedad final, y el padre Céspedes se quejaba con amargura: “Yo debía haber estado junto a él”, porque eran muy amigos. Quizás para que le dijera, como le dijo Juan Marinello al padre [Ángel] Gaztelu, al sacerdote, poeta e intelectual, cuando llegó junto a él al momento crítico, y Marinello, dándose cuenta de lo que significaba la visita del poeta, pero también del sacerdote, le dijo: “Déjame morir tranquilo”. Quiere decir: déjame morir con mis ideas.

Por eso Alfredo habla ahí de su iglesia y de la otra iglesia, con todas las connotaciones que eso tiene; las connotaciones dogmáticas, las connotaciones escolásticas, que las comprende y las vive y las padece, y por eso aspira a que la juventud sea iconoclasta, que sea culta; quiere una juventud intranquila, pero no quiere jacobinos a destiempo; quiere que sea una interpretación siempre actual de la historia, porque lo que hasta ayer se vio a la luz de la razón cuando otros medios existían para entender las cosas, hoy las podemos ver desde un ángulo distinto. Aunque Hart me dijo una vez unas palabras que iluminaron mi análisis: “Toda modernidad está necesariamente precedida por otra”. Así que no me digan que son modernos porque yo también lo fui. (RISAS) Pero la modernidad, como la juventud, es una enfermedad que se cura con el tiempo. Vamos a tratar de asumir el concepto de la juventud como un tema, como un manifiesto de ideas, más allá de la piel cansada y la senectud.

Alfredo amaba intensamente, quería las cosas, batalló a muerte por lo de Servando [Cabrera], no por los cuadros, sino por el ser humano, cuando nadie entendía nada; porque los que mientan, los que nieguen la certeza erótica de la sociedad cubana no viven en ella, o son unos hipócritas. Y entonces Alfredo defendió apasionadamente al artista, víctima de unas incomprensiones mortales. Gracias a él llegué yo a Servando, que era una persona encantadora. Murió tan joven, a los cincuenta y tantos. Había preparado todo lo que le rodeaba para hacer de aquello el lugar más maravilloso del mundo. Pero, muerto Servando, empezó el desastre, como suele pasar siempre con los falsos herederos. Lo eran jurídicamente, pero no se dieron cuenta de que la herencia tenía otra magnitud. Y es lo que le pasó a Alfredo, de ahí la afirmación final: “Muero solo”. “Fue lo que tú escogiste”, respondió el interlocutor. Y ese es el gran problema: el misterio de la soledad y también el misterio del acompañamiento.

Él siempre quiso estar rodeado de gente joven. Se veía en ellos como en un espejo. Fue quien me llevó a García Márquez con un escritor joven cubano que él protegía en ese momento extraordinariamente. Y entonces nos encontramos en la Plaza de Armas. Y a mí me causó una impresión extraordinaria la conversación con él y con Mercedes [Barcha]. Hicimos un recorrido por La Habana Vieja. Y Gabo, hasta el final, siempre volvió.

Alfredo y Fidel: la relación era una relación nacida de una comunión de ideas y de una verdad que siempre dijo Alfredo. No se atrevió jamás a decir: desde que lo vi creí que era él… No, no; cuando lo vio, él dijo: este puede ser esto o esto, las dos cosas. Porque, ¿quién es el que llega? Este joven elegante, buen tipo, vestido con su traje espléndido, con su leontina con un ancla de diamantes, no podía imaginar que ese sería el demoledor de todo, empezando por lo suyo propio. Por eso, los que tuvimos la posibilidad de estar cerca del uno y del otro, nos dimos cuenta del sentido verdadero de esa relación.

A Alfredo no le interesaba un Fidel que trataba desesperadamente de remediar los problemas de una administración ineficiente en la sociedad; le interesaba el pensador, creía en el pensador, y creía en algo más: creía en la utilidad del sueño. Hoy, desde la roca del pensar, porque está el filósofo prisionero de su propia naturaleza, pero con la libertad en su imaginación, puede, como el personaje fascinante, recorrer su jardín y ver las extrañas plantas y las flores, y pensar en política, en lo que se hizo y que el tiempo no podrá demoler.

Cuando generalmente se simplifica la obra de la Revolución en la educación, en la medicina, en el deporte... se olvida que la obra principal que se propuso la Revolución fue una obra moral, regeneradora, cuyas consecuencias económicas serían el acceso de todos a una vida mejor.

Por eso, ante esta coyuntura y antes de su muerte, Alfredo creía en la necesidad de una refundación del socialismo; creía que era necesario, desde la soberanía de Cuba, pensar en algo que no era un entretenimiento teórico, sino plasmarlo en la realidad. Él creía en las transformaciones que la Revolución en esta etapa protagonizaba. Aborrecía la idea de que el Estado era el controlador de todo, y defendía en el pensamiento lo que defendió para él mismo, y trataba de infundirle eso a la joven gente. Por eso se fascinó, por ejemplo, con la Universidad de Santiago de Cuba. Llegó a Santiago y se quedó maravillado con lo que escuchó de los jóvenes que le hablaron, se quedaba maravillado cuando venía aquí y conversaba con ustedes.

Llegué aquel último día del Congreso en el Palacio de Bellas Artes, y vi los ojos de los jóvenes que estaban allí, y me di cuenta de que en la Asociación [Hermanos Saíz] había una gran esperanza para volver a encontrar a una vigorosa generación de pensadores, de artistas, de gente que aporte inquietudes, que persuada, que convenza, que nadie crea que tiene el monopolio absoluto de la verdad, que hay hoy más que nunca que escuchar, poner la mano en el corazón de las personas, hablar con la gente. Ese es el legado que creo más importante del pensamiento de Alfredo.

¿Aristocrático decían que era? Es verdad. Pero pertenecía a una aristo que no es la del poder material, sino a una aristo del pensamiento. Hablaba de los clásicos griegos como quien habla del aula primorosa de la Universidad donde le tocó estudiar Filosofía, Letras, pensamiento. No fue abogado como otros. Siempre quiso ser y fue un humanista.

El cine fue un vehículo para él. Si tú vas a ver cuántas películas hizo Alfredo: ninguna. Es sencillamente aquella gestión inicial con los artistas tutelares de la gran generación del cine cubano que le acompañaron entonces: Julio [García Espinosa], Tomás Gutiérrez-Alea [Titón]...

Me acuerdo que un día, en una biblioteca decomisada, encontré algo asombroso: un libro de versos de Tomás Gutiérrez-Alea. Entonces corrí con el libro y fui a ver a Titón, que era mi amigo. Le llevé el libro. Y lo cogió y me dijo: “Qué favor me has hecho”. Era una edición de muy pocos ejemplares. Cogió el libro y se lo llevó, porque se avergonzaba de haber escrito versos (RISAS), y me agradeció como nadie que le entregara el libro.

Me buscaban para hacer las películas del ICAIC. Siempre tuvieron en la Oficina del Historiador y en aquel barrio que iba como renaciendo y en el cual invariablemente Alfredo creyó, un escenario para todas las filmaciones. De ahí Lucía y todo lo que se hizo allí.

Un día Alfredo me llama y me dice que Titón necesitaba mi apoyo como un asesor eclesiástico, porque iban a hacer Una pelea cubana contra los demonios. Bueno, entonces fue la entrevista mía con Titón, y él me pidió lo insólito: “Necesito unos piratas”. Digo: “¿Cómo que piratas?” Y dice: “Sí, necesito unos piratas como extras para llevarlos a Trinidad para la película, y Alfredo me ha dicho que tú eres el único que puede”.

Entonces busqué. La Habana Vieja todavía era un lugar mucho más misterioso que lo que es ahora. Y me metí por la kasbah y busqué a Gabriel Tian, un gordo grande que era tuerto, amigo mío y le dije: “Tian, necesito piratas”. A las 24 horas ya había una gavilla. (RISAS) Necesitaba también ropas de iglesias. Figúrense, me volví loco buscando curas amigos y me prestaron ropas. Entonces salimos para Trinidad. Allí me dijo Titón: “Hay un solo problema: la situación aquí es muy difícil, y entonces hemos conseguido, hemos traído una lechona asada que no se puede tocar, porque no he querido que sea una lechona de atrezo, sino que sea de verdad pero que esté ahí; para cuando lleguen los piratas en el asalto”. Entonces le dije a Tian: “Fíjate, Tian, aquí todo está permitido, menos tocar la lechona”. Y me aseguró: “No, no te preocupes, en eso no hay problemas”.

Entonces, en el momento que está José Antonio [Rodríguez] en el papel del cura, en la bendición del ingenio, irrumpen los piratas, la gente corriendo, y aquello fue de un realismo impresionante. Uno de los señores era Armando Bianchi, que era un hombre de una simpatía extraordinaria. Entraron los piratas y a lo primero que le fueron arriba fue a la lechona. Se la comieron antes de la violación de las mujeres, se comieron todo aquello. Y entonces Titón se halaba no el pelo, se halaba la ropa. Al rato me llama Alfredo, y me pregunta: “Óyeme, Eusebio –como hablaba él–, ¿qué es lo que ha pasado, hijo, con una lechona que se comieron?”

Alfredo usó de su poder político para echar adelante obras maravillosas y extraordinarias. El ICAIC estaba en ese momento en una ruina decadente con aquel edificio que a su regreso transformó completamente.

Cuando lo llamaron, le dije: “Alfredo, ¿quieres que te haga una anécdota?” Alguien escuchó a Máximo Gómez decir que cuánto le gustaría ir a Camagüey a luchar con Agramonte. Y fueron a ver a Céspedes y le dijeron: este quiere ir para allá. Y entonces Céspedes lo mandó a buscar y le dijo: “Escoja unos pocos hombres y váyase a la sierra”, algo así como “hasta que yo me acuerde”. Se fue con lo que Gómez llamó los doce apóstoles. Y cuando murió Agramonte, lo manda a buscar y Gómez le dice: “Mi general presidente, aquí tiene a su viejo soldado”. Y él le dice: “Lo nombro jefe para Camagüey, salga para allá”.

Y entonces a Alfredo le pasó lo mismo: cuando fracasa la película y viene el tiempo en París, fue un tiempo muy fecundo para Cuba, de gran apoyo para Cuba porque él se rodeó rápidamente de lo mejor de la intelectualidad en esa nación y la comprometió.

A su regreso, inmediatamente transforma todo el piso que ocupaba, lo llena todo con los cuadros que tenía, y trajo a un perrito maravilloso. Uno entraba a verlo y el perrito estaba sobre el buró, y él decía: “A ver, ¿cómo tú me quieres?” Y el perro empezaba a hacer gracias. Porque tenía esas cosas también del muchacho que nunca dejó de ser.

Por eso, más allá de la vida, cuando faltan unos días para que él cumpliera 90 años, me alegro de celebrarlo. “Y espero, Alfredo, que sé que estás cerca, que sepas comprender que he tratado de dar un testimonio lo más próximo posible a lo que tú fuiste, cosa que es imposible”.

Gracias.
----------------------------------------------------

Algunas respuestas a preguntas que le formularon desde el público:

Hay que tener en cuenta que el origen no determina, el origen es un punto de partida. Fidel, Raúl, Céspedes, no tuvieron esa posibilidad. Es el desarrollo de las ideas el que lleva a los seres humanos a asumir un camino, una conducta.

Uno necesita desear el conocimiento, tiene que desear el conocimiento. Hay un nido, hay tres pájaros, y hay uno que pide y pide, pero no alcanza; y hay otro que pide y pide, y lo logra. Hay pichones que no vuelan a tiempo y, cuando se van los padres, están condenados a morir. Entonces hay que saber volar a tiempo. Hay un momento en la vida y hay épocas…

Se los digo porque ayer, por ejemplo, se graduaban decenas de jóvenes que han estudiado en una escuela de oficios, y yo les hablaba de la importancia de la conciliación entre la mano y la cabeza. Y ya comprendí hace mucho tiempo, como una vez me dijeron, que la mano ejecuta lo que el corazón manda. Quiere decir, no hay antagonismo entre lo uno y lo otro, pero uno tiene que desearlo.

Aquí, antes de la Revolución, se formaron grupos de personas. Por eso creo que no se puede olvidar que la Sociedad Pro-Arte Musical realizó aquí una obra extraordinaria; una señora, que era una aristócrata de verdad, que era María Muñoz de Quevedo, consumó una obra extraordinaria, y por ahí pasan Alicia Alonso, María Teresa Linares, Argeliers León, Marta Arjona, gente que escuchó el llamado y buscó la oportunidad; uno tiene que buscar la oportunidad.

A algunos contemporáneos míos, por falta de interés mío o porque lo dejé para mañana, no los conocí; pero cuando tuve una noción de lo efímera que era la vida de algunos hombres, como sería la mía, pues acudí nada más y nada menos que para estrechar la mano de Fernando Ortiz y de José María Chacón y Calvo, de aquellos grandes hombres; de los pintores, de [René] Portocarrero, de Mariano [Rodríguez], de Víctor Manuel [García]; los recuerdo a todos. Pero fue la avidez; cuando no podía, alguien me los presentaba.

Recuerdo cuando llegué a ver a Luis Martínez Pedro, que quería conocerlo, porque quería relacionarme con la gran generación de los pintores. Me recibió como era él, con una chaqueta americana preciosa, con un pañuelo atado aquí al cuello, con un trago en la mano, y me dijo: “Joven, le advierto que yo no regalo cuadros; (RISAS) ese es Portocarrero, yo no”. Y entonces le dije: “No, maestro, yo no vengo a pedirle nada”. Inmediatamente se dio cuenta de que me había descolocado, y me dijo: “Pero, mire, yo le voy a dejar para el Museo eso que usted ve en la pared, que es un mascarón de proa de una nave perdida, que compré en Baracoa, eso se lo voy a dejar”. Murió Martínez Pedro, y me llamó la esposa y me dijo: “Hay una cosa para usted”. Quiere decir, él me zarandeó, pero después cumplió su palabra.

Así me pasó con otras personas: Enrique Labrador Ruíz, por ejemplo, o con Cintio Vitier, mi amigo querido. Yo le decía el patriarca de Aquilea. Le gustaba muchísimo, porque era un título antiguo. Habíamos acudido a los intelectuales, Leo [Brouwer], que es un santo, habíamos acudido todos juntos a Venecia, a una acción cultural sin precedentes; Alfredo también. Y entonces Fina [García Marruz], salió y le robaron la cartera. Estaba, figúrate, en una situación desesperada. Pero no fue eso solo: salió caminando con Cintio, y de pronto venía, como en la película, una manifestación contestataria, con bandera roja y todo, y ellos iban delante, y no sabían nada de aquello.

Bueno, pero conocí a esas personas. Y solamente el poder acariciar la mano de esas personas, poder saludar a los contemporáneos y a los que sean de otras generaciones me transmitió algo.

Uno debe tener la avidez por la cultura. Comprar un libro es una cosa gigantesca. Por eso digo que agradezco a Alfredo que me trajo Marguerite Yourcenar, me trajo el Opus Nigrum y varias obras más; estaba entonces deseando conseguir la obra de Marcel Proust, figúrate, que costaba un ojo de la cara.

Pero el tema es la avidez por saber. Hay quienes esperan que les lleven el conocimiento a la puerta. No puede ser así, yo pienso que una de las grandes obras de la Revolución fue desencadenar todos esos sueños postergados por generaciones. Por ejemplo, cuando se creó la Cinemateca de Cuba, tan animada por Alfredo, nosotros inmediatamente sacamos el carnet. Íbamos a ver la Cinemateca, que era una pasión, aquí en La Rampa y en el Rialto, que era un cine muy singular. Allí vimos todo el realismo italiano, los fratelli Taviani, apreciamos las distintas etapas de la historia del cine, pero teníamos esa avidez.

Algo parecido sucedía con la biblioteca. Yo no tenía libros; solo contaba con la Biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País. Ir allí y con la credibilidad, el carnet, qué honor tan grande, y después llevar el libro intacto luego del disfrute para devolverlo. Quiere decir, el problema no es solo el tema de que existan las oportunidades; uno tiene que buscarlas y arrebatárselas al destino también.

Siempre he relatado que mi encuentro con Emilio Roig [de Leuchsenring] fue una cosa tremenda. ¿Por qué? Porque yo había dado una conferencia, a partir de mi formación tan escolástica y cuando comprendí la magnitud de mi error, fui a ver a un ilustre sacerdote jesuita y me dijo: “No, no, pero eso no es decir que vienes aquí a arrepentirte; tienes que ir allí a hacerle una restitución, que es como se llama eso”.

Llegué y me presenté a aquella muchacha, María Benítez, diciéndole que quería ver al Dr. Roig. Y me pregunta: “¿Con qué fin?” Le expliqué que era un asunto muy privado. No le quedó más remedio que dejarme subir. Cuando entré hallé a Roig sentado, vestido de blanco, impecable y comencé: “Maestro, vengo a restituirle, por esto y esto y esto”. ¿Qué hizo? Me hizo así con la mano, queriendo decir: esto ha terminado.

En ese momento no podía imaginarme siquiera lo que iba a depararme el destino. Volví luego muchas veces a verlo y a aprender y a conseguir los libros y a asistir a las conferencias, deslumbrado por su capacidad de trasmisión. Y allí conocí a todos esos grandes hombres, muchos de los cuales hicieron y hacen historia.

El subdesarrollo genera una falta de memoria. Hay que empezar siempre lo que ya está empezado, volver a honrar a los que una vez fueron honorables y están olvidados; hay que retornar siempre. Aquí, para el olvido, nada más que hay que morirse, por eso este acto tiene un gran valor; por ahí van del brazo, además, dos malos sentimientos: la ingratitud y la envidia, que constituyen una serpiente bicéfala. Por eso es tan importante insertar la memoria, construir el legado y darnos cuenta de que no nos hacen falta seguidores, nos hacen falta discípulos.
-----------------------------
*Cortesía de Camilo Pérez Casal

domingo, 29 de diciembre de 2019

“Privatizar” para desatar las fuerzas productivas en Cuba. Notas sobre el agro: ¿pragmatismo vs. ideologización?

Por Pedro Monreal

Se ha mencionado recientemente el rechazo a la “privatización” como mecanismo para desatar las fuerzas productivas en Cuba, pero conviene tomar nota de la realidad: la gestión del agro cubano ya ha sido “privatizada” en gran escala.

Ante la incapacidad de la empresa estatal de gestionar el principal activo del sector -la tierra- se entregaron más de 2,1 millones hectáreas de tierras ociosas en usufructo, incluyendo aproximadamente a unas 250.000 personas naturales.

La escala de la tierra estatal cedida en usufructo -a privados y cooperativas- es enorme, representando la tercera parte de los 6,2 millones de hectáreas de la tierra agropecuaria del país.

Los productores privados aportan una parte decisiva de importantes renglones de la oferta nacional de alimentos. En siete categorías claves (frutales, maíz, frijol, viandas, hortalizas, lecha y arroz) la contribución del sector privado supera el 50%.


Fuente: ONEI. Sector Agropecuario. Indicadores seleccionados. Enero-diciembre de 2018.

El agro es un sector clave: seguridad alimentaria, mayor empleador del país y el área donde más rápidamente y en mayor escala pudiera producirse la sustitución de importaciones y el punto de origen de encadenamientos productivos.

El 57% de las importaciones de alimentos se concentran en un reducido grupo de 5 productos cuyo valor de importación aparece entre en paréntesis, en millones de pesos: pollo (305), arroz (273), maíz (193), trigo (184) y leche en polvo (146).

Con una política agropecuaria adecuada, se pueden reducir sustancialmente esas importaciones, con la excepción del trigo. La importación de esos alimentos no es algo “natural”, ni es inevitable.

El agro es también el sector en el que deberían priorizarse las acciones para desatar las fuerzas productivas pues tiene el nivel más bajo de productividad sectorial de la economía

Desatar fuerzas productivas en el agro cubano significa eliminar las trabas estatales que todavía se mantienen para el funcionamiento de su segmento “privatizado”: un sistema de acopio ineficiente, mercados mal diseñados y ausencia de PYMES

El apoyo al sector privado del agro debe ser priorizado y la razón es fácil de entender: es allí donde se decide la oferta nacional de alimentos. Se necesita una política pragmática y no una “conversación” ideologizada acerca del sector privado realmente existente.

viernes, 27 de diciembre de 2019

27 de diciembre de 1969 (Diario de a Bordo)

Dice el diario: 

27 de diciembre de 1969 (sábado)
Día sin novedades. Se sigue cargando. Esto no termina nunca.
Una canción, 48: Después que canta el hombre.


Después que canta, el hombre queda solo.
Solo en la soledad de su cabeza,
solo en la soledad de las butacas,
y una mortaja de aire hace silencio.
Sabe que ahora, de pronto, se hace luego,
aunque después que cante quede ciego.

Se mira entonces la guitarra y se le guiña un ojo.
Qué no sabrá del abandono la guitarra.

Después que canta, el hombre queda solo,
pues cada uno regresa a sus pisadas.
Le dejan las palabras en la alfombra.
La hora de la palabra fue la escena.
Sabe que ahora, de pronto, se hace luego,
aunque después que cante quede ciego.

Se mira entonces la guitarra y se le guiña un ojo.
Qué no sabrá del abandono la guitarra.

Después que canta, el hombre queda solo,
sobreviviendo a igual incertidumbre.
Pero de nuevo ordena sus conciertos
como un ángel postizo que insistiese.
Sabe que ahora, de pronto, se hace luego,
aunque después que cante quede ciego.

Se mira entonces la guitarra y se le guiña un ojo.
Qué no sabrá del abandono la guitarra.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Ojalá

Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo 
cuando caigan
para que no las puedas convertir en cristal
ojalá que la lluvia deje de ser milagro 
que baja por tu cuerpo
ojalá que la luna pueda salir sin ti
ojalá que la tierra no te bese los pasos

Ojalá se te acabe la mirada constante
la palabra precisa la sonrisa perfecta
ojalá pase algo que te borre de pronto
una luz cegadora un disparo de nieve
ojalá por lo menos que me lleve la muerte
para no verte tanto para no verte siempre
en todos los segundos en todas las visiones
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones

Ojalá que la aurora no dé gritos que caigan
en mi espalda
ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz
ojalá las paredes no retengan tu ruido 
de camino cansado
ojalá que el deseo se vaya tras de ti
a tu viejo gobierno de difuntos y flores

Ojalá se te acabe la mirada constante
la palabra precisa la sonrisa perfecta
ojalá pase algo que te borre de pronto
una luz cegadora un disparo de nieve
ojalá por lo menos que me lleve la muerte
para no verte tanto para no verte siempre
en todos los segundos en todas las visiones
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.


(23 de diciembre de 1969,
Océano Atlántico)

sábado, 21 de diciembre de 2019

Alicia Alonso baila en mi cabeza

Por Senel Paz

Este cuento, del que hoy compartimos fragmentos con nuestros lectores, es uno de los iniciales de su autor. Narra el descubrimiento de los teatros habaneros en los años 70 por parte de David, el personaje que conocemos por diversos textos de Senel y las películas Una novia para David y Fresa y chocolate, de las que ha sido guionista. Acompañado por su amigo Miguel, asisten al Teatro Martí, donde se ofrece la obra musical del bufo cubano La isla de las cotorras, de Jorge Anckerman y Federico Villoch. La experiencia es satisfactoria para ambos y decide repetir.
------------------------------------------------------

La segunda ocasión en que fuimos al teatro, sin embargo, no resultó tan buena. Andábamos por la misma zona y pasamos por la acera del Centro Gallego. Es un edificio bellísimo. Visto desde el Parque Central o el portal del Cine Payret, la fachada parece que se mueve. En cada esquina tiene una torre, rematada por una cúpula, encima hay un ángel con las alas desplegadas, apoyado en la punta del pie, a punto de alzar vuelo. De algún modo deben estar bien fijos, porque a esa altura y siendo, como son, de bronce, representan un peligro para quien pase por la calle. Yo sabía que el edificio albergaba un teatro, entre numerosas instalaciones, y le propuse a Miguel entrar también a este y así serían dos los que nos apuntábamos para darnos balijú frente a los demás. «Pero aquí no hay cotorras», me dijo él cuando estuvimos frente a los anuncios, «aquí lo que hay es la bailarina esa que baila, Alicia Alonso».

El señor de la puerta, en vez de tomar nuestras entradas y darnos paso, nos apartó a un lado y se dedicó a recibir con sonrisas y reverencias a los demás, y solo cuando le vino en gana, tras echarnos una mirada de arriba a abajo, nos mandó a entrar con una advertencia: «Aquí no se viene a jugar; a la primera que hagan llamo a la policía y los saco, están advertidos». «¿Qué le pasa a este», dijo Miguel cuando nos alejamos, «¿querrá que regrese y le parta la cara?, ¿no se ha enterado de que el teatro no es suyo sino del pueblo?».

De nuevo estaba yo en la sala de un teatro y miraba las lámparas, el techo, los palcos, las mismas viejas de la otra vez. Todo era más lujoso y bello. Enseguida apagaron las luces, volví a escuchar el telón que se corría, y comenzó la representación. Apenas habían trascurrido unos minutos, cuando toda la gente se levantó a un tiempo y empezó a aplaudir, a rabiar. «¿Qué pasa?», preguntó Miguel, «¿llegó Fidel?» Miramos a los lados y no vimos movimientos de escoltas. No se trataba de eso, era Alicia Alonso que estaba a punto de aparecer. No la anunciaron, pero lo supe porque aunque uno nunca haya asistido al ballet la presiente y, en efecto, entró por un lateral. Fue recibida con gritos de «¡Bravooo!, ¡Bravooo!, ¡Bravooo!», a pesar de que no hizo nada, solo aparecer. Miguel me miró y si se lo propongo nos paramos y nos marchamos en ese instante. Pero yo no me quería ir. Al contrario, no podía apartar los ojos de Alicia. Aguardó paciente a que el público se calmara, y cuando sucedió, movió un brazo y con esto el escenario se convirtió en un lago y ella en un cisne y empezó a bailar. A mí me parecía que no era posible, que no podía estar viendo lo que veía, que nadie puede bailar así, ni ella aunque lo estuviera haciendo. Se desplazaba sin tocar el piso, permanecía en el aire tanto tiempo como deseaba y descendía en cámara lenta, se posaba sobre el tablado y avanzaba o retrocedía o giraba y movía las alas. Sufría por alguna razón que yo no alcanzaba a comprender, pues en el ballet no hablan, y amaba al príncipe que permanecía junto a ella sosteniéndola por el talle, elevándola sin esfuerzo alguno porque Alicia Alonso no pesa nada, y ella no sabía si quedarse con él o marcharse, y se ofrecía o lo rechazaba, extendía o recogía el cuerpo, y todo esto en la puntiquita de los pies que es lo que tiene valor y hace del ballet un arte. Los demás cisnes -porque había muchísimos-, la rodeaban, la protegían, inquietos, siempre uno a continuación del otro, como si fuera uno solo desdoblado, y con ciertos compases de la música daban unos salticos muy graciosos que nunca se me olvidarán.

Miguel se había dormido. Dejé que apoyara la cabeza sobre mi hombro para que no cabeceara y continué mirando y mirando. Quería saber qué le pasaba a Alicia Alonso. Un muchacho delgado a mi lado me dio un codazo y exclamó: «¡Esta noche está genial, deja que venga el cisne negro!» ¿El cisne negro?, me pregunté para mis adentros; ¿qué cisne negro?, ¿acaso la obra trata de algún problema racial, como el poema Balada de los dos abuelos, de Nicolás Guillén, y yo no me había dado cuenta? Claro, no podía preguntar. Me eché hacia delante y me esforcé en captar los detalles, el contenido del ballet, y debido al esfuerzo, o por la música que escuchaba sin darme cuenta de que la oía, se me empezaron a cerrar los ojos. Yo no quería, quería permanecer alerta, pero la figura de Alicia se me desdibujaba, sus contornos se difuminaban, hasta que se dividió en dos y una Alicia se fue a la pata del escenario, bailando, y la otra permaneció en su sitio, bailando también. Solo con mucho esfuerzo lograba juntarlas: cerrando un ojo, achicándolos, abriéndolos bien, mojándomelos con saliva, y luego ni con esto y ya no sabía si estaba viendo a Alicia o la soñaba, si la música me llevaba por las nubes o por el bosque o el lago o donde estaba yo, y fue así hasta que un estruendo de la orquesta me despertó, pegué un salto y quedé ante un brujo. «¿Qué pasa?», alcanzó a preguntar Miguel que también se despertaba. Algo nos habíamos perdido. El brujo estaba en la escena y se había apoderado de Alicia Alonso. La rodeaba con sus brazos larguísimos y se la llevaba consigo y el príncipe ni sus amigos podían hacer nada para evitarlo. Alicia Alonso aleteaba desconsolada y, muy triste, muy triste, se perdió con el brujo entre los árboles y la bruma del fondo. Inmediatamente, como siguiendo una orden, los del público se pusieron de pie y comenzaron a aplaudir y gritar diez, 15, 20 veces más que al principio, totalmente fuera de sí, con las venas del cuello hinchadas, a punto de tirarse de los pelos o encaramarse en las butacas. «¡Bravooo, bravooo Alicia, bravíiiisimo!», chillaban, hasta que reapareció, supongo que para calmarlos y pedirles que guardaran la compostura y cuidaran las butacas, pero fue peor, porque al verla, la gente se volvió loca y aplaudió como yo nunca hubiera creído que los seres humanos podían aplaudir. Alicia Alonso les correspondía con reverencias y ellos la bombardeaban con flores y más vítores, y a mí me pareció que sí, que Alicia había bailado bien, pero que no era para tanto. «¡Vámonos!», dijo Miguel rotundo, y salimos atropellando gente, a la que poco le importaba, los podías matar que seguirían aplaudiendo. «A ti se te ocurren cada cosas» me dijo ya en la calle, mientras nos alejábamos a toda prisa. «La isla de las cotorras, El lago de los cisnes: a mí no me vuelvas a invitar a una obra de aves; ¡qué tiempo y dinero perdidos!; y por si no te diste cuenta, el 90 % de los que estaban allí eran invertidos, empezando por el portero; yo no vengo más aquí».

Estaba furioso y yo empecé a sentirme mal y me ­comenzó a salir ese odio que a veces me tengo por no saber pasear con un amigo. Miguel se dio cuenta y al rato me pasó el brazo sobre los hombros y dijo. «Pensándolo bien no estuvo tan mal, Alicia Alonso baila bien, no va a tener la fama por gusto», y me invitó a una pizza para que olvidara el asunto. Acepté, pero no tenía deseos de comer pizza alguna y también me prometí que no volvería al ballet.

Y ya me había olvidado por completo del episodio cuando, varias semanas después, una noche mientras buscaba el programa Nocturno en el radio portátil de Miguel, de pronto escuché una música que me hizo detener el dial. La reconocí enseguida, cerré los ojos, y no más hacerlo se me apareció Alicia Alonso en la mente, bailando, bailando, y bailó para mí toda la noche y me sentí feliz y con ganas de llorar.

---------------------------------
Fuentehttp://www.granma.cu/cultura/2019-12-20/alicia-alonso-baila-en-mi-cabeza-20-12-2019-21-12-34

jueves, 19 de diciembre de 2019

Llover sobre mojado

Por Rolando López del Amo

Cada sesión de nuestra  Asamblea Nacional del Poder Popular cuando analiza el plan económico y se llega al tema de las cuentas pendientes, tanto por cobrar como por pagar, la cifra es de miles de millones de pesos en el sector del comercio y la gastronomía. La contralora general de la república lo constata año tras año y el presidente de la Asamblea dice que es un problema viejo. Y hasta ahí las clases.

Este año, además, existe un déficit de más de mil millones de pesos en el pago de tributos al Estado. Y existe un dirigente administrativo por cada diez trabajadores.

La única forma de poner fin a este permanente desastre económico es cumplir con los lineamientos de los congresos del Partido y pasar esa actividad a formas no estatales de administración. Escuchamos en esta Asamblea que en el sector de la Agricultura se les adeudaban pagos millonarios a los productores. Problema estructural. Vicios burocráticos que arbitrariamente sustituyen los métodos económicos por administrativos. Es un afán de manipular el poder a cualquier precio. Nuestro sector de Agricultura es algo así como vivir del cuento. Y qué decir del sector cañero, con rendimientos de veinte toneladas por hectárea, puro caguazo. En 1958 un rendimiento de 45 toneladas por hectárea se consideraba muy pobre.

Insistir en repetir viejas prácticas fallidas es inaceptable.

El Presidente Díaz Canel llamó a liberar las fuerzas productivas. Eso significa dar pleno apoyo a la iniciativa privada y cooperativa, a la creación de empresas pequeñas y medianas no estatales y a un cambio profundo en las empresas estatales haciéndolas responsables de sus pérdidas y ganancias. La clave del extraordinario éxito económico de Vietnam, la dijo en la Universidad de La Habana el Secretario General del Partido Comunista de Vietnam, se ha basado en la sustitución de un método altamente centralizado y subsidiado por uno de economía de mercado socialista.
--------------------------------------------------



domingo, 15 de diciembre de 2019

Leo Brouwer: «Cuando nos ahogue la superficialidad volveremos a la cultura»

Por Marta Caballero

Pasadas las siete de la tarde, en una ciudad en la que empieza a sentirse el trajín consumista prenavideño, aparece entre la multitud que camina por la Calle Imagen el maestro Leo Brouwer (La Habana, 1939). Menudo, tranquilo, viene contento este icono de la guitarra, el compositor de música contemporánea más programado del mundo y figura histórica de la cultura en su país. También es de los más eclécticos. En números, su biografía baraja más de 300 obras, 70 bandas sonoras (Como agua para chocolate) y más de 200 premios. Ha dirigido a centenares de orquestas, hoy una Joven Filarmonía de Córdoba lleva su nombre, y ha dejado a la posteridad una obra que bebe lo mismo de los Beatles que del Barroco.

Le gusta el ambiente de Sevilla, una ciudad que le recuerda a Roma por su carácter y su fisonomía abiertos. «He perdido la cuenta de las veces que he estado aquí, pero diría que más de 200», calcula a su entrada al teatro del Centro Cultural Joaquín Turina, donde el conjunto de música contemporánea Taller Sonoro, coordinado por Ignacio Torner, y el guitarrista Marcelo de la Puebla, le dedican un concierto monográfico.

Además, ha impartido clases magistrales a jóvenes músicos sevillanos, por mediación del Conservatorio Superior de Música Manuel Castillo. «¿Cómo no seguir viniendo? Merece la pena. Es cierto que con la edad cada vez cansan más los aviones y los viajes, pero es lo que tienen los trabajos vocacionales, la pasión de seguir dejándote la piel en ellos«, asume. Unos minutos después, en una de las salas del Turina, se sienta con Sevilla World para hablar de música, de cultura, de enseñanza y de Cuba.

P.- Siendo cubano, me sorprende que Stravinsky y Bartok fueran sus primeras influencias. Es una trayectoria muy poco habitual la suya.

R.- A mí también me sorprende. Nunca he podido explicármelo pero me sedujeron desde el inicio, desde el analfabetismo de un niño de 11 años. Soy autodidacta y entré en los grandes clásicos por mi cuenta. Pero al hacer recuento a través de entrevistas y pensamientos, me he percatado de que, en un determinado momento, fui el profesor más joven que hubo en las universidades de Estados Unidos, tenía 21 años cuando empecé a enseñar en Connecticut. En la famosa Nueva Inglaterra de Emerson, Thoreau y muchos grandes filósofos. Mi apellido es holandés, de un aventurero, como muchos del Norte de Europa, era medio chino, y me dejó algún rastro en las pupilas. Pero, por lo demás, encuentro mucho más fascinante el mundo contemporáneo. Eso fue lo que me sedujo.



«Donde otros oían ruidos, yo escuchaba música»

P.- ¿Qué recuerda de aquellos días en los que descubría la música?

R.- Como sabrá, el hermano de mi abuela, mi tío abuelo, era un famoso compositor, Ernesto Lecuona, el autor de la Suite de Andalucía, la famosa canción Malagueña… pero yo no entré en ese mundo. Para un niño de cinco años el piano habría podido ser fascinante. Y, sin embargo, lo que me seducía era pegar la oreja a la cámara para sentir esa música que para los demás era ruido. Era un poco el antecesor de la electrónica, eso es lo que me gustaba.

P.- ¿Y qué le lleva a seguir viajando para enseñar a jóvenes, como en Sevilla? ¿Qué le aportan los alumnos?

R.- Me gusta enseñar porque no tuve maestros por falta de dinero y de ocasión. Sufrí a cambio una soledad atractiva. La música me ofreció una introspección, una concentración fuera de lugar para un niño de 12 años. Pero enseñar es hermoso. ¡He venido tanto a Sevilla!: he dirigido en el Teatro de la Maestranza a la Orquesta Sinfónica de la ciudad, y a la de Córdoba cuando la fundé. Sevilla es abierta, riente o reidora, como diría Borges. Mientras que Córdoba es muy introvertida, cerrada, intramuros. Yo a ésta la comparo con Florencia, que también es muy cerrada, y a Sevilla con Roma.

P.- Hábleme más de su vinculación y de sus estancias en la ciudad.

R.- Estuve aquí también en la época en la que se hizo la Exposición Universal de 1992. En aquel año hice una gira con Egberto Gismonti, el gran compositor y guitarrista brasileño. Estuvimos actuando dentro de la Expo’92. Pero desde mucho tiempo atrás he venido a impartir charlas. Esta ciudad siempre ha tenido una fascinación para mí, tiene ese orgullo de algunos lugares que sobrepasan el carácter del turista enamorado de la belleza, que es algo más común que el turista enamorado de las formas culturales. En Viena, la patria de Mozart, practican una que se vende al turismo. Pero eso no ocurre en España, aquí no hacen turismo para que vengan a disfrutar, España es así. Si vuelvo a decirlo en Centroeuropa a lo mejor me mandan para la luna, pero es cierto.

«Los tiempos de concentración han menguado con internet»

P.- Su catálogo bebe de Stravinsky, los Beatles, Luigi Nono… 
¿Cuánto daño ha hecho a la música las etiquetas?

R.- Mucho. La etiqueta es inevitable en la calificación que da el hombre a su entorno pero nos limita. Hay algunas ventajas singulares en tratar de evitar esas calificaciones al hombre común. Si uno pudiera unir la utopía de la felicidad más con el entorno que con sí mismo, podría encontrar más verdades. Esto ocurre en la cultura, que últimamente se ha ido transformando de una manera tremenda. No lo digo peyorativamente, pero estamos en la época de internet, que es una de las cosas más importantes del hombre civilizado, del hombre con una mentalidad científica. Y, sin embargo, esta mentalidad está ignorando la mentalidad artística. El hombre está acostumbrado a ver el desarrollo como una línea unívoca solamente. Cuando el hombre se cambia a sí mismo por un especialista, empieza la decadencia, pues su autoestima crece un una sola dirección. Esto ocurre en el mundo de toda la cultura europea y norteamericana. Se salva la incultura suramericana, a la cual yo pertenezco.

P.- ¿Por qué lo llama incultura? Diría que es lo contrario.

R.- El hombre primitivo es más intuitivo y tiene un sentido de las verdades múltiples, las que apartan en vez de unir. A la vez, el multiculturalismo es inevitable. La forma en que los conciertos se celebran es unívoca pero acabará volviendo a lo que vengo promulgando desde hace años. Yo combino un grupo de jazz con la gloriosa vanguardia que tuvimos en los 60 o tomo un barroco riguroso para interpretar un contemporáneo del siglo XX. El público lo aprecia, la gente se queda enamorada de esa mezcla.

En la era de la banalidad

P.- En una entrevista reciente, el compositor sevillano José María Gallardo del Rey se lamentaba de que la guitarra, que había vivido un boom años atrás, se estuviera volviendo endogámica. Decía que los festivales, las programaciones, los discos y los propios músicos estaban dejando de beber de otras fuentes y de explorar en unión con otros artistas. A la vez, últimamente se habla de la banalización de los contenidos en la cultura. He leído que es un tema que a usted también le alarma. Por ejemplo, en lo referido a los tiempos de concentración, que hoy es de tres minutos. Ante todas estas cuestiones, ¿Cabe esperar que aparezcan nuevos genios y piezas históricas?

R.- Conozco mucho a Gallardo del Rey. Estoy totalmente de acuerdo con él, el músico siempre debería beber de influencias diversas y hoy esto apenas sucede. Sobre la banalización y el tiempo, internet va acelerando nuestra capacidad de comprender la información. No sé hasta qué punto esto nos afecta mental y creativamente pero pienso que llegará un momento en que la banalización de la sociedad consumista, que crea una adicción que es contraria a la cultura, provocará que ese público enajenado va a sentarse a descansar. Ya sea en la música, ya sea en la lectura… Encontraremos tiempo para leer aunque sea bestsellers. ¿Usted lee crítica literaria? Habrá visto que parece que todos los libros son geniales, incluidos los del analfabeto número 25 de la televisión, que goza de la misma amabilidad que un Borges o un Pío Baroja…

P.- ¿Y se seguirá creando con hondura?

R.- También en la creación va a ocurrir, y ya está ocurriendo, un matrimonio entre lo banal -que no es como decía Umberto Eco el uso del kitsch- y la estética. En ese momento los hombres de la estética empezarán a dudar de sí mismos, de sus análisis rigurosos algunos por ser excesivos y otros porque se encontrarán solos. Esto ya pasó con la ultra vanguardia de los 60, en la época de Tomás Marco, de Luis de Pablo… compositores y amigos míos todos.Vivimos una época maravillosa, rabiosa, y cesó, como lo hizo la de los grandes castrati. Desgraciadamente, estamos vistiendo la información con estas figuras de lo banal. Pero siempre hay excepciones. En Cuba hicimos unos festivales de contratenores por primera vez en todo el mundo. Los celebramos en una isla llena de contradicciones, pobre y empobrecida aún más. De pronto, en este lugar se produce este milagro mientras Europa se queda pasmada.

P.- Entonces, ¿cabe esperar otros milagros?

R.- Sí, porque insisto en que el hombre, cuando se sature de toda esta superficialidad, va a tener que respirar. Si no, se ahoga.

«Adapté a mi lenguaje productos de muchas épocas»

P.- Hábleme de sus etapas. ¿Compone de una forma muy diferente a cuando era joven? ¿Qué dice su música de su biografía?

R.- Después de mucho trabajo, de haber escrito más de mil obras y dirigido más de 500 con orquestas de todo el mundo, sin ser famoso por supuesto, que no lo soy ni me interesa. Después de todo esto, decía, me doy cuenta de que la palabra experimentación no existe. Tenemos la comprobación, el préstamo cultural, la reutilización. Mis etapas no se avienen con el periodo histórico en el que están. Cuando me becaron para estudiar en la Juilliard School, que sigue siendo una de las mejores instituciones musicales del mundo, me empapé de todo: de mis magníficos profesores, de su portentosa biblioteca. Hay un crítico austriaco que considera mis obras precursoras, que ve que rompí una tradición. Otros me citan como ejemplo del posmodernismo, que no es el todo vale sino la asimilación de todas las formas culturales y una adecuación a los estilemas de cada compositor. Tomás Marco, Villarojo o jóvenes como Jesús Torres, David del Puerto, César Camarero… utilizan distintos productos de diversas épocas pero, como yo, los adaptan a su lenguaje. El camino actual va a ser muy extraño. Cabe pensar que podamos llegar a usar la banalidad no como una estructura cultural asimilada, sino como manera de emplear el mal gusto como bueno, de tomar toda esa corriente y darle la vuelta.

P.- ¿Cómo logró seguir empapándose en Cuba de todo ese poso cultural?

R.- En Cuba no tenemos internet, algunos sí pero a una velocidad lentísima, tan lenta que no es velocidad. En algún momento, mi generación tuvo que adivinar qué iba a pasar y qué estaba pasando en el mundo de la cultura. Tuve que poner imaginación en los vacíos de ese conocimiento al que no podía acceder y llegué a algunas formas interesantes que no denotan sino la fantasía del joven. Todos somos inteligentes, hay que usar la inteligencia de muchas maneras. Además, tuve el privilegio de tener amigos extraordinarios, como el maestro Luigi Nono, y otros músicos que llegaron a las investigaciones más increíbles. No puedo decirte más… la cultura popular es tan fuerte en Cuba y otros muchos países del Caribe y, al mismo tiempo, se comercializa tanto que estás entre la espada y la pared. Las formas más sutiles de la composición no afloran en la cultura popular de otros países. Somos una cosa rara. Seguimos siendo un poco raros.

P.- Sigue siendo el autor de música contemporánea más programado del mundo.

R.- Bueno, no lo sé. He compuesto para todos… pero el mundo de la guitarra ha venido circunscribiéndose a una serie de módulos. El fenómeno mejor de la guitarra había sido su popularización. Pero hasta cierto punto: hoy los programas en más de un 80 por ciento están pensados con obras demasiado ligeras, algunas muy lindas, pero con poca consistencia. Y esto no ayuda.

P.- En cambio, dentro de la música popular, usted supo ver la complejidad de los Beatles. ¿Hay grupos o intérpretes en activo del que un compositor joven pudiera hacer lo que hizo con la mítica banda británica?

R.- Hay cantores en nuestra lengua que se pueden llevar a ese grado de sutilezas. Cuando orquesté a los Beatles hice un ejercicio de estilo. En unas canciones homenajeé a Bartok, en otras, al Renacimiento inglés, a la época isabelina. Otros temas me valieron para rendir tributo a algún fragmento stravinskiano por excelencia. Compositores de nuestra América como Silvio Rodríguez o Pablo Milanés se prestan a eso. Es una labor difícil porque hay que conocer a fondo los componentes de esa música. Los dos fueron alumnos míos y somos muy amigos. Con Silvio he estado hace cinco días, ahora anda dando giras en Cuba para las clases más desfavorecidas. En 2015 lo hizo en cárceles y este año en barrios pobres, lleva casi 80 conciertos. Me contó que, en una de las zonas más conflictivas de Cuba, dos ex presos para los que había actuado le ofrecieron su protección en un lugar donde ni siquiera la Policía se atreve a meterse.

P.- Me gustaría que, como personalidad de la cultura, hablara sobre la situación política de su país. Sé que no querrá tocar demasiado el tema de la política pero acaba de morir Fidel Castro. ¿Cómo ve el futuro?

R.- Yo sólo puedo hablar de cultura, no de otros elementos. Pero sí puedo decir que el país tiene unas rutinas, como cualquiera que lleve 20 años con un pensamiento político específico. Y eso para transformarlo necesita de una variedad económica que no existe. La pobreza no es un fenómeno separado de la vida política. No se puede separar del fenómeno económico. Yo a los especialistas de economía de mi país no los comprendo, ni tampoco a los norteamericanos, que son los reyes de la economía antropófaga. No entiendo ese hambre de Wall Street por poseer las materias primas y la consecuente involución que ha provocado en el Sur de América. Cuba ha padecido todo esto y además un bloqueo que no se va a acabar a pesar de Obama, y menos con los nuevos políticos al frente de Estados Unidos. ¿Podemos desarrollarnos? Sí. Pero la incógnita es de qué manera. Siempre se habla de un cambio en Cuba. ¿Qué cambio? ¿Cuál es?

P.- ¿No es optimista respecto al destino de su país?

R.- Nunca lo he sido, ni de niño. Mi antioptimismo refleja que comprendo las instancias de la economía, que es el motor fundamental de toda política. La ideología es una careta de carnaval debajo de la cual en todos los países del mundo se sustenta una visión económica más o menos rigurosa. No, no puedo ser optimista.

Fuente: https://sevillaworld.com/leo-brouwer/