Por Jesús Ortega Irusta
Es un hecho probado que la guitarra ejerce absoluta fascinación en gran parte del pueblo cubano. Es normal encontrarla en muchos hogares de nuestra tierra, donde siempre habrá alguien que cante y se acompañe con ella. En ocasiones este sencillo instrumento se erige en el corazón de un improvisado centro cultural en el barrio, donde todos participan o quieren hacerlo. A partir de ella y de cualquier cosa que se pueda percutir o raspar y hasta el clásico peine forrado con papel, se improvisa una “orquesta” que incita a bailar a los vecinos. Muy poco más se necesita para improvisar una fiesta. Es imposible concebir cualquiera de las variantes de la canción cubana sin su intervención.
Su origen, no muy bien aclarado, se remonta a épocas muy remotas, siglos antes de nuestra era. Ha sido aristocrática, reinando en salones cortesanos de cultura latina desde mucho antes del renacimiento europeo, ganando el interés de reyes, príncipes y gentes de la más rancia nobleza, que la tocaban o intentaban hacerlo y se hacían enseñar los misterios de su enigmática caja por los más famosos y capacitados maestros. Para estos casos su fabricación era muy refinada, resultaban verdaderas joyas de laudería, con maderas preciosas realmente exquisitas y muy ricos adornos de oros y marfiles; hasta sus estuches resultaban obras de arte. Su reinado en este sector de la sociedad duró desde el Siglo XV, hasta principios del XIX, con pequeñas etapas de preferencia hacia otros instrumentos musicales.
Desde mucho antes, nadie sabe cuando, y en cualquiera de las múltiples variantes que de ella han existido, el pueblo la había adoptado, sin lujos en su construcción y casi siempre sin estuche para guardarla. Con ella en sus brazos se expresaba artísticamente el hombre común, creaba sus canciones y danzas que después los doctos músicos elaboraban y llevaban a los salones cortesanos. De ese modo nacieron muchas de las danzas que se incorporaron a las suites clásicas del periodo barroco y sinfonías o sonatas del clasicismo. Esa adicción a la guitarra continúa hasta nuestros días en casi todo el mundo. Sorprende que en países con culturas tan alejadas de la occidental como Japón, Corea o China es actualmente la guitarra un instrumento musical extraordinariamente popular.
A tierras de América llegó con los primeros españoles. Es posible que en las tres famosas carabelas de Cristobal Colón viajara, quizás como polizonte escondida por los marinos o acaso tolerada por los oficiales; simplemente no podían prescindir de ella. Era demasiado importante su papel ayudando a olvidar las inclemencias del viaje o atenuando la “morriña” provocada por la larga separación de su tierra.
En nuestro continente se insertó con naturalidad en las nacientes colonias. Pronto aparecieron en las primeras villas profesores de vihuela (una de las variantes primitivas de la guitarra), canto y danza. Es de suponer lo que representaba este sencillo (y aristocrático) instrumento en la lucha contra el aislamiento y la abulia en esos modestos y precarios asentamientos.
Son sus cualidades esenciales: ejecutar melodías y acompañarse al mismo tiempo; arropar la voz humana y casi cualquier instrumento musical; tocar varias melodías simultáneamente (contrapunto); incluso puede desdoblarse en instrumento de percusión. Su extraordinaria riqueza tímbrica le hace parecer, al decir de Berlioz, una pequeña orquesta.
Con la llegada de los primeros negros esclavos a Cuba también ellos se prendaron de la guitarra, la hicieron suya y volcaron en ella su tremenda musicalidad y su cultura ancestral, me gusta decir que crearon la guitarra tambor que hasta hoy marca nuestra música más autóctona.
No es extraño que nuestro José Martí se impresionara ante las interpretaciones del gran guitarrista Francisco Tárrega y escribiera que las manos de este insigne maestro “mas que de hombre parecen de hada” cuando tañen sus cuerdas, además del arte del ejecutante también resonaban en su alma los reflejos de su cultura de origen.
Nicolás Guillén en uno de sus maravillosos poemas nos dice:
“Tendida en la madrugada,
la firme guitarra espera,
voz de profunda madera,
desesperada”
y en otro
“Fueron a cazar guitarras,
bajo la luna llena,
y trajeron esta,
pálida, fina, esbelta,
ojos de inagotable mulata,
cintura de abierta madera”.
Esta es la hermosa visión de un gran artista sobre nuestra guitarra mestiza, trovadora y sonera, en fin cubana.
El Maestro Harold Gramarges, compositor ilustre, orgullo de nuestro país, quien ha escrito excelentes obras para este singular cordófono nos dice que “la guitarra es un instrumento diabólico, que obliga al compositor a escribir lo que ella quiere hacer sonar y no importa cuánto el creador resista, ella siempre se sale con la suya”.
En el siglo XVI se hizo común en las pequeñas iglesias de España, generalmente bastante pobres de dineros y recursos de todo tipo, sustituir el órgano por la vihuela (como ya saben, es un antecesor de la guitarra actual). En los métodos o tratados para aprender a tocar el instrumento publicados en la época, encontramos numerosas transcripciones de músicas de los más famosos compositores europeos para acompañar el culto católico. Con estas piezas se nutría el repertorio y además servían como ejemplo para sus propias creaciones a los músicos de esos modestos templos.
Con más poderosas razones económicas se trajo esa práctica al Nuevo Mundo y también los métodos y tratados. No tocó a los amos y señores la tarea de sonar la música, éste como otros nobles oficios se consideraba algo indigno para los representantes de la neo-nobleza, no importa si estos poco antes fueran notorios ladrones, fulleros o delincuentes de la peor calaña. En general de cumplir la encomienda se encargaban músicos que venían de la Madre Patria a buscar “adelanto” en tierras de América, que pocas veces encontraban, al mismo tiempo enseñaban su arte a los esclavos o empleados de los grandes señores y alguna que otra vez a algunas aburridas damas o damitas que con muy escasas excepciones muy poco lograban hacer con el instrumento.
Estos músicos, casi criollos, en definitiva quedaban responsabilizados con los sones sagrados tan pronto los maestros iban en busca de otras tierras para tratar de continuar su “progreso”. Como es natural no se limitaban a la música religiosa y allí entre jácaras, canarios, pasacalles, chaconas y otras danzas más o menos europeas de la época, comenzaron a nacer, o se incorporaron, otros modos de sonar que ya tenían muy diferentes sabores y que transcurrido cierto tiempo ayudarían a formar nuevas y diversas culturas en estos Nuevos Mundos que ya tendían a ser independientes de sus poderosas metrópolis.
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Cinco años sin Juan Padrón, cubano raigal
Por Julio Martínez Molina
Tenía diez años justos cuando me adentré, dentro de una sala oscura, en el universo de Elpidio Valdés. Era 1980 y, un calendario antes, Juan Padrón había estrenado el primer largometraje de la legendaria saga. Aquella fue una de esas películas que no se olvidan, que quedan para siempre dando vueltas entre el encéfalo, la retina y las papilas.
También las papilas, porque a Elpidio –el filme mencionado, los demás, y la batería de cortometrajes iniciada en 1974– hay que saborearle su gracejo criollo, su cabal cubanía, el orgullo nacional encerrado en dibujos de patria y dignidad, el amor y respeto de sus personajes, tanto por el prójimo como por el suelo que nos vio nacer, y que estos fotogramas instan a defender sin vacilar.
Mi historia personal de apreciar el universo Elpidio, una y otra vez, cuan largo fue, la heredaron mis hijos, quienes –primero en un viejo reproductor de vhs y luego en el primer dvd hogareño– vieron y repitieron cada uno de los títulos hasta la saciedad.
Desafortunadamente, a veces suelo preguntarles a algunos niños de la actualidad por María Silvia o Palmiche, célebres personajes de la saga, y no tienen idea de sobre quiénes les hablo. Es doloroso, pero cierto, y eso demuestra el desinterés de sus padres por permitirles acceder a esa riqueza audiovisual.
Juan Padrón –de quien ayer se cumplió el lustro de su desaparición física– expresó en 2019: «No me gustaría que me enterraran y enterraran también a Elpidio. O que se fuera diluyendo en el tiempo. Quisiera que fuera un personaje que pudiera seguir en la mente de los cubanos». Ojalá así sea.
A través del referido patrimonio fílmico, Padrón legó largas horas de entretenimiento infantil y familiar; pero además, una iconografía muy reconocible dentro del cine cubano revolucionario y de nuestra cultura.
Elpidio extravasó la pantalla, para convertirse en signo, instancia, motivo vinculado a celebraciones, conmemoraciones, agasajos, hitos patrios. Su fraseología desbordó el celuloide, al hacerse diálogo de pueblo, mediante la absorción de célebres parlamentos ocasionales o muletillas del coronel Valdés u otros personajes.
En grandísima e inestimable parte, Juan Padrón fue Elpidio Valdés, aunque la obra del padre de la animación cinematográfica cubana resulta mucho más abarcadora.
También gestó materiales didácticos durante la década de los 70 del pasado siglo, los Filminutos, Vampiros en La Habana y Más vampiros en La Habana, los Quinoscopios, la serie Más se perdió en Cuba o el cortometraje Nikita chama boom.
Premio Nacional del Humor 2004, y Premio Nacional de Cine 2008, el caricaturista, historietista, investigador, escritor, guionista y realizador cubano –nacido en 1947– constituye un emblema de la pantalla nacional, en cuya cartografía jerárquica ocupa uno de sus puntos distintivos.
https://www.granma.cu/cultura/2025-03-24/cinco-anos-sin-juan-padron-cubano-raigal-24-03-2025-22-03-15
Madeleine Sautié: A sus 85 años de vida llega la escritora Basilia Papastamatíu, orgullo de la cultura cubana
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