jueves, 3 de octubre de 2024

Marta Valdés o la inmortalidad

Por Laidi Fernández de Juan

Cuando mi amiga Edith Duchesne me dijo que Marta estaba próxima a emprender su último vuelo, no pude contenerme, y pasé muchas horas a puro llanto. Ahora, que ya se nos ha ido, evoco, (en la medida de lo posible, ya que la Valdés es tan
inmensa que resulta improbable cerrar un círculo a su alrededor), cuánto la he querido, admirado y respetado desde que tengo uso de razón. Marta fue la primera alumna de mi padre, ambos se adoraban, y esa relación se mantuvo incólume a lo largo del tiempo, de modo que heredé el cariño, la devoción hacia ella y a su obra, y también el inmensurable regocijo de ser su amiga. Decir “fui amiga de Marta Valdés” no es un acto de vanidad: todo lo contrario. Era y es una responsabilidad, un compromiso. Fui su admiradora perenne, aun cuando no se entendía a cabalidad lo que su descomunal talento era capaz de generar. No solo canciones, que desde que nacían ya eran inmortales, sino textos fabulosos, prólogos, presentaciones de libros, crítica musical, crónicas, testimonios. Marta era una criatura del renacimiento, capaz de llevar a cabo múltiples actividades al unísono, todas con maestría y con profundas raíces de cubanía, tanto en el lenguaje que utilizaba como en los mensajes que transmitía. Su proverbial memoria contribuyó definitivamente a conformar la historia musical de Cuba, y prueba de ello son los libros extraordinarios que publicó, mientras escribía su columna en Cubadebate.

Entre los tantísimos privilegios que la vida me ha regalado, todos inmerecidos pero que me he acostumbrado a recibir, está mi amistad con quien yo apodé “La Reina floreada de Cuba” desde el año 2005, ocasión en que ella tuvo la generosidad de presentar ante un público asombrado un libro mío. Era tanto el amor que ambas nos profesábamos, que no era posible que dejáramos pasar una semana sin vernos, o al menos hablarnos por teléfono. Las dos nos reíamos como adolescentes, ajenas al ponzoñoso paso del tiempo. Era ella tan dadivosa, que consideraba que yo debía tener un programa de televisión, actuar en el teatro, hablar por la radio, contar chistes en público, y además, escribir. Nada era posible, obviamente, pero a todas sus propuestas o sugerencias yo iba diciendo “Sí, Marta, como tú digas, Reina floreada de Cuba.”

Me encantaba su forma de hablar, el manejo impecable del vocabulario más profundo de nuestro hablar cotidiano, el desenfado con el cual asumía los avatares que el tiempo iba causando en su cuerpo que llegó a ser nonagenario, y me maravillaba su lucidez, su coherencia en todos los sentidos, su reconocimiento de la justicia. Marta era capaz de deleitarnos con sus exquisitas, refinadísimas canciones, y, a la vez, pronunciar las expresiones más graciosas del habla popular, hasta burlarse de ella misma, como si fuera posible separar la más grande compositora de Cuba en varias décadas de la mujer cotidiana que debe limpiar el polvo de sus muebles. Terrenal, lúcida, maravillosa e irrepetible, no solo trabajaba sin descanso, sino que jamás rechazó el pedido de ayuda de algún joven que se le acercara. Su capacidad de amar no tenía límites, arropaba a quienes empezaban la carrera del difícil mundo de la composición musical, porque sin vanagloria ninguna, ella era La Música, la dueña y señora de las mejores melodías de todos los tiempos. Cuando hace unos años murió nuestro querido y común amigo Sigfredo Ariel (a quien le escuché decir una vez que el texto del tema “Palabras” era tan perfecto que él sentía deseos de estrangular a su autora, por pura y sana envidia), le propuse a Doimeadiós rendirle homenaje a tan entrañable poeta. Doime asumió el proyecto, seleccioné varios poemas de Sigfredo, y fue Marta la encargada de conducir a actores y a actrices en la interpretación de temas suyos y de alguien a quien admiraban muchísimo ella y Sigfredo: Doris de la Torre. Me detengo en esta contribución suya a la obra teatral “Luz”, conducida espléndidamente por Doimeadiós, e interpretada por el grupo teatral “Nave Oficio de Isla”, porque fueron decisivos los consejos, la asesoría, las recomendaciones de la Valdés. Conservo muchos audios con su voz de muchacha tímida, sugiriendo tonos, cambios, seleccionando temas. Ya ella no estaba en condiciones físicas de acudir a las funciones, pero me ocupé de grabar el espectáculo, para que ella viera con sus propios ojos el resultado de su imprescindible participación.

A fines del mes de junio de este año, la llamé para decirle que tenía en mis manos el primer ejemplar del primer tomo de “Todo Retamar”, que recoge toda la poesía de mi padre, como ya dije, admirador devoto suyo, y que yo quería hacérselo llegar. Me dijo felizmente emocionada “Si llego a los noventa, ese será mi regalo, te agradezco muchísimo y te prometo que empezaré a leerlo del 6 de julio”. Me queda el mínimo consuelo de haberla complacido en vísperas de su cumpleaños. Concluyo este pequeño homenaje, profundamente entristecida por su ausencia, segurísima de que Marta Valdés no partió sola, y que se cumple lo que ella le dijera a su amiga Aída “Se te fue la luna del paisaje, pero tú cantaste todo el viaje”. Aquí quedamos tus fieles, querida, recibiendo tus palabras en nuestros corazones. 

Octubre, 2024.

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