domingo, 9 de febrero de 2025

Vigilia por Eduardo Sosa. “Compay, a mí dime trovador”

Por Kaloian Santos

El día 4 de febrero llegó la noticia de que el trovador Eduardo Sosa, con solo 52 años, había sufrido un accidente cerebrovascular y estaba ingresado en el Hospital General Docente Dr. Agostinho Neto, en Guantánamo. Desde entonces, varias veces al día, se difunden informes sobre su salud. Nos sacuden siempre unas palabras que se repiten: “pronóstico reservado”. 

foto: Kaloian
En las redes sociales, sus amigos, músicos, artistas, y mucha gente que lo quiere y desea verlo regresar recuperado de su condición actual, llevamos días haciendo una vigilia para la que nadie se ha puesto de acuerdo, pero que está resultando una transfusión a borbotones de mensajes de amor y buenos augurios desde muchas latitudes.

Sin planificación, de forma espontánea está naciendo un canto prolongado para espantar la tristeza en medio de la incertidumbre. Así como muchos nos aferramos alguna vez a sus canciones, a sus versos, a su potente voz como refugio y resguardo, ahora enviamos un clamor colectivo para que llegue hasta esa sala de cuidados intensivos donde Eduardo se aferra a la vida.

Mi vigilia me tiene con un ojo constante en el celular, pendiente de los partes médicos diarios, de su familia, de los amigos cercanos que compartimos esta zozobra. 

Entre tanto, reviso con nostalgia aquellos rollos fotográficos de hace más de veinte años, donde en algunos fotogramas habita Sosa con su guitarra. 

Al mismo tiempo, exploro imágenes más recientes, almacenadas en gigabytes, guardadas en un disco duro o en la memoria de mi teléfono. 

Y a medida que emergen las imágenes, los recuerdos se agolpan. Rememoro y entrelazo conciertos, descargas, conversaciones y fotografías mientras, en aleatorio, de fondo, suenan sus canciones.

El primer encuentro

“Compay, a mí dime trovador. Yo soy un trovador”, me dijo con una sonrisa
cómplice y una dosis de guapería luego de que lo llamara cuatro o cinco veces cantautor como sinónimo de trovador.

Eso fue hace como veinte años, en nuestro primer encuentro. No se me olvida jamás. Comprendí que con Sosa hay que ir de frente, sin medias tintas. 

Y tenía razón. Un trovador no es solo alguien que hace canciones y las canta. Los trovadores de hoy vienen de una tradición mucho más larga en el tiempo, y tienen una manera muy suya de vivir la vida y el arte. El trovador propone, intenta no hacer concesiones para gustar, sino para hacer sentir y pensar. 

Hay en Eduardo Sosa esa coherencia del trovador, que va desde Pepe Sánchez, y se centra en que la trova, definitivamente, es una sola. Los contextos cambian, mientras que los temas universales —el amor, el desamor y las inconformidades sociales— perduran en las canciones.

El hijo de Hilda

El 18 de abril de 1972, nació Eduardo Sosa Laurencio. Fue en el pueblito montañoso de El Jobo, zona cafetalera del municipio Segundo Frente, en Santiago de Cuba, donde su familia, de raíces mambisas, tenía una finca. Poco después se mudaron para Tumba Siete, un pueblo vecino, donde Eduardo pasó toda su infancia y adolescencia. 

Un salto en el tiempo nos lleva a tres décadas después, en una noche en la que, de forma casual, pernocté en Tumba Siete durante un viaje con amigos por esas geografías. 

Recuerdo claramente que conté a unos lugareños que era amigo de Sosa, y, extrañados, me preguntaron: “¿Quién es?”. Yo respondí: “Eduardo Sosa, el trovador”. Uno de ellos exclamó: “¡Ah, Eduardito, el hijo de Hilda! Es el orgullo del pueblo”. 

Para los de su terruño, Sosa sigue siendo “Eduardito, el hijo de Hilda”, aunque llegara a la gran capital y saliera en la televisión, lo paren en la calle para pedirle fotos y autógrafos, gire internacionalmente; incluso logró emocionar al mismísimo Fito Páez con su versión de “Un vestido y un amor”. 

Su pueblo se vanagloria con justeza de tenerlo como representante. Y el trovador está orgulloso de su patria chica de Tumba Siete y de ser “Eduardito, el hijo de Hilda”. 

La primera canción que recuerda haber escuchado, cuando tenía 4 o 5 años y no levantaba ni un metro del suelo, es “Veinte años”, de María Teresa Vera y Guillermina Aramburu. Se la escuchaba a su abuela Elena, que estaba todo el día tarareándola. Era su preferida.

Para Elena, que le sembró la semillita de la música, Sosa compuso “Mañanita de Montaña”:

Mañanita de montaña

Y mi abuela que cantaba

Para endulzarme el café.

El olor de una guayaba

Y un susto de guardarraya

Cuando el primer amor se fue.

El rocío haciendo magia

Lucecitas que nunca olvidé

Mi arroyito de piratas

Que en susurro me contaba

De sus duelos con el mar

Él que no pudo llegar

Pero soñaba.

La guitarra

Su abuela y su madre fueron quienes le regalaron su primera guitarra. Tenía entonces 14 o 15 años y estaba becado en una secundaria en la que, además, alguien le prestó el libro Que levante la mano la guitarra, donde los poetas Luis Rogelio Nogueras y Víctor Casaus entrevistan extensamente a Silvio Rodríguez, e incluyen algunas letras de sus canciones. 

A partir de ahí cuentan que, mientras en los parajes de Tumba Siete resonaban en la radio las melodías de Juan Gabriel, Los Pasteles Verdes, José José, Julio Iglesias o Nino Bravo, un guajirito entonaba las canciones de Silvio y recitaba a César Vallejo. 

De esa escuela aprovechaba cualquier oportunidad para escaparse a la ciudad. Siempre ideaba un plan, como desatornillar con un bisturí los diminutos tornillos de las patas de sus espejuelos para que parecieran rotos. 

Con esa excusa, le permitían un pase para ir a arreglarlos en una óptica del centro y luego, bajando en Plaza de Marte, recomponía sus lentes y corría feliz hasta la Casa de la Trova de Santiago de Cuba, donde pasaba horas escuchando a los viejos trovadores. 

Ingresó al Instituto Superior Pedagógico Frank País, donde estudió Licenciatura en Educación Musical. En los festivales de aficionados de la FEU compartió sus primeras canciones. Eran los duros años del Período Especial. En esos escenarios conoció a Ernesto Rodríguez y formaron el dúo Postrova. ¡Nació la leyenda! 

Postrova

Fueron cinco años de intensas vivencias y de consolidar una sonoridad profundamente identitaria. Viajaron a La Habana, durmieron en casas de amigos e incluso en la terminal, y tocaron en cada rincón donde se les brindó una oportunidad. Siempre provocaban comentarios y admiración. 

Llegaron a ser apadrinados por el mismísimo José Luis Cortés “El Tosco” y consiguieron presentarse en espacios impensados para dos trovadores como el de la Casa de la Música, en tiempos en que la salsa estaba en pleno apogeo.

También aparecieron en la pantalla grande, en la película Las profecías de Amanda, interpretando una versión de “Nosotros” ante Daisy Granados. 

En medio de toda esa secuencia, llegó un contrato y firmaron con una multinacional discográfica. Grabaron su primer disco, con muy buena recepción y críticas. Hoy es una especie de disco de culto. En él está, entre otros temas, “Santiaguera dime que sí”, una versión fuera de serie de “Son de la Loma” y “Texto a Martí”, la musicalización de las dos primeras estrofas del poema XLVI de los Versos sencillos. Este tema, además, se convertiría luego en un clásico de la carrera en solitario Eduardo Sosa.

Cruzaron el Atlántico, aterrizaron en España y grabaron otro disco; contaron con la colaboración de Ana Belén en “La Cleptómana”. Pero nunca vio la luz esa placa. Finalmente, el dúo se separó. Los caminos de Eduardo y Ernesto se bifurcaron.

Llegaron y se fueron los 30’s

A principios de este siglo, cuando Sosa perfilaba su carrera en solitario y circulaban sus canciones —sobre todo un disco titulado Pasado los treinta,grabado en un concierto en vivo en el Centro Pablo de la Torriente Brau, en el espacio “A Guitarra Limpia”— me dio la entrevista de la que hablo en el inicio de este texto-vigilia.

Yo era entonces estudiante de Periodismo en proceso de adentrarme en el mundo de la fotografía. Me cautivó el trovador y su obra. Particularmente, la canción que da nombre al disco. 

El tema se convirtió en un espejo donde mirarme a futuro: en sus versos encontraba una postura ante la vida: una declaración de principios.

Pasado los treinta sopla igual el viento

Y creo que aún es tiempo de desafiar al reloj

De descubrir misterios, de tener alguno de ellos

De no perder el centro y mejorar lo que pasó.

Pasado los treinta mi alma quiere andar

sin mirar a los lados ni sentir ningún temor

Iluso yo que tanto me lo advierto, iluso yo.

Pasado los treinta sigue la inconformidad taladrando

y me empeño cada día en comenzar

Las calles más estrechas llaman mucho la atención

más cerca de las paredes desafío aún mayor.

Pasado los treinta prefiero no encontrar

mejor es ir tallando paso a paso la razón

lo negro, lo blanco ya tuvieron su momento

y hay mucho más color.

Y sueño tanto y duermo menos

que hace un tiempo atrás me nacen alas en tu cielo

le doy cartas a dios siempre y cuando mis dos manos también decidan en el juego

abro igual los brazos, la muerte sé que espera un día enamorarme.

No hay remedio y mientras tanto

Voy respirando la impaciencia de lo que vendrá

planeando hallarte en cada tregua del camino

izando velas aunque sople algún mal viento

Para quedarme aquí en mi nido

pasado los treinta, creo en la diferencia

y sólo en el amor me fío.

Pasado los treinta ya la pena y la desilusión ya hicieron daño

y más de un trato conmigo

me enseñaron a caminar sin bastón

me dejaron duendes fantasmas y algún amigo.

Pero mal o bien ya no temo a arriesgar

y sé que un buen motivo atrae siempre el rumor

Desvisto ahora mis planes cuando salen a volar

y sigo evitando el desamor.

Un torrente de voz

El algoritmo de Spotify no comprende por qué únicamente selecciono en estos días los discos de Eduardo Sosa para escuchar y, entre ellos, pongo una y otra vez “Pasado los treinta”. Me emociona como la primera vez que la escuché. 

Incluso ahora que yo paso de los 40 y que el propio Eduardo conquistó los cincuenta y más; y que desde aquella entrevista de hace más de veinte años comenzamos a ser cercanos y a compartir un círculo de amigos y afectos.

Esa canción, en su torrente de voz, donde asciende en el medio, justo ahí donde dice “me nacen alas en tu cielo”, me sigue protegiendo: “Solo en el amor me fío”.

Nagüe, buen día

Él se ríe siempre cuando yo le pido que cante una y otra vez esa canción. “Compay, que ya pasé hace mucho los treinta”, me dijo en una ocasión. Puedes componer una segunda parte, “Pasados los cincuenta”, le dije, después que, por ejemplo, Rafael y Claudia, sus hijos, llegaron a su universo y se hizo realidad lo anhelado en “Claudia vendrá”, otra de sus más tiernas y sublimes canciones. 

Hace un par de años nos vimos en Buenos Aires. “Nagüe, buen día. Te llamaba porque ya estoy listo; cuando quieras, partimos ‘al infinito y más allá’”, me escribió por WhatsApp. 

Y así, salimos a desandar la ciudad. 

Como en La Habana

Mientras paseábamos por San Telmo, el barrio donde nació Mafalda, nos pusimos al día, conversamos sobre esos afectos que compartimos y nos unen, sobre Cuba, sobre Silvio y Tumba Siete. 

Sosa me hizo sentir, sin siquiera saberlo, como si estuviéramos caminando por la habanera calle 23 en dirección al Malecón, para descargar hasta el amanecer —rones por medio— y ver pasar esas canciones de la vieja trova, con sus historias que Eduardo sabe como nadie. 

Entre risas y recuerdos, los buenos aires parecían mezclarse con la brisa marinera de La Habana, y la ciudad se convertía, por momentos, en ese puente invisible donde los acordes del trovador flotaban entre nosotros. 

Aquí estamos, guajiro “buen corazón”, en esta vigilia que no es más que un latido sostenido, una espera que se llena de memorias y plegarias. Y aunque el desvelo pese, aunque la incertidumbre oprima, seguimos aquí, aferrados a tu voz como ahora mismo tú a la vida, sosteniendo con fe el hilo invisible que nos une a ti.

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3 comentarios:

silvio dijo...

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