Por Pedro Miguel (La Jornada, México)
Por conveniencia política, por ignorancia de la realidad, por situaciones de sicosis colectiva o por una combinación de todas esas cosas, la clase política y los medios de Estados Unidos han recurrido, desde hace más de 200 años, a lanzar advertencias sobre toda clase de amenazas externas: peligros inminentes, riesgos potenciales, desafíos estratégicos o conjuras sombrías capaces de causar el derrumbe de la superpotencia y, por una extensión que en la visión de imperio resulta natural, del “mundo libre” o “democrático”. Por Pedro Miguel
La llamada “cultura popular”, que ni es tan cultura ni tan popular, sino producto comercial, tiene en esos amagos una abundante materia prima para generar, en clave simbólica, ataques de vampiros, invasiones alienígenas, pestes incontrolables, erupciones catastróficas, terremotos devastadores, oleadas de muertos vivientes, tormentas desastrosas, meteoritos apocalípticos y hasta alteraciones de los polos magnéticos del planeta capaces de acabar con la civilización.
Y sin recurrir a simbolismo alguno abreva también en peligros exagerados o inventados para convertir cualquier trama que se desarrolle en algún país africano, en una nación latinoamericana o en una república ex soviética en causal de fin del mundo. Entre las productoras cinematográficas y los discursos del Departamento de Estado se ha ido estableciendo una relación compleja en la que las paranoias se aprovechan mutuamente para mantener en permanente estado de agitación y terror a sectores poblacionales de un país que, hasta una fecha tan tardía como el 29 de agosto de 1949 –momento del primer ensayo nuclear soviético–, había vivido exento de amenazas serias a su territorio continental.
Durante casi toda la segunda mitad del siglo XX, la amenaza del comunismo fue el pretexto principal de Washington para cometer toda suerte de canalladas en países remotos o no tanto que carecían de la menor capacidad para poner en peligro la seguridad nacional de Estados Unidos.
Con la excepción fugaz de Cuba, que se vio obligada por la propia hostilidad estadunidense a jugar en el tablero de la geopolítica mundial del lado de Moscú, ni Corea, ni Indonesia, ni Vietnam, ni Congo, ni Guatemala, ni Chile, ni Nicaragua, habrían podido constituirse en enemigos de peligro para la superpotencia, pero todos ellos, y muchos más, fueron en algún momento declarados “amenazas a la seguridad nacional”, y víctimas de intervenciones armadas y conspiraciones golpistas urdidas en la Casa Blanca.
Tras la caída del bloque del Este, las siguientes amenazas fueron el tráfico de drogas y el terrorismo islámico, ambos productos estadunidenses por excelencia: el primero empezó con las tramposas políticas prohibicionistas de la mariguana, con la expansión de laboratorios dedicados a fabricar píldoras de cocaína y heroína y con las alianzas non sanctas del gobierno estadunidense con las mafias narcas –sobre todo, las italianas–, en tanto que el segundo fue larvado por la CIA y el Pentágono para contrarrestar la invasión soviética de Afganistán.
Para no ir más lejos, fue esa agencia de espionaje la que diseñó las rutas de tránsito de la cocaína por el territorio mexicano en el marco de la operación Irán-contras o Teherangate, en tiempos de Ronald Reagan; en años posteriores, la DEA lavó dinero de los capos mexicanos y la oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (ATF) permitió el libre paso de armamento de guerra destinado a los cárteles en las operaciones Receptor abierto y Rápido y furioso.
En cuanto a la violencia integrista, es innegable que sus organizaciones (Al Qaeda y el ISIS) encontraron un caldo de cultivo perfecto en injerencias de Washington en Medio Oriente y el mundo islámico como el ya mencionado patrocinio a los muyaidines afganos, la destrucción del régimen de Saddam Hussein, la promoción de las “primaveras árabes” y el derrocamiento de Muamar Kadafi.
Hoy, junto con el fentanilo, la amenaza de moda es la inmigración, fenómeno que no sólo ha aportado a Estados Unidos su configuración social actual, sino que le representa una porción significativa del PIB y una parte sustancial de la competitividad que le queda ante las economías europeas y asiáticas. Pero la paranoia xenofóbica construida contra los trabajadores extranjeros es de tal dimensión que le redituó a Donald Trump una buena cantidad de votos.
La cosa es que “el peligro son los otros”, podría decir, parodiando a Sartre, la clase gobernante gringa: chinos, rusos, iraníes, mexicanos, venezolanos, cubanos (hasta los que quieren emigrar a Estados Unidos) y cuando un desequilibrado oriundo de Texas, entrenado por el ejército estadunidense y ciudadano de ese país, destripa a 15 personas y hiere a decenas en una avenida de Nueva Orleans, Trump sale con la idiotez de que el problema es la migración.
Pero no. La madre de todas las amenazas es la crisis de salud mental que afecta a buena parte de la población del país vecino y que incluye a su próximo presidente.
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