jueves, 25 de julio de 2013

Hace sesenta años


Hace sesenta años vivía yo en el número 456 de la calle San Miguel, en el apartamento 2 del primer piso. Nuestro balconcito daba a los altos de La Valenciana, el bar de Aurelio el asturiano, donde Memo era El Rey de los Batidos y se servía en la barra la mejor sopa de sustancia de todo San Leopoldo. Entre aquella joya culinaria y una olorosa panadería estaba la entrada de mi edificio, que aún alza sus tres pisos a unos metros de la famosa esquina donde quedaba La Casa Prado.

En el noviembre anterior había cumplido siete años. Cuando no estaba en mi escuela –por entonces la Academia Bravo, en Lucena y Neptuno–, vivía condenado a aquel apartamento de puntal alto, una de esas viviendas que abundan en la populosa Centrohabana, donde los cuartos están dispuestos en hilera, dando todos a un patio que va desde la saleta de recepción hasta el remoto comedor.

El primer cuarto era el de mis padres. La luna de la cómoda me dejaba ver cuando Dagoberto estaba echado, casi siempre leyendo, lo que me permitía no molestarle y tomar por el patio, si tenía que ir a mi cuarto, que era el segundo de la casa.

La tercera habitación era la de mi tío Angelito, el ser que me llevaba al cine, a ver películas de aventuras, y después a cenar a los chinos de Cuatro Caminos. La misma persona que me hizo probar los ostiones y aficionarme para siempre.

Mi abuela Isabel vivía al fondo, aún más allá de la cocina, en el cuartico de criados, con su catre revuelto, su reloj de pared y su Biblia –prendas, las dos últimas, que todavía conservo.

Era La Habana de 1953, una ciudad coronada por anuncios lumínicos, repleta de vidrieras ilusorias que mi madre y muchas otras amas de casa solían repasar. “Vamos a ver las tiendas”, decía Argelia al anochecer, y siempre era el mismo recorrido por la deslumbrante Belascoaín hasta el parque Maceo, para luego cruzar al Malecón y sentarse un ratico allí, “cogiendo fresco”, mientras mi hermanita María y yo correteábamos.

Hace sesenta años, quizá un par de semanas después de un día como hoy, en el cesto del baño de aquel apartamento de la calle San Miguel, hallé, sumergida bajo un montón de ropa sucia, una revista Bohemia que decía: “Sin censura”. Primero me extrañó encontrar allí una revista, pero en cuanto la abrí me di cuenta de que la habían escondido de mis ojos, porque sus páginas estaban llenas de fotos de cuerpos yacentes, irreconocibles bajo tanta sangre, bajo un título que anunciaba: “Los sucesos de Santiago de Cuba”.

No me atreví a continuar mirando o a leer mucho más, confundido por el hallazgo y por la conciencia de estar violando la voluntad de mis mayores, pero más que nada por la impresión profunda que me causaron aquellas imágenes que todavía me estremecen.

Muchos años después comprendí que aquellos cuerpos eran los mártires del Moncada.

202 comentarios:

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silvio dijo...

Bueno, tuve que venir a La Habana y aproveché para poner una entrada nueva sobre avatares cotidianos...

Carolina Baynon dijo...

Silvio:
La descripción que haces de tu casa de la infancia es muy parecida a la que hace mi mamá (que también es del '46) de la de su abuela en Barracas, Buenos Aires. Casas grandes con habitaciones también grandes, que daban a un patio. A medida que los hijos e hijas crecían, se acomodaban con sus familias en esas habitaciones. Una habitación por familia, hasta que conseguían la propia, si es que esto sucedía.
Ella, mi mamá, también ha vivido situaciones horribles por las que atravesó nuestro pueblo. El golpe de Onganía del que habla Tucu, lo vivió siendo universitaria. Me contó cómo los uniformados vigilaban las clases, observando todo desde la ventana de la puerta del aula.
Además también vivió muy de cerca la dictadura militar del '76, ya que era militante y perdió muchos amigos y un familiar en esos años.
Si bien yo nací en 1977, toda esta etapa la sé de oído y por haber leído. Por eso pienso en lo importante que es que ustedes transmitan todo lo que saben, que eso quede registrado de alguna manera. Sé que vos lo hacés a tu modo y muy bien. Pero hay tanta gente que sabe tanto, que vivió tantas situaciones que se desconocen. Y es tan inevitable que mucho de eso se pierda, que da una enorme sensación de impotencia.

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