domingo, 19 de febrero de 2023

Lezama en sus anécdotas

Por Ciro Biachi Ross

Corre el mes de noviembre de 1942 y Virgilio Piñera da a conocer el número inicial de su revista Poeta. Algo dice en la presentación que hace a José Lezama Lima sentirse atacado, y sospechar, por alguna razón, que volverá a atacársele en la entrega siguiente.

Así las cosas, ambos poetas coinciden una noche en el teatro Auditorium —hoy Amadeo Roldán— y Lezama desafía a Virgilio, lo insta a «rectificar» la diferencia en la calle. El pintor Mariano Rodríguez, que de lejos observa la escena, los sigue con intenciones de mediar en el asunto, pero cuando logra salir ya los dos poetas se lían a puñetazos en el parque.

—¡La Policía, que viene la Policía!— grita el pintor, y Lezama corre por Calzada mientras Virgilio se interna en el parque en busca de la calle Quinta.

Pasan los años. Se liman las diferencias, Virgilio se radica en Buenos Aires y, por encargo de Lezama, oficia allí como una especie de corresponsal de la revista Orígenes, que en La Habana dirigen Lezama y José Rodríguez Feo. Rompen ambos codirectores y Virgilio queda al lado del segundo de ellos, quien emprende la realización de la revista Ciclón, con la que pretende, sin lograrlo, barrer con Orígenes.

Triunfa la Revolución y cada poeta sigue su camino. No ha habido nuevo arreglo entre ellos. Llega así el año 1966, y cuando aparece Paradiso, Virgilio telefonea a Lezama.

—Yo no puedo estar peleado con el autor de esa novela— le dice, y Lezama responde que tiene ya (lo que era cierto) un ejemplar del libro dedicado para él.

La relación no volverá a interrumpirse. Como parte del grupo del que forman parte Umberto Peña, Antón Arrufat, Reynaldo González, José Triana y su esposa (la francesa Chantal Dumaine), visita todos los jueves en la noche la casa de la calle Trocadero número 62. Allí, mientras conversan, degustan el mejor té de La Habana Vieja, que prepara María Luisa, la esposa de Lezama.

Fallece el autor de Paradiso el 9 de agosto de 1976. Virgilio no se atreve a entrar en la casa mortuoria. Se sienta en la escalera y llora a moco tendido. Escribe allí su poema El hechizado: «Por un plazo que no puedo señalar / me llevas la ventaja de tu muerte: / lo mismo que en la vida, fue tu suerte / llegar primero. Yo, en segundo lugar…».

Una heráldica dichosa

Circuló, en estos días de feria del libro, un volumen tan interesante como inesperado: José Lezama Lima: un poeta contado por sus anécdotas, de Eduardo Sánchez Montejo, que ofrece un Lezama de múltiples rostros, en los que se combinan por igual la erudición asombrosa de una de las grandes voces de la literatura contemporánea y su humor de cubana raíz.

Editado por Áncoras Ediciones (de Nueva Gerona, Isla de la Juventud), el libro, sin pretender erigirse en una suma anecdótica, presenta a través de anécdotas —unas contadas por Lezama y otras por amigos o detractores— a un poeta de carne y hueso que ofreció, como dijera Cintio Vitier, una heráldica dichosa del espíritu. Veamos algunas de esas pinceladas tomadas al azar.

El recuerdo de Mella

Recordaba José Antonio Portuondo: «Por aquellos años (en la Universidad) Lezama estaba en el grupo de los estudiantes más politizados. Me acuerdo que en una oportunidad en que se repudió a un profesor que daba una conferencia en la Asociación de Estudiantes de Derecho, fue él quien dio la orden para que todos los alumnos abandonásemos la sala. Después que se había hecho la presentación del conferencista y en presencia del Rector, Lezama se puso de pie y gritó: ¿Cómo puedo quedarme a escuchar al hombre que dio un baile en su casa el mismo día de la muerte de Mella? Eso sirvió de señal para que todos los estudiantes nos levantáramos y abandonásemos el local».

Viaje a Miami


Contaba Rodríguez Feo que en agosto de 1947 invitó a Lezama a encontrarse en Miami a fin de, en automóvil, llegar a México a través de Misisipi, Nueva Orleans y Texas. Respuesta de Lezama: «¡Cómo voy a ir de La Habana a Miami, si a veces, de no tener transporte gratis, no podría ir de mi casa al Castillo del Príncipe!». En ese tiempo, en la Cárcel de La Habana desempeñaba el poeta el cargo de secretario del Consejo Superior de la Defensa Social, plaza pésimamente remunerada, pese a lo rimbombante de su nombre.

Esencialidad de lo cubano

En la segunda mitad de la década de 1950, Lezama y el escritor argentino Julio Cortázar, afincado en París, intercambiaban correspondencia y publicaciones. Pero no sería hasta 1961, en ocasión de la primera visita del autor de Rayuela a Cuba, que se conocerían personalmente. El pintor Mariano arregló el encuentro entre ellos en el restaurante 1830. Años después contaba Cortázar:

«Y entonces empezó a hablar, con su inimitable jadeo asmático alternando con las cucharadas de sopa que de ninguna manera abandonaba; su discurso empezó a crecer como si asistiéramos al nacimiento visible de una planta, el tallo marcando el eje central del que, una tras otra, se iban lanzando las ramas, las hojas, los frutos. Y ahora que lo digo, Lezama hablaba de plantas en el momento más hermoso de ese monólogo en el que agradecía a Mariano su hospitalidad y nuestra presencia; recuerdo que una referencia a la Revolución lo llevó a mostrarnos, a la manera de un Plutarco tropical, las vidas paralelas de José Martí y de Fidel Castro, y alzar en una maravillosa analogía simbólica las imágenes de la palma y la ceiba, esos dos árboles donde parece resumirse la esencialidad de lo cubano. Y también recuerdo que en un momento dado el camarero se acercó para retirar los platos, y Lezama interrumpió el soliloquio para mirarlo con una cara de bebé afligido y enojado al mismo tiempo, mientras decía: Yo he venido aquí para hablar con mis amigos, pero esa no es una razón para que usted se lleve la sopa».

Paradiso y los Zepelines

Lo recuerda Reynaldo González. En una reunión de la distribuidora del libro, un librero de provincia pidió la palabra. Aseveró: «Allá ha llegado la novela Paradiso, que según nos dicen es pornográfica. Algunos aseguran que es buena y debo venderla. Otros opinan que debemos recogerla. ¿Qué hago?»

Dieron la palabra a Lezama, presente en la reunión. Dijo: «Usted, se ve, es un hombre joven, pero ¿recuerda los zepelines?». El librero repitió: «¿Los zepelines?». «Sí —aseguró Lezama—, aquellos globos dirigidos, ¿los recuerda?». «Claro que los recuerdo, pero yo estaba muy chiquito», respondió el hombre. «¿Y qué hacía usted cuando veía pasar un zepelín?», insistió Lezama. «¡Qué iba a hacer! Lo veía pasar». Y entonces remató el poeta: «Pues haga lo mismo con Paradiso: véalo pasar».

Lo bárbaro americano

Lezama me contó que en una oportunidad, en el Lyceum —hoy casa de la cultura de Plaza, en Calzada y 8—, después de observar su rúbrica al pie de un documento, Jorge Mañach le dijo: «Su firma revela un refinamiento exquisito». Él le respondió: «Y también lo bárbaro americano».

Un misterio que nos acompaña

Evoca el narrador y viajero Manuel Pereira la visita que hizo una vez Lezama a la revista Cuba. Allí, durante un encuentro con el personal de la publicación, alguien le dijo que su definición de la poesía era demasiado oscura. Respondió el poeta: «El pueblo también sabe ser oscuro. Pregunte a la gente que quiere decir el “tíbiri-tábara”, forma enigmática que equivale a decir que se está más menos bien». Otro pidió que hablara sobre Martí. Dijo entonces: «Es un tema que se nos escapa entre las manos como un pez aceitado. Martí es un misterio que nos acompaña».

Una verdad oculta

Beatriz, una de las hijas del historiador Manuel Moreno Fraginals, bromeaba mucho con Lezama. Una noche el padre dijo a la niña: «No te has dado cuenta del momento que estás viviendo. Un día, cuando pasen muchos años, podrás contarle a tus hijos que has estado compartiendo con una verdadera gloria de la literatura mundial». El autor de El ingenio miró entonces a Lezama: Tenía los ojos llenos de lágrimas. 

2 comentarios:

silvio dijo...

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silvio dijo...

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