Por Marta Valdés
Ellos pasan de uno en uno, rectos como el mástil de la guitarra o un poco encorvados de tanto contar con ella para todo, que no la pierden de vista mientras el sueño no los ha rendido. La leyenda de los más viejos, nos los presenta de uno en fondo, personajes solitarios armados con la moral de un oficio para ganarse el pan, airosos peregrinos que sólo se permitían escasas pausas para afinar el instrumento antes de entonar la canción bandera acabadita de terminar: esa que --a última hora-- siempre aparece alguien a quién mostrarle por dónde va.
Ellos se cruzan y cuchichean algo que no nos permiten escuchar. Se separan de nuevo y siguen marcando el paso por entre las arboledas, recostándose contra el desconchado de un muro para volver a afinar, no sea que venga la inspiración y falle el entorchado de la vieja cuerda, impidiendo llevar las cosas a buen fin. Viajan lo mismo de día que de noche y, a veces, cuando deciden detener el paso, descubren que existe alguna fuerza en el fondo de la tierra allí mismo, en unos pocos kilómetros a la redonda, capaz de atraer la suela gastada del pie de trovador y anclarla como diciendo quédate aquí, y allí se quedan. Así -pienso yo-se fueron formando los barrios donde la trova, todavía, suena que suena de sol a sol.
A cada rato saco mis cuentas y me alegra mucho pensar que, a estas alturas y en este mundo, somos un país con trova; tenemos una fuerza que toma la palabra y el sonido, no importa cómo sea la voz, si aguda o grave, si clara o hasta un poco gangosa y no nos apena, al cabo de tantos siglos, seguir llamándonos trovadores; continuar puliendo la palabra trova para mantenerla brillosa, como recién acuñada, porque la hemos sacado para siempre de entre tanta cosa prestada y hemos demostrado, de sobra, que ya se ha vuelto nuestra. Somos una Isla con una trova; donde todavía decimos la palabra espejuelo -por más que nos miren con cara de etcétera-- y, a mucha honra, imponemos un arte de trovar que, decididamente, no envejece por más canas que pueda peinar, por más rugosos que se vayan volviendo los dedos donde la cuerda ha quedado marcada. No existe lectura tan claramente descifrable como aquella que ofrece una mano de trovador.
A Ciego de Ávila fueron a encontrarse esta semana, desde los más alejados puntos de la Isla o desde los más céntricos y mejor comunicados, que suelen ser los más difíciles para salir al encuentro de la gente por entre el marabuzal de las mortificaciones. Comienzan casi niños y les agarra la medianía de edad con esa angustia de no saber si el diálogo espiritual que da sentido a su arte podrá, finalmente, fructificar. De todos modos, allá fueron a juntarse y un aire nuevo se levantará -seguro--a su regreso.
Andan solos pero cuando los trovadores se reúnen, algún regalo se desprende para el corazón de quien se dispone a prestarles oído. La Historia pasa a ser como ellos la declaran, la cuentan o la suponen; el Amor con Mayúsculas, ni se diga; todo vuelve a cobrar sentido desde "sus trovas fascinantes" y es la de nunca acabar.
Almendares, 9 de octubre de 2011
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