Nelson Domínguez Morera es miembro de la Union de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC). Tiene un Master en Investigación Científica; es licenciado en Periodismo y Contador. Además, es coronel retirado del Mininisterio del Interior, por lo que nadie le dice Nelson sino Noel.
Nos conocimos en Nicaragua, creo que en 1980. Aquella noche, en el baúl del carro, llevaba una de esas escopetas de cañón recortado que los pastores sicilianos llaman lupara porque las usan contra los lobos. Como era la primera vez que yo veía una lupara en persona, expresé mi sorpresa, y Noel, amablemente, se brindó a enseñarme a disparar con ella. Para tirar con esta arma hay que plantarse bien en las dos piernas, ya que la fuerza expansiva del alto calibre puede propinarte una fuerte patada. Doy fe de lo que digo porque al primer fogonazo caí sentado. Entre las carcajadas posteriores surgió la amistad.
Ahora Noel me manda parte de una larga conversación que alguna vez tuvimos, y me cuenta que va a salir en Resumen Latinoamericano. Desde Segunda cita se las dedico a tod@s con amor (y con un poco de humor también). srd
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Por Nelson
Domínguez Morera
Trataré de hacer abstracción de mi
particular conocimiento y admiración sobre el emblemático compositor, a quien
considero un filósofo y poeta de guitarra en mano, que emana de una intensa
amistad entrañablemente sostenida, a pesar de disparidades, a lo largo de más
de 30 años. Comenzó cuando el galardonado artista habitaba aún en un oscuro
apartamento del 3er. piso de la calle 23, esquina a 24, en el Vedado, con el número
de acceso (4) al revés. Presento esta entrevista sin rimbombancias, pavoneos ni adulaciones, por
demás innecesarias. Iré al grano en ocasiones con incisivas indagaciones que
nos conducirán sin dudas, al final, a valorar la estatura revolucionaria
y patriótica, de quien es figura paradigmática de la Nueva Trova. Sus
canciones, que viajan de la épica del surrealismo a la realidad surgente e
impactante, no provienen del acaso, sino de la constancia en el oficio, la fe
en el ser humano y en las perfecciones e insuficiencias de nuestro proyecto
social, que siempre abrazó y abraza como suyo –no olvidar que fue el primero en
lograr, desde 1967, que en nuestro país, lo ideológico y lo político jugaran un
papel de primer plano en una canción.
A continuación, podrán leer un segmento del
libro que espera su publicación sobre el pensamiento revolucionario del
trovador cubano, a través de cuyas líneas se repasa su obra de más de 500
canciones, aspectos desconocidos relevantes de su ideario y de su ir y devenir
por una parte fundamental de la vida cultural y revolucionaria cubanas.
El autor
Noel: Conocemos que se
inicia activamente en la Revolución en 1959, solo con 13 años, en la Juventud
Socialista de San Antonio de los Baños, y después, en 1960, integra las filas de
la AJR, y alfabetiza en 1961 en Cienfuegos y la Ciénaga de Zapata. ¿Pudiera
ampliarnos más sobre estos inicios suyos en la Revolución?
Silvio: Yo tenía un tío
panadero, Roberto Domínguez, que fue militante comunista desde la época
de Mella. Sus hijos, o sea mis primos hermanos, eran de la Juventud Socialista
y en 1959 o 1960 me dieron una planilla de esa organización para que yo la
llenara y perteneciera. Como yo vivía en La Habana, fui con mi planilla primero
a San José y Gervasio, donde en los altos de la carnicería había una oficina
del Partido Socialista Popular. La persona que me atendió me mandó para otra
oficina que quedaba en Carlos III, donde me dijeron que la Juventud se estaba
reorganizando, que esperara un poco. Se estaba gestando entonces la Asociación
de Jóvenes Rebeldes.
Mientras aquello se definía, entré en las
milicias estudiantiles en mi secundaria de J y 17, donde también me inscribí en
las brigadas Conrado Benítez. Así me volví parte de aquel ejército de 100 mil
alfabetizadores que fuimos adiestrados, vestidos y destinados en la fabulosa
playa de Varadero. Primera vez que vi aquella playa y primera vez que vi a
Fidel en vivo, haciéndonos el discurso de despedida. Al día siguiente partimos
hacia los lugares que habíamos escogido para alfabetizar. Yo había dicho que
quería ir al Escambray, por ser una sierra parecida a la Maestra pero no tan
lejana, lo que me hacía suponer que facilitaría las visitas a mis padres. Yo
tenía 14 años y nunca me había separado de mi familia.
Cuando llegamos a Cienfuegos, me mandaron
para un lugar llamado Sierra Gavilán, pero nos detuvieron en Manicaragua,
porque toda aquella zona era de operaciones. Por entonces en el Escambray se
libraba la “lucha contra bandidos”, o sea las operaciones de la milicia y las
FAR contra las bandas contrarrevolucionarias, armadas por la CIA. Luego de dos
o tres días de incertidumbre, nos mandaron para la playa Rancho Luna, donde
estaba acampado el batallón 339 de Cienfuengos, la primera columna
revolucionaria que hizo contacto con los invasores de Playa Girón. Esta tropa,
formada por campesinos y obreros agrícolas, fue víctima de una emboscada y
sufrió más de 40 bajas. Casi todos habían perdido familiares y se les notaba la
tristeza. Nuestro grupo era de unos 20 alfabetizadores, o sea que nos tocaban
dos o tres combatientes a cada uno. Dábamos las clases en hogueras, de noche,
porque con el sol la tropa daba preparación combativa.
Durante el día los alfabetizadores
dedicábamos una media hora a preparar la clase nocturna y el resto del tiempo
andábamos como salvajes, nadando en el mar, cazando iguanas por el dienteperro
y haciendo exploraciones por territorios cada vez más alejados.
De pronto movilizaron el batallón y
dispersaron nuestro grupo. A mí me trasladaron a una casa de carboneros, en la
parte oriental de la Ciénaga de Zapata, a mitad de camino entre el Castillo de
Jagua y Juraguá.
Aquello no lucía como hoy, limpio y con
carreteras. A un paso del Castillo de Jagua empezaban el monte, la ciénaga, los
mosquitos y los cangrejos rojos. Después de kilómetros de todo eso quedaba el
bohío, donde vivía un matrimonio con cinco o seis hijos, esperando uno más que
no demoró en nacer. La única luz que teníamos era mi farol de alfabetizador,
así que mientras nacía la criatura me tocó sostener el farol firmemente, para
que la partera asistiera el alumbramiento.
En el tiempo que estuve allí, lo único que
comí fue arroz humedecido con manteca de puerco, a veces acompañado de un par
de viandas que sacaban de un huerto que no alcanzaba ni para la familia. Por el
día trataba de ayudarles en la tarea de construir hornos de carbón, para lo que
había que caminar varios kilómetros, hasta un claro lo suficientemente seco
como para que la humedad no los sofocara. Un día, el hijo mayor y yo, caminamos
muy lejos y regresamos de madrugada, con dos sacos repletos de mangos. Estuve
años sin comer mangos, después de aquellos días.
Más o menos al mes de llegar, tuve que ser
trasladado de urgencia a Cienfuegos, porque me eché leche de guao en un brazo y
se me pudrió por completo. La quemadura, a los pocos días, se me había
extendido por casi todo el cuerpo, sobre todo a la cara. Me ingresaron en el
antiguo edificio de los Hermanos Maristas de Cienfuegos, yo tan desfigurado que
cuando mi padre vino a recogerme, no me reconoció.
La única vez que milité en mi vida fue un
año después, cuando aprendía a dibujar en el semanario Mella. Fue por poco
tiempo. A la semana de tener carné, me fui con Guillermo Rosales en uno de los
barquitos palangreros que salían de Cojímar. Nos habíamos puesto de acuerdo
para que yo hiciera el reportaje y él lo presentara como propio. La idea era
que, cuando lo aprobaran, él confesara que era mío, con lo que quedaría
demostrada mi vocación periodística. Pero sucedió que estuvimos como cuarenta y
ocho horas en alta mar y yo pesqué una insolación gravísima. Cuando
regresábamos a la costa, fuimos tomados por piratas y agujerearon nuestro bote
a tiros. Pronto llegó una lancha de milicianos que nos encañonó y trasladó a
tierra, mientras yo deliraba de fiebre. Al amanecer del día siguiente, se
aclaró todo. Los compañeros de Mella nos sacaron del calabozo.
Estuve más de una semana en cama, curándome
la insolación con unos espray americanos que había en todas las farmacias,
gracias al canje de mercenarios por compotas y medicinas. Aún lleno de ampollas
llegué al Mella, creyéndome un héroe, una especie de sobreviviente. Pero los
compañeros, en vez de vitorearme, propusieron que me fuera un mes para una
granja, como castigo por haberme ido de aventuras sin permiso. Allí mismo, con
15 años, entregué mi carné de joven comunista, hasta el día de hoy.
Noel: Cuando en marzo de
1964 respondió el primer llamado del SMO, se generó confusión, intencionada o
no, sobre esa su primera misión en las FAR. La inició a los 16 años y concluyó
el 12 de junio de 1967. Su observancia lo obligó a dejar el piano y coger la
guitarra para debutar, con aquella denominada ¿Por qué? en las canciones de
contenido social. Hay quien le atribuye su cumplimiento dentro de las
controvertidas, “UMAP” (Unidades Militares de Ayuda a la Producción). ¿Qué es
lo realmente cierto?
Silvio: En todos los
ejércitos del mundo se le llama recluta al que recién integra filas. Después
del curso de instrucción inicial, el recluta se convierte en soldado. En Cuba,
los primeros llamados del Servicio Militar Obligatorio (después Servicio
Militar Activo) fueron diferentes. Los que integramos aquellas promociones
fuimos llamados y tratados como reclutas hasta el día en que nos
desmovilizamos, tres años después. Ser recluta era una condición inferior a la
de soldado. La tercera sigla de la ley que nos hacía combatientes –la O de
Obligatorio― nos marcaba con un signo de inferioridad. Lo de ser menos que un
soldado lo sentíamos hasta cuando estábamos en la calle, porque también era
obligatorio llevar una franjita de tela azul en la manga, como identificación.
A nuestro paso, escuchábamos murmurar: “Ahí va un hombre de 7 pesos”, que era
el estipendio que nos daban.
Antes del primer llamado al SMO, hubo otro,
de jóvenes escogidos para las tropas coheteriles y el Ministerio del Interior,
que integraron las Fuerzas Armadas no con el grado de recluta sino como
soldados “normales”. Aquel no fue mi caso. Yo entré al Servicio Militar
Obligatorio durante su primer llamado oficial, en abril de 1964. Tenía 17 años
cumplidos, el límite más bajo que marcaba la ley. Nos citaron en un estadio que
llamaban el Pontón, frente al parque de la antigua Escuela Normal, en El Cerro,
y nos llevaron en camiones hasta Colinas de Villarreal, el centro de
reclutamiento.
Según certificaron los doctores de la junta
que nos revisó (consta en la tarjeta médica que aún conservo), el examen físico
me declaraba inepto para tropas. Aún así, me asignaron a una unidad de
paracaidismo. Yo ni siquiera había montado en avión, así que me presenté ante
un oficial y le expresé que suponía que para semejante especialidad había que
estar de acuerdo y que, en consecuencia, jamás esperaran a que me lanzara en
paracaídas. Fue la primera vez, de muchas, que escuché decir con voz levemente
alterada que el ejército no era una democracia y que las órdenes se daban para
ser cumplidas. Supongo que por obra y gracia de mi Ángel de la Guarda revocaron
aquella decisión y me asignaron a una unidad de Retaguardia.
Llamaban “la previa” a tres meses de
entrenamiento como soldado de infantería, que los aciagos reclutas como yo
debían pasar. A nuestro grupo le tocó hacerla en la unidad 3234, ubicada en un
bosque cercano a Artemisa. Según se decía, la unidad había sido originalmente
de aquellos cohetes de la “Crisis de Octubre”. Las áreas de fumar eran
construcciones circulares, rodeadas de metros de arena esparcida, para que
ninguna chispa volara hasta el combustible de altísimo octanaje. Claro, cuando
nosotros llegamos no había combustible y muchísimo menos cohetes. Sólo una
unidad construida con el rigor ejemplar de nuestros hermanos soviéticos. En
aquellos áridos terraplenes, bajo el sol inclemente, aprendí las reglas que
rigen la vida militar, las jerarquías, los saludos, etc. y durante más de 120
jornadas marché y corrí, lo mismo vestido hasta el cuello que en calzoncillos,
a veces con la mochila llena de seborucos.
Las primeras veces que me senté a comer, no
alcancé a ingerir ni la mitad del alimento. Cada compañía podía ocupar el
recinto del comedor durante cinco estrictos minutos. A la semana, por supuesto,
me sobraban dos. Como nadie me ordenaba bañarme, prefería dormir, lo que me
trajo broncas con mis vecinos de cama, sobre todo cuando me sacaba las botas.
Llegué al ejército convencido de que
estábamos cumpliendo con un deber patriótico y en los primeros días vi mal que
los reclutas se fugaran al pueblo y mintieran para no asistir a clases o a los
círculos políticos. Con un patriotismo idílico y sin la más mínima picardía
callejera, asumí una actitud de afinidad con los sargentos. Aquello me ganó el
repudio inmediato de mis compañeros… y de los sargentos. Por eso cuando “la
previa” terminó, ya era un “soldado ejemplar”: ostentaba el récord de fugas de
toda la unidad y era el que más “embarajaba” a la hora de la instrucción
militar -aunque seguí asistiendo a las clases políticas, porque la Historia es
una asignatura que siempre me ha gustado.
Sobre los tres años y tres meses que pasé
en las FAR, pudiera escribir un libro más ridículo que épico. Plagiando a Raúl
Roa García, se pudiera llamar “Aventuras, venturas y desventuras de un
recluta”. En infinidad de ocasiones estuve a punto de ser remitido a los
tribunales militares. Algunas de mis “hazañas” fueron usar como diana la
sinfonía Manfredo, de Tchaikovsky; defender en una corte a un recluta que se
hacía pasar por gay, para que le dieran de baja; bañarme en la piscina del
Estado mayor de mi unidad; invitar a fajarse a un teniente por discrepancias
literarias; decir que no entendía el internacionalismo cuando me preguntaron mi
disposición… y muchísimos otros etcéteras. No sé si alguien habrá superado mi
proeza de estar medio mes fugado, sin que los superiores se dieran cuenta. Lo
logré, porque durante un tiempo serví en dos unidades y acostumbré a ambos
mandos a pensar que estaba en el otro. El día que regresaba me iba despidiendo
de todo, seguro de que iba directo al calabozo. Pero nadie notó mi ausencia
durante dos semanas y, para colmo, cuando llegué me dieron el fin de semana de
pase.
Esto revela lo “imprescindible” que era
aquel mísero recluta.
Fueron los tiempos en que empecé a escribir
canciones. Tenía que usar las noches porque de día no me podían ver con la
guitarra. Me salieron ojeras de las madrugadas que pasaba en un bosque alejado,
donde podía tocar a gusto. A veces el amanecer me sorprendía allí, rendido
junto a un árbol, abrazado a mi lira de 60 pesos. Así adquirí un sueño crónico
que me hacía fallar en las clases de telegrafía y que me ganó la justa fama de
estar siempre “en Babia”. Otros reclutas, como yo, fueron mi primer auditorio.
Y mis primeras presentaciones las hice en los Festivales de Aficionados de las
FAR, donde jamás obtuve un premio.
Durante mi estancia en el ejército, varios
jefes expresaron sus profundos deseos de enviarme por una temporada a las UMAP
(Unidades Militares de Ayuda a la Producción). Por entonces era la advertencia
más amenazante. Gracias a mi suerte prodigiosa y al teniente Oscar Azúa, no lo
hicieron. Azúa fue la versión militar de mi Ángel Guardián. Cuando me faltaba
un año de servicio, él me recomendó a la revista Verde Olivo, o sea en la
ciudad y con mejores perspectivas. Aún allí, por la ley de entonces, sólo me
daban pases los fines de semana.
El trato discriminatorio y el encierro
típico de una unidad me hicieron odiosa la vida militar. Pero recuerdo que el
lunes 12 de junio de 1967, cuando me llamaron a Personal para entregar mis
pertenencias y firmar mi desmovilización, se me hizo un nudo en la garganta. Al
día siguiente, martes 13, debuté en el programa de televisión Música y
Estrellas.
Silvio, el combatiente II
Noel: Usted escribió
desde 1968 temas sobre la lucha infatigable del heroico pueblo vietnamita,
(…tres mil pájaros negros, dejaron de volar, tres mil descansen, nunca en paz…)
hasta en 1974 (…madre en tu día, tus muchachos barren minas en Haiphong…) ¿Qué
representó para Ud. la lucha del pueblo vietnamita?
Silvio: Vietnam fue una
guerra, pero también un paisaje de la humanidad. Por eso llegó a convertirse en
símbolo. Lo que se veía era una acumulación monstruosa de ingenio tecnológico,
descargada contra la dignidad humana. Con Vietnam aprendimos la
relatividad de lo frágil. Hubo fotos que resumieron todo, como aquella del
invasor inmenso, sometido por la pequeña combatiente.
Vietnam fue un chorro de verdad, una
definición. Recuerdo que uno de los primeros programas de TV “Mientras Tanto”
lo dedicamos a su gente. Yo había invitado a Pablo Milanés, que tenía una
canción sobre Vietnam que me gustaba mucho, aquella que decía “yo vi la sangre
de un niño brotar”. Lo anuncié la semana anterior y, cuando llegó el día, el
ICR no nos dejó. Por eso dije en cámara que nuestro invitado no había ido por
razones ajenas a nuestra voluntad. Por aquellos tiempos también escribí y canté
un par de canciones en una obra de teatro universitario, llamada “Vietnam por
ejemplo”, escrita por Víctor Casaus. Nicola estaba componiendo “Por la vida”,
Martín Rojas “Cuento para un niño”, y yo “Bajo el arco del sol” y “El rey de
las flores”. Los poetas hacían poemas al pueblo vietnamita. La danza imitaba el
dolor de Indochina. El cine… Santiago Álvarez fue el gran cantor de Vietnam, si
es que hubo uno entre cubanos. Y aquellas, sus obras de defensa, resultaron ser
obras maestras.
Vietnam fue el espíritu de una época, parte
esencial de la identidad de los que vivimos los años 60. Luego el Che recomendó
a la Tricontinental: “Crear dos, tres, muchos Vietnam…”. Y espíritus mayores, como
Leo Brouwer y Luigi Nono, hicieron arte de sus palabras.
Noel: Angola, 1976,
primera misión internacionalista de muchos meses. Profunda amistad con Arides
Estévez (Comandante de la CIM, Contra Inteligencia Militar) quien cayó en
combate (…si caigo en el camino, hagan cantar mi fusil, porque él no debe
morir…). Hubo otros jefes cubanos que allí mismo en ese escenario, le exigían
que sólo se dedicara a tocar la guitarra y Ud. se molestó, y lo incumplió.
Háblenos de Arides, ¿cómo surgió esa amistad y qué le dijo a sus hijos, años
después en Cuba, cuando el General de División Félix Baranda Columbié le
facilitó un encuentro con ellos y usted se negó tozudamente a llevar la
guitarra?
Silvio: Conocí a Arides
Estévez en el pueblito costero de Landana, en Cabinda, en 1976. Cabinda era una
provincia donde había muchas emboscadas. Nadie sabía qué arma iba a tener que
usar en cualquier momento. Por eso coincidimos en una práctica combativa
múltiple que se hizo un 8 de marzo, en la que se tiraba con pistolas, fusiles,
RPG-7, granadas ofensivas y defensivas, y por último había que conducir un
enorme camión soviético, Gaz-66, de muy especial manejo por la ubicación de la
palanca de cambios y los puntos de las velocidades.
Arides era muy hábil disparando con la Makarov
de 20 tiros, el arma corta que siempre llevaba. Él se ofreció a
instruirme en su uso, diciéndome que dominarla no era tan difícil como parecía.
Yo había intentado tirar con esa pistola,
pero en ráfaga no pude hacer ni un solo blanco. Sin embargo él los abatía con
una destreza asombrosa. Al ver mi frustración me prometió ayuda, para darme
ánimos.
No tuve tiempo de continuar con sus
lecciones, porque estuvimos allí sólo una semana y luego seguimos rumbo a otras
unidades. Aproximadamente un mes después, cuando ya estábamos en otra
provincia, el afable y joven Arides Estévez cayó en una mina y murió junto a
otros compañeros.
Años más tarde, tuve la oportunidad de
conocer a sus hijos y de hablarles de aquel breve encuentro que tuve con su
padre, a quien sobre todo recuerdo como una excelente persona.