domingo, 5 de febrero de 2023

Cuba, a través del lente de Juvenal Balán

Por Liudmila Peña Herrera y Rodolfo Romero Reyes 

En medio de la oscuridad de la madrugada el muchachito movía el farol con insistencia para que el maquinista del tren cañero cogiera la seña sobre el cambio de chucho. Eran él y la zafra azucarera, con todo lo épico que se vivía en el año 1969 en Cuba. Tenía 18 años cuando comenzó a trabajar como soldador en el central azucarero Rubén Martínez Villena, de la antigua provincia de La Habana, hoy Mayabeque. Primero laboró en el taller de locomotoras y después en una brigada de pailería que hacía trabajo de mantenimiento.

“Cuando había una rotura en plena zafra, allá íbamos a tratar de solucionarla. Era un trabajo intenso: los jóvenes terminábamos nuestros turnos y nos íbamos a cubrir la necesidad que existiera, lo mismo a sacar bagazo de los fosos del basculador con una canasta en la cabeza, que de retranqueros en el tren que traía los carros cargados de caña, como de fogoneros paliando el carbón mineral al fogón de la locomotora. Allí hice la zafra del 70, y me entregaron el diploma de 1 000 horas de trabajo voluntario”.

Antes, había estado en la Ciénaga de Zapata recogiendo guano cano, un arbusto de hojas anchas que se utilizan para cobijar casas y ranchos. Recuerda que se quedaban en un lugar donde los mosquitos y los jejenes no los dejaban en paz y dormían en tiendas de campaña.

“A 50 pencas de guano se le llamaba un caballo. La norma era recoger cuatro caballos en la jornada, es decir, 200 pencas. Cuando los especialistas de la Ciénaga las cortaban, no pesaban nada; pero cuando caían y se mojaban, costaba para levantarlas. Yo trabajaba con el agua a la cintura, metido en esos terrenos cenagosos. Cuando reunía las 50 pencas, las amarraba, me las echaba a la espalda y las sacaba hasta la barcaza donde las transportaban hasta la orilla. Cuando cargaba el primer caballo, ya uno estaba reventa’o de cansancio –cuenta el hombre, ataviado con chaleco repleto de bolsillos; se ajusta los espejuelos–. Mi juventud se fue moldeando con todo eso”.

Quien lo ve ahora con su cámara fotográfica a cuestas, detrás del hecho noticioso, no imagina que Jorge Juvenal Balán Neyra, antes de convertirse en fotorreportero, cortó caña en Camagüey, embolsó posturas de café en un cuartón de La Habana, estudió la trompeta, integró un grupo de aficionados del género mozambique y bailó por varios años en la comparsa de su pueblo.

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“A mí siempre me han llamado Juvenal –aclara sonriente–. Si me dicen Jorge, no respondo porque no estoy habituado”.

Aunque nació en La Habana, el 7 de mayo de 1951, se crio en un pueblito llamado Aguacate. Cuando habla de su infancia, la memoria lo lleva hasta aquel lugar que “tenía cierta vida”, pues había un central azucarero y una terminal de ómnibus desde donde salía una guagua cada 15 minutos hacia La Habana.

“Estaban las sociedades (española, el liceo, la sociedad de color, el Club Deportivo Rosario) que marcaban la vida del pueblo: un negro o un mulato no podía entrar en el liceo porque era para los blancos; y la sociedad española solo era para los españoles y sus descendientes.

“En el pueblo también estaba la casa de los sindicatos. Allí se hacían reuniones, había un televisor y los más viejos se sentaban a conversar sobre política. Y eran punto fijo para ver el noticiero, particularmente el comentario del periodista político Luis Gómez Wangüemert. Yo siempre andaba con mi abuelo cogido del brazo, quien nada más había podido estudiar hasta tercer grado. Él trabajaba en el central, y, en tiempo muerto, en la finca de Otto el alemán. Sin duda, eso me fue formando”.

Durante su juventud, en Aguacate había dos “fotógrafos estelares”, Calero y Abela, a los cuales miraba trabajar de lejos, sin sospechar que luego los recordaría como parte de su propia historia.

“En mi casa había una Smena 8, una cámara rusa que tenía el lente fijo y no pesaba nada. Le montaba el rollo y tiraba la foto, calculando los metros. Cada vez que iban a hacer instantáneas en la familia, pedía tirarlas, pero no porque quisiera ser fotógrafo, sino por curiosidad”, aclara.

Poco tiempo después, en 1971, mientras cumplía con el servicio militar, la vida le volvería a poner delante una cámara fotográfica para que no la soltara jamás: “Un día, en la unidad militar 4790 me pidieron que tomara imágenes de una asamblea de balance del Comité de la Unión de Jóvenes Comunistas. Luego tuve que ir a la sede del periódico Ejército para que me ayudaran a revelar el rollo y se publicara. Fue allí donde, por primera vez, escuché sobre el lead y las cinco preguntas del periodismo, y tuve la suerte de que publicaran mis fotos. A partir de ahí, cada vez que había una actividad, me pedían que hiciera las fotos, con una cámara Fed 2 a cuestas”. Cuenta que el visor era telemétrico, y “debía hacer coincidir dos imágenes, o sea, para hacer un retrato veía a la persona dos veces”.

En 1977, Juvenal comenzó a trabajar a tiempo completo en el periódico Ejercito, órgano oficial del Ejército Occidental, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR).

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Reportar la vida militar le había mostrado a Juvenal nuevos caminos que nunca imaginó. Incluso, le abrió diversas posibilidades de superación profesional: en el año 1984 lo enviaron a estudiar en un curso de corresponsales de guerra a la Academia de las FAR General Máximo Gómez.

“Cuando acabó, eligieron a un pequeño grupo y nos mandaron a reportar la Operación Carlota en Angola, a donde llegué el 28 de agosto de 1985. Yo era un corresponsal itinerante y me movía por todo el país. Mis fotos se publicaban en el periódico Venceremos, en la nación africana, y también las mandaba para Cuba. Algunas salieron en el diario Granma y en Verde Olivo”.

–De todos los escenarios que debió cubrir como fotorreportero, ¿qué experiencias fueron las más enriquecedoras, desde el punto de vista profesional?

–Uno de los aspectos más interesantes que tuvo para mí esa misión militar fue viajar con los caravaneros porque se movían en todo el territorio angolano transportando alimentos, armamento, aseguramiento logístico de la tropa. Participar de sus jornadas de viaje permitió que me “cujeara” en los rigores de la guerra, vivir la incertidumbre de ir por una carretera y que pudiera explotar una mina en cualquier momento; y estar en medio de los combates.

“Convivíamos con el grupo de gente que iba en el vehículo que te tocaba. La caravana se paraba por la tarde en la carretera hasta la mañana del día siguiente. Por las noches casi no dormíamos porque se hacía exploración con fuego, y se formaba ‘el tira para allá y tira para acá’ para evitar que el enemigo se acercara”.

–¿Hubo algún momento en el que debió escoger entre hacer su trabajo o defender su vida?

–Me vi en esa disyuntiva, y defendí mi vida, por supuesto, pero tratando siempre de hacer mi trabajo. Había corresponsales de guerra a los que no les gustaba andar con armas. Decían que su misión era filmar, tirar fotos y que, si andaban con armas, se desvirtuaban. Yo llevaba mi Zenit-E y mi libreta de notas, pero también el módulo completo que tenía como militar: un fusil AKM-47 plegable, una pistola Makarov, cargador, granadas y cuando hacía caravana viajaba en un “yacaré”, que es un transportador blindado… De eso dependía mi defensa.

“En las caravanas, estaba en un grupo donde solo había tres cubanos, el resto eran angolanos. Dormíamos uno al lado de otro, por el frío tan terrible que hacía, pues hasta el agua de la cantimplora se congelaba. Y si se formaba algo, ese que estaba al lado de uno era la familia más cercana.

“Traté en todo momento de tener la cámara en mano, pero el arma siempre estaba a mi lado. Había muchas mañas que usábamos para defendernos. Si debíamos tirarnos del carro a causa de una emboscada, lo que nunca podíamos dejar arriba era el fusil. Debajo de los carros de los caravanistas, metidas en medias verde olivo, se guardaban municiones y las amarraban en diferentes lugares, así estábamos seguros de que contábamos con esa reserva”.

–Llegó a Angola con 34 años y cierto camino recorrido en la labor reporteril. ¿Cuánto creció en ese país, en medio del peligro?

–Angola fue una gran escuela porque fue ejercer el periodismo en medio de la guerra, en un país extranjero, con situaciones difíciles que se presentaban, no solo era un reto profesional sino también humano. Volé en helicóptero para moverme de una región a otra y muchas veces me pregunté qué yo hacía allá arriba. Los desafíos aparecían y yo me crecía porque tenía una misión que cumplir.

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Un año después de su regreso a Cuba, en septiembre de 1986, Juvenal Balán trabajó en Bastión, el periódico de las FAR y, cuatro años después, inició su inseparable relación con el diario Granma

“El primer día que llegué a trabajar, se me acercó Susana Lee, que era la jefa de información, y me envió con la periodista Sara Mas a una cobertura al Consejo de Estado. Era en la oficina de Fidel Castro, con un visitante extranjero. Allí hice mi trabajo y, cuando nos íbamos, el Comandante nos pidió que esperáramos un poco. Empezó a conversar, a hacer preguntas y así fue mi primer trabajo en Granma”.

–Pero no era la primera vez que veía a Fidel…

–No, yo crecí en mi pueblo viendo a Fidel casi dos o tres veces a la semana porque iba mucho a verificar la mecanización de la caña y el desarrollo ganadero. Allí se creó el primer campamento para la brigada Venceremos, integrada por norteamericanos que venían a Cuba a cortar caña, trabajar en la agricultura y recorrer el país. Fidel siempre estaba en el campamento. Yo lo vi cortar caña con los norteamericanos y conversar con ellos.

–Luego tuvo muchas oportunidades de trabajar cerca de él…

–Tener la dicha de vivir en la época de Fidel fue un lujo: hay generaciones que solo conocerán lo que lean o les cuenten, o por los videos. En el año 2000, tuve la posibilidad de estar en el Paraninfo de la Universidad de Panamá, el mismo que el terrorista Posada Carriles pretendió hacer estallar cuando Fidel hablara. También guardo con celo la imagen del Comandante en la cárcel donde estuvo Mandela, además de que tuve el privilegio de ser testigo del encuentro de ambos.

–En más de cuatro décadas de trabajo reporteril, usted ha estado en coberturas bien complejas. ¿Cuáles han sido las más difíciles?

–Las de desastres. He ido a esperar un ciclón al lugar por donde se pronosticó que iba a pasar. Hubo veces en que estábamos en el Instituto de Meteorología escuchando a Rubiera con Fidel y él, en medio de la noche, decía: “Voy para Matanzas”. Allá íbamos nosotros también, en medio de la ventolera.

“En el 2016, cuando se esperaba el huracán Matthew, salimos con un equipo de prensa de La Habana para Santiago de Cuba. Allí empezamos a monitorear para ver por dónde iba a entrar, y luego nos fuimos para Guantánamo. En Baracoa no había manera de transmitir porque no teníamos tecnología satelital, entonces íbamos todos los días hasta Guantánamo a escribir y enviar las fotos para el periódico”.

-Suponemos que no se vive igual una cobertura de ese tipo en Cuba que en tierra extranjera. ¿Nos cuenta algunas experiencias?

–Estuve al frente de la prensa cubana que participó en la cobertura de los daños provocados por el tsunami ocurrido en el Pacífico en 2004, el cual azotó Sri Lanka e Indonesia. Fuimos con un equipo de la televisión y de Granma.

“La afectación principal no era en Yakarta, sino en Sumatra, una isla de Indonesia. Y allá nos fuimos, a vivir en una tienda de campaña con los médicos nuestros y a reportar lo que estaba sucediendo.

“En Sri Lanka vimos un tren cargado de personas que fue arrasado por el tsunami. Cuando llegamos, todavía estaban las huellas de las pertenencias de las víctimas. A nuestro paso encontrábamos cadáveres petrificados”.

–Quien haga una búsqueda sencilla en Internet se dará cuenta de que no solo estuvo en Indonesia, sino también en Pakistán, tras el terremoto de 2005. Parece que le persigue ese tipo de coberturas…

–Cuentan que, luego del terremoto, Fidel armó una brigada médica y, en el momento en que estaba hablando con sus integrantes, en el Palacio de la Revolución, se viró para donde estaba su jefe de despacho y le preguntó si les habían avisado a los periodistas.

“Cerca de las 12 de la noche, sonó el teléfono de mi casa. Me dijeron que recogiera algo de ropa y los equipos. Tenía que estar antes de las cinco de la madrugada en el aeropuerto para salir para Pakistán. Allá se armaron 32 hospitales de campaña. Anduve por el Himalaya, subiendo y bajando lomas, conviviendo con los médicos. En esa misión me tocó escribir y tirar fotos.

–¿Qué suceso le marcó de manera especial allá?

–En Sumatra tenía que cambiar dinero para alquilar un carro y mover al equipo de prensa. Donde único había un centro de cambio era en el aeropuerto. Empezamos a conversar con el encargado del lugar y, de pronto, el indonesio me miró y me dijo: “¡Fidel Castro!”. Lo que quería decirme era que me daba un precio más bajo porque sabía que éramos cubanos y habíamos ido a ayudar a su pueblo.

“Algo similar me sucedió en Pakistán: una vez estábamos en el Himalaya y paramos en la carretera porque era el mes del Ramadán y el chofer tenía que rezar tirado en la estera. De pronto, apareció en el camino un viejo musulmán con la barba roja y lo único que nos dijo fue: ‘Fidel Castro’. Y siguió caminando. Quedé impresionado, preguntándome cómo un hombre en un lugar tan apartado, donde no había electricidad, podía saber de Fidel Castro. Eso da una idea de lo que representa nuestro país para el mundo”.

–Y en 2010 estuvo en Haití, luego del terremoto que acabó con la vida de decenas de miles de personas. ¿Cuán dura fue esa experiencia?

–La dirección del periódico decidió enviar a la periodista Leticia Martínez a reportar sobre aquel hecho y la ayuda de la Brigada Médica Henry Reeve en aquella nación. Entonces me pidieron que fuera con ella para que la apoyara, por mi experiencia, y también para que la cuidara. Eso representaba un reto altísimo, porque tenía que trabajar, cuidarla a ella y cuidarme a mí. Para que tengan una idea de lo que vivimos, cuando llegamos a Haití, lo primero que vimos al salir del aeropuerto fue una persona fallecida en plena calle. En aquel país estuvimos tres meses, y fuimos testigos de situaciones muy difíciles.

“En Puerto Príncipe, retraté a un niño agonizando. Lo habían sacado de debajo de unos escombros de un derrumbe y los médicos cubanos lo tenían en el suelo, en una camilla. El hospital estaba repleto y tenían hasta salón de operaciones fuera del hospital. Los doctores le habían puesto de todo, pero las venas no aguantaban, los medicamentos no hacían efecto. El niño tendría ocho o nueve años. En ese momento, uno dice tiro o no tiro. Tuve que crecerme, porque debía mostrar la crueldad, la violencia y el efecto que ocasiona un terremoto. También tengo la secuencia de un niño llorando con la madre tirada en el suelo, tratando de que despertara, pero ella estaba agonizando. Todo eso es el testimonio del sufrimiento que vivió el pueblo haitiano a causa del terremoto”.

–Con tanta intensidad de trabajo suponemos que a veces habrá existido poco tiempo para la familia. ¿No han protestado?

–Sin ella, no hubiera podido hacer nada de esto. Cuando me fui para Angola, mi hija estaba en quinto grado. Me fui consciente de que a lo mejor no regresaba vivo. Lo más duro fue, cuando vine de vacaciones a los ocho meses, saber para dónde iba, abrazarlas al despedirme y no poder decirles; y tener que volver a irme. Las cartas demoraban un mes en llegar a Cuba. De aquí me respondían y pasaba otro mes para llegar allá. Siempre traía la última en el bolsillo porque cuando estaba medio “engorroniao” la leía y me daba ánimos.

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A sus 71 años de edad, con decenas de premios, distinciones y medallas, Juvenal Balán parece apenas un “chico” entrado en años. Se mueve de un lado a otro, buscando el mejor ángulo, como el más ágil de los fotorreporteros, bromea con sus colegas en los pasillos, sonríe. No solo ha tenido el privilegio de vivir y contar de primera mano los grandes acontecimientos de Cuba, de conocer una veintena de países, y de dejar el testimonio gráfico de la historia de nuestra nación en las últimas seis décadas. También le ha tocado adaptarse a los cambios tecnológicos que ha experimentado la fotografía, aunque mantiene un enamoramiento incorregible por la que aprendió en sus años mozos.

“Lo digital no sustituye lo analógico. El romance que se vive dentro de un cuarto oscuro cuando se revela un rollo, cuando lo fijas y te das cuenta de lo que tiraste, eso es insustituible. En lo digital tienes la posibilidad de ver lo que has hecho, pero cada cosa tiene su momento y su encanto. Ya lo analógico se encareció y queda para trabajos exclusivos. Con una cámara digital tienes la posibilidad de tirar a color y en blanco y negro; aunque hay fotógrafos que creen que la fotografía se hace en la computadora, no hay que olvidar que la cámara digital fue diseñada por un equipo de ingenieros inspirados en la fotografía analógica”.

-¿Cómo ve usted, a través de su lente, la realidad cubana de hoy?

–Estamos viviendo una época crucial. Nunca pensé que pudiera estar en el momento de la entrega del batón de la generación histórica de la Revolución a los dirigentes más jóvenes. Estuve en el Palacio de las Convenciones cuando Raúl Castro terminó su mandato como presidente del Consejo de Estado y dejé el testimonio en las páginas de Granma.

“En la actualidad veo que hay una búsqueda de la aplicación de la ciencia en el desarrollo de la sociedad y una insistencia del gobierno en darle mayor protagonismo a la juventud. No voy a profundizar en el bloqueo, porque llevamos más de 60 años y no hay manera de que nos lo quiten. Tenemos que trabajar hacia adentro y resolver nuestros problemas, sobre todo lograr que nuestro salario permita poner la comida en la mesa. 

“Si tuviera que resumir a Cuba en una fotografía, independientemente de todos los contratiempos, lo haría con la imagen del amanecer, con ese sol que se ve radiante en la campiña cubana. Para que su luz persista, tiene que haber un pueblo dispuesto a seguir desarrollándola”.

Para ver fotos, visitar Fuente: http://bohemia.cu/cuba-a-traves-del-lente-de-juvenal-balan/

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