Por Guillermo Rodríguez Rivera
Hace poco los
lectores de los asuntos internacionales conocimos de la quiebra de la ciudad
norteamericana de Detroit, donde los ingresos no bastaban para hacerle frente a
los gastos de la ciudad que, de los casi dos millones de habitantes que tenía
en 1960, ahora apenas anda cerca del
millón.
De los años
cincuenta, yo, que era un niño entonces, recordaba el poderoso brazo de Al
Kaline que tiraba desde el right field y enfrió a más de un enemigo de los
guerreros Tigres, el apodo del equipo de béisbol de la ciudad.
Si uno repasaba el
mapa de Michigan, el estado donde se situaba la gran ciudad, uno encontraba
algún topónimo que le resultaba particularmente familiar, como Pontiac, el
pueblo indígena del que tomó su nombre aquel automóvil, que era la joyita de la
General Motors. Allí se había fundado la empresa en 1908, del mismo modo que
allí habían surgido Ford y Chrysler.
Pero marcas universalmente conocidas como Oldsmobile y la propia Pontiac
habían desaparecido, y a la Chrysler se la había tragado la Daimler alemana.
Ya la primacía en la
producción y en la venta, que había sido privilegio norteamericano, había
pasado a marcas de Asia y Europa, como Mercedes, Volkswagen y Toyota. Antes,
Detroit vendía sus autos en todo el mundo, pero ya no tiene esa primacía ni en
los propios Estados Unidos: la ciudad en quiebra que es Detroit perdió la
delantera en las ganancias de esa industria que ella fundó y controló por
muchos años.
Pero la República
Popular China empezó a cobijar otras grandes industrias que años atrás
estuvieron en los Estados Unidos, porque nacieron allí. Los operarios chinos
cobran mucho menos que los estadounidenses y trabajan con una calidad semejante.
Los Estados Unidos
tienen la deuda externa mayor de todo el mundo: consumen mucho más de lo que
producen y no se sabe qué ocurrirá el día que sus acreedores les exijan que
honren sus deudas.
De veras, a la gran
nación del norte le van quedando apenas dos grandes industrias que son su
refugio en estos duros tiempos y que se han convertido en fuente de
preocupación y muchas veces de horror para el resto del mundo.
Una es la de la
comunicación, lo mismo en su más directa variante, que es el periodismo, como
en la mucho más sofisticada y atractiva que es la información, que asume las
peculiaridades del arte.
Yo nací a la vida
cultural en los tiempos dorados de lo que se llamó el “cine de autor”. Durante
muchos años, el bloqueo económico, comercial y financiero que los Estados
Unidos han mantenido contra Cuba, motivó que en los años sesenta nos llegara
muy poco del cine norteamericano que antes proliferaba entre nosotros. Cuando
llegaba, era indirectamente.
Los años sesenta
cinematográficos en Cuba estuvieron marcados por grandes autores del mundo
socialista (Mijail Kalatozov, Grigori Chujrai, Andrzej Wajda, Jerzy
Kawalerowicz, Adrezej Munk, un Milos Forman y un Roman Polanski que todavía no
habían emigrado a Hollywood) pero, además y sobre todo, por el contacto con
Ingmar Bergman, Luis Buñuel, Alain Renais, Claude Chabrol, Louis Malle,
François Truffaut, Akira Kurosawa, Joseph Losey, Michelangelo Antonioni, Pietro
Germi, Bernardo Betolucci, Jean Luc Godard, Federico Fellini, Agnes Varda,
Jacques Demy, Gillo Pontecorvo, Glauber Rocha, aunque no faltaron Orson Welles,
Alfred Hitchcock, Billy Wilder y Francis Ford Coppola para entregarnos un
riquísimo panorama del cine del mundo.
Uno queda abrumado
al ver como ese cine de autor casi ha desaparecido para ser reemplazado por la
seriada y comercial producción norteamericana que produce, en verdad, algunas
obras de calidad, pero cuyo absoluto dominio es una difusión centrada en un
entretenimiento banal, que empobrece pasmosamente el nivel general del cine que
se ve hoy en todas partes.
El cine es una de
las dos grandes industrias cuyos productos los Estados Unidos expanden por el
mundo. La otra, la terrible, es la industria de la guerra.
Los Estados Unidos
conformaron ese territorio que va de costa a costa de la América del Norte,
arrancándoselo a sus indios, a los que confinaron a las llamadas “reservas” o a
otros países como México, al que despojaron de más de la mitad de su
territorio.
En los tiempos de
esa expansión, casi sin orden y sin ley, se aprobó, en 1791, la Segunda
Enmienda a la Constitución, que da a
todos los ciudadanos el derecho a poseer y a portar armas, casi sin
limitaciones. 223 años después, esa enmienda sigue vigente: en una simple
ferretería, un norteamericano puede comprar un fusil automático sin el menor
tipo de indagación sobre quien es la persona que adquiere tal arma.
Desde momentos tan
tempranos en la constitución de la nación, comenzó un auge de la industria
militar que no ha cesado desde entonces. A la inversa, se ha acrecentado de
modo tal que en 1960, en el discurso en que se despedía de la presidencia de su
país, el prestigioso y conservador general Dwight D. Eisenhower advertía sobre
el grave peligro que era, para la democracia norteamericana, el auge y el poder
que había alcanzado lo que ya se conocía como el complejo militar industrial.
El Complejo iría
acumulando un enorme poder procedente de sus fabulosas ganancias: llegaría a
colocar a hombres clave en instituciones como el Pentágono o el State
Department y sería un lógico promotor de todo tipo de armamentismo.
Lo que pudo haber
sido una protección al ciudadano, en los tiempos de una expansión que generaba
violencia, ha acabado por desproteger al estadounidense que para nada está a
salvo de un psicópata o un irritado que se procure fácilmente un arma y salga a
“cazar” a sus conciudadanos. Son muchas esas experiencias
que han tronchado decenas de vidas en las escuelas de ese país.
Con el negocio y
tráfico de armas se ha armado, por ejemplo, el poderoso mundo del narcotráfico
mexicano, que tiene el poder de fuego de un ejército para enfrentar a las
autoridades de su país.
Para vender las
armas costosas, que son las más dañinas –los aviones bombarderos tripulados o
sin tripular, los misiles, las minas– los fabricantes de armas tienen que
procurar que se consuman y esas solo se consumen en las guerras.
Desde el llamado fin
de la guerra fría, los Estados Unidos han convocado a numerosas guerras: la
guerra del Golfo que libró Bush padre; la guerra de Kosovo, que llevó adelante
el demócrata Clinton; la falaz guerra de Irak, apoyada en la mentira de las
armas de destrucción masiva, convocada por Bush hijo, que dejó un país destruido, dividido
e ingobernable; la inacabable guerra de Afganistán, inaugurada también por Bush,
el pequeño, y continuada por el Nobel de la Paz, organizada para matar a un solo hombre que, al final,
estaba en Pakistán; el oportunista bombardeo de Libia, llevado adelante para
derrocar al gobierno de un país que hoy está anarquizado; la brutal guerra
librada para derrocar al gobierno de Siria por unos mercenarios terroristas
sostenidos por Occidente y sus aliados árabes, que no cumplieron su tarea y
ahora van a ser combatidos por sus padres que, como de pasada, tratarán de
acabar con el gobierno de Damasco.
En el mundo queda
solo una agresiva alianza militar, la OTAN, que sueña el imposible sueño de
gobernar el mundo.
Es muy difícil que
los Estados Unidos puedan poner límites a una industria que casi sostiene una
economía que se ha empobrecido en otras áreas.
Los Estados Unidos,
acaso por sobrevalorar su potencia, que implica menospreciar la de los otros,
ha caído en trampas que su confianza en la sola
fuerza no les ha permitido ver.
Las dos industrias
son perfectas y complementarias: una mata y la otra incita a matar y después justifica
las muertes.
Es, sin embargo, el
despliegue de una voluntad errática, porque nadie domina el mundo. De una
manera u otra, los magnates norteamericanos lo comprobarán: ojalá no sea al
costo de mucha más sangre.