Por Cristina Pacheco
En la familia hay preocupación por el comportamiento de la abuela
Guillermina. Se ha vuelto muy susceptible, hace cosas raras y ha cambiado sus
hábitos: sale menos cada día, no contesta el teléfono y si lo hace pide toda
clase de informes para cerciorarse de que le habla una persona conocida. Mina,
como le decimos de cariño, desconfía de todo el mundo, hasta de mí que soy su
nieta.
Procuro visitarla cada quince días, pero antes la llamo por si tiene algún
compromiso. Un martes, Mina no me contestó y, sin decir mi nombre, le dejé un
mensaje pidiéndole que se comunicara conmigo. Esperé hasta la noche y la abuela
no me llamó. Entonces marqué su número. “¿Quién habla?” No reconocí la voz al
otro lado del teléfono y pregunté lo mismo: “¿Quién habla?” En vez de responder
me pidió el nombre. Creí haberme equivocado y volví a preguntar: “¿Es Mina?”
“¿Qué Mina? ¿Quién eres?” “Karla”. Después de una pausa escuché un suspiro de
alivio: “Niña, por ahí hubieras empezado”, dijo mi abuela con su tono grave de
siempre. Al día siguiente me ofreció disculpas: “Perdona, hija, pero es que a
cada rato llaman desconocidos que me ofrecen cosas y me preguntan datos... Para
deshacerme de ellos finjo la voz y digo que la señora, o sea yo, no está en la
casa.”
II
Todo el mundo dictamina. Mi madre piensa que los cambios en el
comportamiento de la abuela son consecuencia de su edad. Mi tía Delfina
coincide con ella y dice que es hora de recurrir a un geriatra para que le
recete alguna pastilla. Por Eduardo, su segundo marido, sabe que pueden aliviarlo
todo: desde insomnio, ansiedad, inapetencia, migraña, taquicardia, desmemoria,
hasta falta de vigor.
Mi primo Rafael considera que mi mamá y la tía Delfi se preocupan demasiado
y están viendo moros con tranchetes: en estos tiempos, ¿quién no es desconfiado?
Por otra parte, ¿qué tiene de malo que la abuela salga menos que antes? ¡Nada!
Es su gusto y punto. Hay que respetarla. Como siempre, mi hermana Yareli
suscribe lo que dice Rafael. Emita, la pedicurista que atiende a Mina desde
hace años, recomienda que le demos vitamina B12, que tanto fortalece el cerebro
y los nervios.
A mí, como soy la menor, jamás me piden opinión. Si lo hicieran les diría
que las personas cambian. No podemos pretender que Mina sea la misma de antes
ahora que está a punto de cumplir un montón de años. La tía Josefina tiene un
punto de vista mucho más drástico: ve en las actitudes de la abuela señales de
un mal aterrador: demencia senil.
III
Según mi tía, a qué otra cosa puede atribuirse el hecho de que el domingo
pasado, cuando le preguntaron qué deseaba como regalo para su cumpleaños, Mina
haya pedido lo que menos imaginamos y nos hizo reír tanto que hasta lloramos.
Todo habría seguido en paz si a mi hermana Yareli no se le hubiera ocurrido
decirle a Mina: “Ay, bebé lindo, si mi abuelo Mateo supiera lo que se te antojó
para tu cumpleaños diría que estás bien, pero bien loquita.” Por el cambio en
la expresión de la abuela era evidente que Yareli acababa de meter la pata.
Rafael fingió disgustarse con mi hermana, le preguntó qué clase de bromitas
eran esas y la amenazó con darle pamba.
Comprendí que el intento de mi primo por salvar la situación había sido
inútil cuando vi que a Mina se le llenaban los ojos de lágrimas. Sin decir
nada, se levantó de la mesa y fue por la bolsa que había dejado en la sala.
Aunque imaginé lo que iba a decir, le pregunté qué estaba haciendo. “Me voy. No
pienso quedarme en una casa donde creen que estoy loca”. Eduardo, con su tonito
pegajoso de siempre, la previno: “Señora, cálmense; no vaya siendo que se nos
ponga mala”. Mi tía Josefina le lanzó una mirada reprobatoria a mi hermana y el
primo Ángel, que nunca dice nada, abrió la boca para empeorar las cosas:
“Yareli: ¿ves lo que hiciste?”
Mi madre nos pidió calma y se acercó a la abuela: “Por favor, no te vayas.
Necesitamos que estés con nosotros porque vamos a darte una sorpresa que ni te
imaginas”. La abuela apretó su bolsa contra el pecho y se encaminó a la puerta:
“Mientras no sea que van a llevarme a un manicomio...” Sus palabras me dolieron
y le reclamé: “No es justo que nos hables así. Además, ¿de dónde sacas eso?” La
abuela se volvió hacia Yareli: “Pregúntaselo a ella”.
Desconcertada, Yareli nos hizo testigos de que su intención no había sido
ofenderla y se echó a llorar. Esperanza, la mayor de mis tías, intervino:
“Madre: no te vayas. Urge que hagamos planes para tu cumpleaños. Falta muy
poco. Queremos celebrártelo como cuando vivía papá Mateo, ¿te acuerdas?” Mi
abuela se puso a la defensiva: “Claro que sí, o qué ¿también piensas que estoy
loca?”
Rafael dijo que la situación era insoportable y que mejor se iba. Mi tía
Delfi le pidió ayuda a su esposo Eduardo y él le gritó a mi primo que se
largara de una vez. Rafael lo llamó imbécil pendejo. Estaban a punto de los
golpes, pero mi madre lo impidió diciéndoles que si querían pelear se fueran a
la calle, porque en su casa no toleraba escándalos. A partir de ese momento
todo fue confusión.
Yareli, histérica, tomó a la abuela de las manos y la obligó a mirarla:
“Bebé, no vas a ofenderte sólo porque dije que si mi abuelo te hubiera
escuchado decirnos: ‘de regalo quiero una pistola y una computadora’, habría
creído que te volviste loquita.”
Mina, sonriente, negó con la cabeza: “Te equivocas. Mateo habría pensado otra cosa: que tengo miedo por cuanto está sucediendo en el mundo y que deseo conocer, aunque sea a través de la pantalla, los lugares a donde soñábamos con ir y en los que jamás estaremos.”
Mina, sonriente, negó con la cabeza: “Te equivocas. Mateo habría pensado otra cosa: que tengo miedo por cuanto está sucediendo en el mundo y que deseo conocer, aunque sea a través de la pantalla, los lugares a donde soñábamos con ir y en los que jamás estaremos.”
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2015/08/30/sociedad/032o1soc