Por Víctor Casaus
Este
mes de diciembre de 2017, el día 12, se cumplen 116 años del nacimiento de
Pablo de la Torriente Brau en San Juan, Puerto Rico. Este mes de diciembre, el
día 19, se cumplen 81 años de su caída en combate, en Majadahonda, España,
defendiendo la República agredida y enfrentando el naciente fascismo.
Esas
fechas explican el sentido del título de esta crónica pabliana, iniciadora de un pequeño ciclo que publicaré en
las próximas semanas, quizás meses. Esas crónicas alternarán –o se unirán– a
otras que escribo o he escrito en tiempos recientes: las crónicas desde el sur con experiencias, noticias, visiones desde
Argentina y sus territorios adyacentes, y las crónicas del día a día en las que trato de lidiar desde la palabra
con la cotidianidad circundante, y que incluyen, por supuesto, la crítica
necesaria a lo mal hecho y a lo peor pensado: dos males que van ganando
terreno, a veces con prisa pero lamentablemente sin pausa, entre nosotros, poniendo
en peligro sueños largamente soñados –algunos no siempre o no totalmente
alcanzados– y abriendo brecha al desánimo, la desidia, la corrupción y otros
jinetes de un apocalipsis que algunos vaticinan, otros azuzan y otros temen.
Las
fechas incluidas en el primer párrafo explican, decía, el sentido del título de
esta crónica. Y me parece útil que cumpla esa función aclaratoria para que no
se vaya a dar al título de marras un sentido que de ninguna quiere tener: ese
que apunta a la efeméride como un mecanismo repetitivo y cíclico que, cuando se
maneja deficientemente por los medios de comunicación, termina cumpliendo un
objetivo opuesto a la noble intención que muchas veces las impulsa: alejan al
receptor o la receptora de la fecha o la figura homenajeada. Porque las
efemérides tienen, efectivamente, un peligroso doble filo: por un lado, es
cierto, pueden servir para resaltar valores o hazañas entrañables y ejemplares
o pueden convertirse, si se las usa
con torpeza o ensañamiento, en su contrario. Ese modo erróneo de manejarlas
produce la falsa percepción de que la historia es simplemente –sí, simplemente– una sucesión interminable y
a veces previsible de efemérides galopantes. Esa es otra forma de decretar o producir el fin de la historia.
Pero
estamos hablando aquí, por suerte, de alguien que es la negación rotunda y
vivaz de lo dicho anteriormente: Pablo de la Torriente Brau, quien vivió su
vida corta e intensa sobre el filo del compromiso creciente con la lucha sin
abandonar el humor acompañante ni la capacidad ejercida junto a otros
compañeros de generación, como Raúl Roa, de analizar la historia, la política,
la vida, con cabeza propia y corazón sensible y ardiente. Me parece bueno y
útil recordar estas cosas sobre todo después de leer loas implacables,
adjetivos –los mismos– distribuidos a granel, elogios despiadados, hacia quien
vio la lucha como algo natural y propio, sin abandonar, como decía, el humor
imprescindible. Por eso explicó así, en carta desde Nueva York a sus compañeros
de lucha que habían regresado a Cuba desde el exilio, aprovechando las rendijas
de una frágil amnistía, los orígenes de su decisión de irse “a España, a la
revolución española”, después que “la idea hizo explosión en mi cerebro, y desde
entonces está incendiando el gran bosque de mi imaginación”:
Ustedes me
han confundido un poco con un organizador o algo por el estilo. Muy lejos estoy
de ello, a mi más profundo y sincero juicio.
A España tal vez vaya en busca de todas las enseñanzas que me faltan
para ese papel, si es que alguna vez puedo dar de mí algo más que un agitador
de prensa.Y no me arrastra ninguna aspiración de mosquetero. Voy simplemente a
aprender para lo nuestro algún día. Si algo más sale al paso, es porque así son
las cosas de la revolución. Como si me vuelve cojo una granada.
Así, con sus palabras –las
buenas y “las malas”– escribió aquel “mocetón alto, de musculatura atlética, pelo oscuro,
frente dilatada, voz grave, mentón altivo, sonrisa franca, mirada diáfana y
jocundo talante" (como lo recordaba su amigo entrañable Raúl Roa) la
crónica periodística más completa de la
fallida revolución del 30 y reunió, en sus papeles escritos durante sólo tres
meses en la contienda española, uno de los testimonios más intensos, humanos y
estremecedores de lo que después se denominaría la guerra civil española.
A los dos meses de llegar al escenario de la guerra,
cuando las fuerzas golpistas estrechaban día a día el cerco de Madrid, Pablo
decide hacerse comisario de guerra del ejército republicano. Él mismo lo narra
en una de sus cartas, escrita el 11 de noviembre:
Por lo pronto, mi cargo de
comisario de guerra con Campesino acaso sea un error
desde el punto de vista periodístico, puesto que tengo que permanecer alejado
de Madrid más tiempo del que debiera, pero, para justificarme plenamente,
comprenderás que en estos momentos había que abandonar toda posición que no
fuera la más estrictamente revolucionaria de acuerdo con la angustia y las
necesidades del momento.
Aquella decisión magnífica
de Pablo ha sido interpretada por algunos, según hemos vuelto a leer en estos
días de efeméride, como el “abandono” definitivo de la pluma a favor del
necesario fusil, como si ambas proyecciones, ambos oficios, no pudieran
alcanzar, en algunos casos, valores semejantes. Comentaristas de estos días
parecen a veces regocijados con la idea de ese “abandono” de la labor
periodística: es la visión maniquea, en blanco y negro, de la situación y sobre
todo del protagonista, cuya personalidad y pensamiento rechazaban toda visión
simplista de la realidad, de la vida personal y de la historia. Por eso es el
propio Pablo quien responde desde entonces, en la línea siguiente de la carta
citada:
Más adelante, cuando mejore
sensiblemente la situación, abandonaré este cargo y podré maniobrar más
libremente.
Si hubiera
llegado ese momento –y no la muerte en combate el 18 o 19 de diciembre–, Pablo
quizás habría escrito aquel libro que anunció en las notas de sus cuadernos de
guerra. Se titularía La leche de Buitrago
y se centraría probablemente en lo que vio y vivió en Buitrago de Lozoya,
70 kilómetros al norte de Madrid, donde se estableció el frente desde las
primeras semanas del alzamiento cuando los improvisados milicianos del Quinto
Regimiento, al mando de oficiales como Francisco Galán o Valentín González, el Campesino, paralizaron la ofensiva
franquista rumbo a Madrid, que ya parecía indetenible. En las trincheras de ese
pueblo Pablo, el primer periodista que había subido hasta allí, según le
comentaron los jefes militares de la zona, fue la voz de América, polemizando
con el enemigo, de parapeto a parapeto, a viva voz y con argumentaciones y
pasión tales que los propios adversarios terminaban gritando desde las
trincheras opuestas: ¡Que hable el cubano!
Pablo no pudo escribir aquel libro anunciado pero crónicas como las del
parapeto, unidas a catorce cartas enviadas desde España, fueron reunidas en la
primera edición de Peleando con los
milicianos, el libro que sus compañeros financiaron y publicaron en México
en 1938. La primera edición de ese libro hecha en Cuba, en el año 1962, mutiló,
sin sonrojo, algunas cartas y crónicas de Pablo para que no apareciera el
nombre de el Campesino, aguerrido,
intuitivo y contradictorio jefe militar republicano que derivó, después del
fracaso español y de su exilio en la Unión Soviética, hacia la corriente
ideológica del trotskismo. Esa burda operación castradora se repitió –mecánica
o intencionadamente, todo es posible– en la segunda edición cubana 25 años más
tarde. Los textos escritos por el cronista en España, más las cartas
neoyorquinas donde explica su decisión y se comentan las arduas gestiones
hechas para poder trasladarse a España, fueron reunidos, respetando su
contenido original, como corresponde, por Ediciones La Memoria del Centro Pablo
en el año 1999.
Ese respeto a la verdad histórica –que otro testimoniante mayor, Ernesto Che Guevara, califica como
imprescindible en una de sus agudas cartas de la década del 60 del pasado
siglo– ha estado siempre presente en los trabajos y las valoraciones que el
Centro Pablo ha realizado –y seguirá
realizando– acerca de hechos, figuras y situaciones de la historia cubana: no
hay otra manera de ser consecuente con la memoria del cronista que da nombre a
la institución. De él hemos aprendido –y compartido después– su visión humana,
completa y compleja, revolucionaria
de valorar la figura del héroe en la historia, en la vida, que se expresa con
emotiva elocuencia y pasión en el artículo que escribió en Nueva York para
recordar la caída de Antonio Guiteras y el internacionalista venezolano Carlos
Aponte en El Morrillo, Matanzas,
ocurrida en mayo de 1935:
(Guiteras) tuvo, arrastrado por su fiebre, el impulso
de hacerlo todo. E hizo más que miles. Y tenía el secreto de la fe en la
victoria final (...) Tuvo también defectos. El día del castigo no hubiera
conocido el perdón. Era un hombre de la revolución. Tampoco tuvo nada de
perfecto.
Ellos fueron hombres de la revolución. Y ni me interesa ni creo en el
"hombre perfecto". Para eso,
para encontrar eso que se llama "el hombre perfecto", basta con ir a
ver una película del cine norteamericano.
Junto a esas enseñanzas de carácter
ético que Pablo nos legó en su vida y en su obra se encuentran también, por
supuesto, como puntos de partida para el análisis y el debate de su obra periodística
y testimonial y de sus conceptos acerca de lo que debía ser un medio de
comunicación revolucionario, muchos ejemplos respaldados por su labor incesante
frente a la máquina de escribir, después de haber visto –o vivido, o ambas
cosas– muchos de los sucesos que narró con palabras precisas y atractivas,
cultas y populares a la vez. Ahí están, para mencionar sólo algunos, sus 105 días preso, su Tierra o sangre (Realengo 18) o su monumental Presidio Modelo, libro fundador del género testimonial moderno en
nuestra literatura –y en zonas de la literatura hispanoamericana.
Para los que hoy nos preocupamos por
el nivel, los alcances reales y los retos de nuestra prensa y de nuestros
medios de comunicación actuales en general, creo que valen mucho las enseñanzas
que pueden sacarse del párrafo que voy a compartir a continuación. Se trata del
fragmento de una carta escrita en Nueva York a su hermano Raúl Roa y se refiere
a la publicación clandestina Frente Único,
que editaba O.R.C.A. (Asociación Revolucionaria Cubana Antimperialista),
fundada por ellos junto a otros compañeros para combatir la dictadura de
Batista-Caffery-Mendieta que desgobernaba a la Isla en aquellos momentos.
No me gustan elogios totalitarios.
Eso de que el periódico está estupendo no me interesa. Por bueno que
quede, siempre hay que ver las mejorías a introducir. Ahora, con este material
que me mandas estoy entusiasmado, porque tendrán nerviosismo, variedad,
imparcialidad y agresividad. Todo eso hay que darle siempre, además de
optimismo revolucionario hasta que se pueda. Y para ello, la nota vibrante, el
insulto de vez en cuando, la ironía feroz y hasta la burla cruel y hasta
popular […] son necesarias.
Con todo ello quiero decirte que me viene muy bien todo ese material que
me envías; que voy a llenar de títulos el periódico, de vivacidad, de juventud
revolucionaria que es lo que le falta a casi todos los almacenes de manifiestos
en que se están convirtiendo los órganos revolucionarios. Y a otro asunto,
carajo.
No viene nada mal ese final pabliano para iniciar este ciclo de crónicas. Aquí está. Aquí
estamos.