Por Raúl Roa Kourí
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La Dra Ada Kourí y su hijo Raúl |
Ada Kourí Barreto no
era simplemente “la esposa de Raúl Roa”, aunque vivía orgullosa de serlo. Desde
los 16 años militó en las filas del Ala Izquierda Estudiantil, en el Instituto
de segunda enseñanza de La Habana; luchaba por la matrícula gratuita para los
estudiantes pobres y medios, por una sociedad más justa, sin explotadores ni
explotados. Desde muy pequeña evidenció un gran sentido de la responsabilidad y
actuaba siempre en función de ser la mayor de los siete hermanitos Kourí: una
suerte de gallinita rodeada de sus polluelos. De sus años de primaria guardo
una nota evaluativa de su maestra, María Corominas, educadora cubana de
renombre:
Ada Kourí Barreto
Ingresó en el aula de primer grado en
septiembre de 1923, y cada curso aprobó con notas de Sobresaliente los grados
sucesivos, hasta el séptimo y último de que consta el plan de estudios del
colegio. Esta nota le valió medalla de oro todos los años.
Ada
posee una gran inteligencia, es muy aplicada y siente por el estudio el placer
del que asimila rápidamente los conocimientos, y del que ve en ellos la
liberación económica y el camino de ansiados triunfos.
Tiene una fisonomía moral perfectamente
definida y desde muy pequeña alcanzaba gran relieve su responsabilidad. Se
caracteriza por la facultad de dominio propio: no acepta lo que considera
injusto y lo demuestra o declara inmediatamente. Posee la rebeldía
característica de la superioridad mental, de aquí que responde al poder de la
convicción no al de la fuerza. Despliega un gran espíritu de dirección y de
amor maternal, excelentes cualidades que practica de modo admirable con sus
hermanitas, de quienes es una evidente protectora; pero con un marcado sello de
confianza en sí misma.
La medicina, carrera a la cual encamina sus
pasos, hará de Ada una notabilidad cubana, tanto más, cuanto que ya cuenta con
las cualidades que deben ser peculiares en todo médico: amor y protección para
sus semejantes y desinterés material. Ada es así: superior, modesta,
desinteresada y amorosa.
(fdo) Dra. María Corominas de Hernández
En la Graduación de Ada del Colegio “María
Corominas”
La insigne maestra caló bien en la
personalidad de mi madre que, en efecto, fue así toda la vida. Al regreso del
exilio (1936), en avanzado estado de gestación, no había podido terminar el
bachillerato ni comenzar la carrera de medicina pues, como he dicho antes, los
centros de segunda enseñanza y de la superior permanecían cerrados. Cuando pudo
matricularse, ya había nacido yo y el Viejo se había “colado” sin mayores
problemas en la ínsula, poco después, a pesar de que no habían amnistiado aún
ni a él ni a sus compañeros, presos o en el extranjero.
Supe que mis padres habían deseado tener más
hijos, pero las condiciones no fueron propicias. En primer lugar, vivíamos
agregados en la casa de los abuelos Kourí, ya que el sueldo de profesor
universitario de mi padre (años después
de nacido yo) no era suficiente para otra cosa y mamá estaba absorta en sus
estudios. Según me confesó andando los años, había optado por interrumpir dos
embarazos y cuando, finalmente, se hizo médica, yo tenía ya siete años y le fue
muy cuesta arriba parir otra vez.
De esa manera, resulté hijo único, pero no
tanto, porque me crié con los hermanos de mamá, todos menores que ella, y la
más pequeña, Sara Nehjie, un mes menor que yo. Fui un hermano más y, de hecho,
nunca llamé tíos a los hermanos de Ada, sino a sus tíos, los hermanos y
hermanas de los abuelos Juan y Josefina.
Por ello, soy el único de mis primos –que nacieron algo después de mí— que
traté a los tíos como si fueran hermanos mayores.
El Viejo
acostumbraba a consultar con mamá no solo las decisiones importantes, sino sus
artículos y conferencias, que ella leía antes de ser publicados o impartidas.
Tenía buen tino y ejercía la crítica con mesura, pero no callaba sus opiniones.
Mi padre siempre tuvo gran confianza en su juicio e, incluso, en más de una
ocasión aceptó hacer lo que ella sugería, como en el caso de la dirección de
cultura del ministerio de educación, que le ofreció su viejo amigo y compañero,
Aureliano Sánchez Arango,
(“para hacer lo que siempre has proclamado, ahora que tienes la oportunidad”,
le señaló mamá), a pesar de no concordar con el presidente Prío, de quien no se
fiaba y a quien consideraba un pillastre.
Ada estuvo a su lado “en las buenas y en las
malas”: durante la batalla por el adecentamiento de la universidad, en la lucha
contra el bonche, en su empeño por
lograr la unidad de las fuerzas revolucionarias (desde ORCA
y después desde IR),
en su posición de francotirador, de crítico incorruptible e insobornable durante
los gobiernos neocoloniales y la última dictadura de Batista, donde no solo
participó con él en diversas acciones conspirativas, sino que intervino
directamente en otras, sin decirle nada, a veces con su hermana Beba (Marta) y
otras con Arnol Rodríguez, Carlos Lechuga y otros miembros del 26 de Julio.
Desde el inicio, se integró a la Federación
de Mujeres, las Milicias, los CDR. Nunca le interesó militar en el Partido y no
quiso ser “procesada” en su centro de trabajo. Tampoco rellenó planillas describiendo
sus “méritos”: alegaba que no había hecho revolución para recibir medallas ni
escalar posiciones.
En 1960, acompañando a mi padre a una visita
oficial a Venezuela, invitado por su colega, el canciller Ignacio Luis Arcaya,
durante una cena que les brindó el presidente Rómulo Betancourt en el palacio
de Miraflores, cuando conversaban sobre la situación en el vecino país sureño,
Ada le espetó al líder adeco:
“Rómulo, si sigues como vas, te veremos
persiguiendo, apaleando y asesinando a los estudiantes; y a ti, Carlos Andrés
(Pérez), ¡ejecutando sus órdenes!
Betancourt se quedó lelo: “Ada, como dices
eso –tartamudeó--, tú me conoces bien, conoces a Carlos Andrés, nosotros no
somos de esa calaña”. La historia evidenció que sí lo eran, y peor aún, pues
entregaron el petróleo y el país a los monopolios yanquis.
En el Hospital Nacional, donde comenzó a
laborar desde su creación, en 1960, tuvo
una gran bronca con su director, a quien acusó de tolerar malas prácticas, y
salió de allí. En una reunión con el presidente Osvaldo Dorticós, le recordó
que, en el régimen capitalista, había sido defendida por el Colegio Médico
Nacional ante el abuso de los batistianos, que quisieron expulsarla de
“Maternidad Obrera” y no pudieron, pero ahora no existía el Colegio ni medio
alguno para defenderse de la administración o de jefes poco escrupulosos.
Exigió que se hiciera un careo con el
director del hospital, pero se buscó otra solución, que Ada no tuvo más remedio
que aceptar. Dorticós le dijo que como era cardióloga y se iba a crear el
Instituto de Cardiología, era mejor que pasara a este, donde sería de los
fundadores.
Nunca aceptó que fuera justa esa
“solución”, aunque se incorporó al Instituto, y criticó los métodos
paternalistas imperantes; la falta de claridad en estos.
Un día le informaron que le habían otorgado
el título de Doctor en Ciencias Médicas de primer grado; cuando supo que el más
importante era el de “segundo grado”, se rió y ni fue a recogerlo. Quisiera
saber quién, en aquellos tiempos, tenía mejor expediente,formación y
experiencia como cardióloga que Ada Kourí. Recuerdo que mi colega mexicano,
Mario Moya Palencia, designado embajador en Cuba, viejo cardiópata, preguntó
temeroso a su médico en el D. F. cómo haría en La Habana sin su asistencia, y
éste repuso: “No te preocupes; allá está la doctora Ada Kourí, una de las
mejores cardiólogas de América Latina”. (Aunque en una entrega de medallas por
el aniversario de la creación del Instituto nadie la recordó; como pocos
recuerdan hoy a Enrique Cabrera!)
Ada nunca tuvo pelos en la lengua. Guardo
algunos cuadernos donde se refiere críticamente a la medicina cubana de estos
años, a algunos colegas ciertamente
oportunistas y aprovechados. El sistema de salud pública, por otra parte,
también ha sufrido los errores y fallas de nuestro sistema de dirección y
administración. Sería interesante publicar sus notas algún día, sin otro ánimo
que el de aprender de los errores. Ella no tuvo tiempo ni oportunidad de
discutirlos personalmente con Fidel, como
quería.
Decidió jubilarse a los 75 años, porque
carecía de gasolina para ir en auto al Instituto y no podía llegar en su bicicleta,
en la que iba semanalmente a casa de Beba, en La Puntilla, más cerca de la
nuestra que su centro de trabajo. Jamás dejó de estudiar: todas las noches leía
libros de su especialidad y procuraba estar al tanto de las novedades, a través
de las revistas médicas, que le enviaban su hermano Julio desde Estados Unidos
y, de México, la doctora María Victoria de la Cruz.
Tras la muerte de mi padre, pasó una
temporada conmigo, María y Mariela en Nueva York, durante mis años en la ONU.
Allí reanudó su vieja amistad con la doctora Rosa Lenz, quien divorciada de
Boris Goldenberg y luego de Franz Stettmeier, su segundo marido, estudió
psiquiatría en Columbia University y
pertenecía a un grupo de profesionales marxistas (no comunistas) de la “babel
de hierro”.
Rosa
vivía a dos cuadras de nuestra residencia; nos visitaba a menudo y mamá salía
con ella al Museo de Arte Moderno o a un pequeño café vienés, que les recordaba
el que existió en La Habana, cerca del Hospital Reina Mercedes, cuando ambas
trabajaban en el “Calixto García”.
Años después me visitó en París, ya casado
con Lili (la nieta mayor de Carlos Lechuga), donde nos acompañaba mi hija
Patricia, entonces estudiante en La Sorbona. Gozaba de buena salud, lo que nos
permitió regresar a lugares que conocimos en el emblemático viaje de 1951:
Chartres, Reims, Versalles, los jardines del Luxemburgo, el Louvre, los
impresionistas en el d’Orsay, el
inefable museo Rodin y el nuevo
Centro “Pompidou”, que visitamos con Sócrates Cobas, improvisado cicerone que demostró ser buen conocedor
y excelente guía, cerca del abatido mercado Les Halles de París.
Cuando Ada estuvo con nosotros en Roma, en
2004, siendo yo embajador ante la Santa Sede, ya la dottoressa, como la llamamos desde aquel primer viaje a Europa,
cuando se enamoró de Italia, no tenía su buena salud proverbial. Estaba
afectada por una insuficiencia renal senil, que mantenía altísimos los niveles
de creatinina en sangre, aparte de sufrir de una gran hernia hiatal, que le
producía fuertes dolores cuando se excedía en la manducatoria. (¡Le encantaban
las pastas y el risotto!)
No pudo, pues, disfrutar de los paseos por
la città eterna, ni de los cortos
viajes a Calcata, el maravilloso burgo medieval cercano a Roma; a Asís, Orvieto
y otros lugares de Umbría, aunque sí fuimos a Deruta, a ver su afamada
cerámica, a almorzar por allí cerca con amigos, a Genzano, a “La casina delle
rose”, de un combatiente antifascista amigo de Cuba, a Frascati y otros castelli romani, pero no podía ya
caminar a sus anchas.
Requería hacerse diálisis, mas se negó
rotundamente. La experiencia de su hermana Beba, igualmente afectada de
insuficiencia renal, le bastó para decidir que no se la haría. Una tarde me
dijo: “ve haciéndote psicoterapia, porque no voy a vivir mucho más; pensaba
morir a la edad de mamá, cerca de 96 años, pero como van las cosas no lo creo.
Ya yo me hecho mi psicoterapia. Cuando regresemos a Cuba de vacaciones, me
quedo. De diálisis nada”.
No pudimos convencerla. Ni los médicos
italianos, un joven y excelente nefrólogo ítalo-brasileño, que le mostró a la
viejitas de 90 años que se dializaban tres veces por semana en su hospital; ni
su colega cardiólogo, el Dr. Crispo, ni la afable dottoressa Francesca Gurnari, neumóloga y amiga del pintor Hugo de
Soto, que la atendió más de una vez por problemas respiratorios.
Falleció a los 88 años, el 11 de julio de
2005, día en que debíamos partir hacia La Habana. Su corazón dejó de latir y no
siguió respondiendo las preguntas de las dos cardiólogas intensivistas que la
atendían. Era cerca de las 3 a. m. cuando me llamaron a su habitación, donde
aguardaba, para comunicármelo.
Según su voluntad, fue cremada, pero no
esparcí sus cenizas al viento como pidió, sino en los canteros del jardín que
cultivó en nuestra casa habanera. Así, está con nosotros, entre las plantas y
flores que sembró y amó. Poco antes de dejarnos, accedió a ser entrevistada por
la culta y fina María Grant, para Opus
Habana. Es un botón de muestra de quien fuera amorosa y dedicada compañera,
amiga, crítica y mujer de Raúl Roa. Mi madre.
Mañana, 26 de mayo, cumple cien años de
edad. Papá llegó a los 110 el pasado 18 de abril. Seguramente conversarán con
Pepe Tallet y Judith Martínez Villena, por supuesto con Rubén y Pablo de la
Torriente, en torno a una aromosa tacita de café. Tal vez, el espectro
sonriente de Porfirio Barba-Jacob (con su
diente de algodón blanco que de noche se tornaba negro) les recite, regocijado,
Acuarimántima.