Por Roberto Fernández Retamar
Martí, por José Luis Fariñas |
Los poetas y trágicos griegos, Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, Hugo, Tolstoy se cuentan entre los pariguales de José Martí. Ellos, y otros de su estirpe, son escritores de todos los tiempos, habiéndolo sido a cabalidad de sus tiempos respectivos. Es curiosa la observación de Marx a propósito del arte de la Grecia antigua: que lo singular no es que naciera de sus circunstancias, como hizo, sino que se lo siguiera admirando mucho tiempo después de desaparecidas esas circunstancias.
Es lo propio de los llamados clásicos. Estamos a más de un siglo de la muerte de Martí, y ya es dable reconocerlo como un clásico de la literatura. Mucho se ha escrito sobre la condición de “clásico”, que por supuesto implica la sobrevivencia de ciertas creaciones. Y Borges (quien al parecer, por desgracia, no leyó a Martí) opinó que clásica es una obra que los receptores persisten en admirar generación tras generación. Lo que, en el caso de Martí como escritor, lleva a recordar que muchos de sus primeros y cálidos comentaristas no fueron cubanos. Se sabe bien, por ejemplo, lo que opinaron sobre su escritura hombres como el argentino Domingo Faustino Sarmiento y el nicaragüense Rubén Darío. El primero, en 1887, al ir a cumplir Martí 34 años, escribió:
En español, nada hay que se parezca a la salida de bramidos de Martí, y después de Victor Hugo nada presenta la Francia de esta resonancia de metal […] Deseo que le llegue a Martí este homenaje de mi admiración por su talento descriptivo y su estilo de Goya, el pintor español de los grandes borrones con que habría descrito el caos.
Y al año siguiente, 1888 (es decir, el de la aparición de Azul…), Darío escribió que Martí escribe, a nuestro modo de juzgar, más brillantemente que ninguno de España o de América […] porque fotografía y esculpe en la lengua, pinta o cuaja la idea, cristaliza el verbo en la letra, y su pensamiento es un relámpago y su palabra un tímpano o una lámina de plata o un estampido.
Se conoce también la admiración que sentían por la obra martiana otros hispanoamericanos. En contraste con esos criterios, sorprenden la incomprensión y la ignorancia de la faena literaria martiana en Cuba mientras él vivió. Su extraordinaria oratoria no interesó a Manuel Sanguily, y un poeta de la relevancia de Julián del Casal desconoció la obra de aquel a quien su amigo Darío llamaba Maestro, el cual, en cambio, dedicó al autor de Nieve un penetrante obituario. Raúl Hernández Novás escribiría un hermoso poema intertextual sobre los vínculos que hubieron debido existir entre Martí y Casal.
Tras la muerte de Martí y la instauración en 1902 de la República neocolonial en Cuba, él sería asumido como héroe nacional, sobre todo a partir de la tercera década del siglo XX. Pero su labor literaria no encontraría en su patria, durante muchos años, la comprensión merecida. Singularmente, el primer libro dedicado a su obra literaria (Martí escritor) se debió al mexicanoAndrés Iduarte, y apareció en México en 1945, a medio siglo de la muerte de Martí. Y hasta entonces, y aun algo después, con raras excepciones como la deJuan Marinello, los grandes escritores que abordaron la obra literaria martiana no eran cubanos. Debe añadirse que la tarea política de Martí sí encontró estudiosos cubanos de valía, como lo prueban, entre otras obras, el ensayo fundador que le dedicara Julio Antonio Mella en 1926, y el libro de Leonardo Griñán Peralta Martí, líder político (La Habana, 1943), tan valioso en lo suyo como el de Iduarte en lo literario.
En las últimas décadas, grandes escritores cubanos como Cintio Vitier y Fina García Marruz se sumaron a sus colegas de otras tierras que han estudiado con acierto la escritura literaria de Martí. Y aquí debo mencionar un hecho notable: y es que una mañana de México el gran escritor colombiano Gabriel García Márquez me confesó que estaba leyendo a Martí con inmensa admiración. Lástima que el fabulador de Macondo, recientemente fallecido, no haya escrito, que yo sepa, sobre el hecho.
Entregado desde sus primeros años a urgencias políticas y morales que lo llevarían al presidio, el destierro, la conspiración, la organización partidaria, y finalmente la muerte en combate, lo que Martí llamaba su «papelería» conoció una existencia bien azarosa. Baste recordar que Martí solo publicó dos cuadernos de versos (Ismaelillo y Versos sencillos) y unos cuantos más casi siempre políticos, en ediciones fuera de comercio. El resto quedó disperso en numerosos periódicos y revistas, en cartas, en diarios y apuntes íntimos, en otros textos inéditos, en discursos con frecuencia improvisados y perdidos para siempre. Sin embargo, quien así desatendió la difusión de sus creaciones verbales fue considerado por el mexicano Alfonso Reyes, en su exigente El deslinde (1944), “supremo varón literario”, y más tarde “la más pasmosa organización literaria”, mientras en 1951 el español Guillermo Díaz-Plaja llamó a Martí «el primer “creador” de prosa que ha tenido el mundo hispánico», ratificando así ambos, a mediados del siglo XX, lo que a finales del siglo XIX habían proclamado Sarmiento y Darío.
En 1900, cinco años después de la muerte de Martí, empezó a publicarse, por su exsecretario y albacea Gonzalo de Quesada y Aróstegui, la inicial edición de sus obras. Entre ellas vio la luz por primera vez en forma de libro, en 1905, La Edad de Oro, el mejor ejemplo en nuestra lengua de literatura para niños y jóvenes, que volvería a ser publicado muchas veces. En 1911 apareció una novela: Amistad funesta (o Lucía Jerez), que Martí diera a conocer en 1885, por entregas y con seudónimo. Esa novela comenzó a ser apreciada a partir de 1953, cuando el argentino Enrique Anderson Imbert le dedicó un agudo trabajo. En 1913, también en dicha edición, apareció, junto a sus dos cuadernos de versos mencionados, una tercera colección poética suya (Versos libres) que él había mantenido inédita. Volveré a mencionar dicho volumen. Más allá de tales obras, hubo que esperar a 1941 para que viera la luz el Diario de campaña de Martí.
En 1980, el nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez pudo revelar una treintena de crónicas martianas destinadas al periódico mexicano El Partido Liberal que no habían sido recogidas en sus llamadas Obras completas. Distintas publicaciones, y en especial el Anuario del Centro de Estudios Martianos, suelen dar a conocer textos de esa índole. La primera edición crítica de las obras realmente completas de Martí empezó a aparecer en 1983, la edición crítica de su poesía completa vino a publicarse en 1985, y la de su Epistolario en 1993.
El grueso de la obra literaria martiana la constituyen los trabajos periodísticos que escribió desde su estancia mexicana, y en particular cuando estuvo radicado en los EE.UU. A tal punto dichos trabajos son abundantes y regios que un estudioso tan exigente como el dominicano Pedro Henríquez Ureña pudo escribir: “Su obra [la de Martí] es, pues, periodismo, pero periodismo elevado a un nivel artístico como jamás se ha visto en español, ni probablemente en ningún otro idioma”.
No siempre se ha aceptado el altísimo valor literario del periodismo martiano. Por ejemplo, el español Federico de Onís, a quien se deben páginas felices sobre el cubano, dijo sin embargo que la “vida atormentada [de Martí] no le permitió la concentración y la quietud necesarias para escribir obras de gran aliento, y la mayor parte de su producción tuvo que ser periodística y de ocasión”. En contraste con este criterio erróneo, García Marruz sostuvo que, inmerso Martí en la dinámica de la vida estadounidense, se produjo en él “la sustitución de una literatura libresca por una literatura periodística, atenta a la vibración del instante. Lo habitualmente tenido por “prosaico” es para él la nueva poesía moderna, la épica nueva y el taller formidable”. Y la venezolana Susana Rotker vio en el periodismo martiano la fundación de la nueva escritura de Hispanoamérica.
La variedad de los trabajos periodísticos de Martí es enorme. Hay entre ellos ensayos a la vez poemáticos y sociopolíticos, como “Nuestra América”; artículos de fondo, como los enderezados a combatir a los congresos panamericanos; críticas, como las consagradas a Flaubert, Pushkin, Wilde, los pintores impresionistas franceses, Whitman, Heredia, Twain, Casal; etopeyas, como las de Cecilio Acosta, Emerson, Jesse James, Wendell Phillips, Grant, Lucy Parsons, Céspedes y Agramonte, San Martín, Bolívar, Gómez, Maceo; crónicas, como las dedicadas al centenario de Calderón, Coney Island, Karl Marx en su muerte, el puente de Brooklyn, el terremoto de Charleston, la estatua de la Libertad, la guerra social en Chicago, el asesinato de los italianos. Cercanas a algunas de esas páginas, pero a la vez separadas de ellas por la total inmediatez de sus vivencias, están los testimonios de aquellos hechos de los que Martí fue protagonista, como El presidio político en Cuba (1871) y sus diarios, en especial el sobrecogedor Diario de campaña (1895).
Martí prestó atención también a sus discursos, con los que se emparientan, interiorizándolos, sus cartas. Ya mencioné que los discursos martianos no fueron apreciados por sus coetáneos de Cuba. Pero en cambio estremecieron a quienes los escucharon en el exilio estadunidense, sobre todo los trabajadores. Ese estremecimiento, y que para lograrlo jamás accediera Martí a darle un tinte populista a su palabra, se encuentran, sin duda, entre las más nobles y perdurables lecciones de la cultura de nuestra América.
Las fascinantes cartas de Martí equivalen a sus discursos más íntimos(más conversados, más conmovedores). Y si ellas están estructuralmente emparentadas con sus discursos, no lo están menos con muchos de sus trabajos periodísticos, escritos en forma de cartas. Creo que en el siglo XX solo un hispanoamericano me ha deslumbrado como Martí con sus cartas: Julio Cortázar, cuyo epistolario abarca cinco nutridos volúmenes.
Si la prosa de Martí tuvo durante su vida una difusión considerable (una veintena de periódicos americanos de lengua española llegó a publicar sus colaboraciones), muy otro fue el destino de sus versos. Solo publicó los dos cuadernos de versos mencionados, en ediciones restringidas, que apenas circularon, lo que contribuyó a que no se conozca crítica alguna aparecida en el siglo XIX sobre ellos. Apenas ha quedado constancia de que el colombiano Baldomero Sanín Cano dijera que su compatriota José Asunción Silva apreciaba en alto grado Ismaelillo. Ni siquiera Darío, en el hermosísimo treno que consagró en La Nación a Martí tras su caída en combate en 1895 y recogió al año siguiente en Los raros, advirtió entonces, como confesaría más tarde, la importancia de los Versos sencillos, a pesar de nombrarlos allí. Hubo que esperar a 1913, cuando apareció en La Habana el tomo XI de las primeras Obras ya nombradas, para que comenzara la recepción de sus versos (de modo similar, puede decirse que solo entrado el siglo XX su pensamiento fue interpretado en toda su hondura). Aquel volumen contenía los dos títulos ya aludidos y además una selección del libro suyo que había permanecido inédito: Versos libres. En su carta a Quesada de primero de abril de 1895, considerada con razón su testamento literario, Martí había diseñado tal conjunto: “de versos podría hacer otro volumen: Ismaelillo, Versos sencillos y lo más cuidado o significativo de unos Versos libres”.
En contraste con el silencio crítico que acompañó a la aparición primera de Ismaelillo y Versos sencillos, este tomo de 1913 encontró comentaristas superiores. El primero, una vez más, Darío, quien ese mismo año consagró en La Nación cuatro artículos fundamentales a “José Martí, poeta”. Otro comentarista privilegiado del volumen de 1913, concretamente de Versos libres, fue el español Miguel de Unamuno. También gracias a esa edición se familiarizó con los versos martianos la chilena Gabriela Mistral, quien después escribiría luminosamente sobre ellos, sobre todo los sencillos, y llamaría a su autor “el maestro americano más ostensible en mi obra”. Se había iniciado un reconocimiento de los versos martianos que no haría sino crecer, y del que han participado protagonistas de la literatura de nuestra lengua como el español Juan Ramón Jiménez, los cubanos Juan Marinello, Cintio Vitier y Fina García Marruz o el uruguayo Ángel Rama. Incluso el mexicano Octavio Paz, quien hasta finales de la década de 1960 desconocía la poesía (la obra) de Martí, según carta suya de 15 de marzo de 1968 a Vitier, dedicó algunas líneas entusiastas al poema martiano “Dos patrias” en Los hijos del limo […] (1974), y postuló allí que en tal poema Martí “anuncia […] a la poesía contemporánea”. Más lejos fue Rama, cuando en 1983 situó a “José Martí en el eje de la modernización poética: Whitman, Lautreamont. Rimbaud”.
Según confesión suya, Martí comenzó a escribir sus Versos libres en 1878, quizá durante su estancia en Guatemala, y para la fecha de aparición de Ismaelillo (1882) ya les había dado una primera ordenación. Ello se colige de carta que el 16 de septiembre de ese año enviara a su confidente mexicano Manuel A. Mercado. Allí le hablaba de todo un cuaderno de nuevas cosas mías, más encrespadas y rebeldes que cuanto he sacado de la mente al papel, y cuyas cosas iba a enviarle, y le enviaré, porque V. haga de juez secreto, como hermano de su hermano, y me diga si cree que he hallado al fin el molde natural, desembarazado e imponente, para poner en verso mis revueltos y fieros pensamientos.
Al no publicarlos Martí en aquella ocasión (¿por consejo de Mercado?), siguió añadiéndoles durante años poemas, todos o casi todos escritos en Nueva York, y al cabo los dejó inéditos. En el prólogo que hizo para ellos, explicó: “Amo las sonoridades difíciles, el verso escultórico, vibrante como la porcelana, volador como un ave, ardiente y arrollador como una lengua de lava”. Tras leerlos, exclamó Unamuno: “mi espíritu vibraba por la recia sacudida de aquellos ritmos selváticos, de selva brava […] La oscuridad, la confusión, el desorden mismo de aquellos versos libres nos encantaron”. Y como anunciando su propio Cristo de Velázquez (1920), tan martiano, añadió: “Tengo la convicción estética de que para escribir un largo poema, el metro más acomodado hoy en castellano es el endecasílabo libre”. Años después dijo Vitier de losVersos libres: “La fuerza irruptora de esta poesía, lo que pudiera llamarse su pathos volcánico, no tiene quizás paralelo en la lengua española […] Con este libro nos sentimos ante el chisporrotear y el crepitar del verso en su horno”.
Ismaelillo lo escribió Martí alejado de su hijo, a quien lo dedicara, en Caracas, en 1881: ha podido afirmarse que en aquella circunstancia su obra literaria alcanzó una primera maduración. En cuanto a los autobiográficos Versos sencillos (numerados, como ocurrirá después en Trilce, no titulados, y que según García Marruz deben leerse como un solo poema), los hizo en agosto de 1890 en los montes Catskill, al norte de Nueva York, ciudad donde vivía su doloroso destierro: el médico lo había echado allí, enfermo por las angustias que padeció durante la primera conferencia panamericana, celebrada en Washington entre 1889 y 1890, como explicó al frente del libro, donde también dijo: “amo la sencillez, y creo en la necesidad de poner el sentimiento en formas llanas y sinceras”. Vale la pena llamar la atención sobre los prólogos a sus libros de versos. No se han escrito sobre ellos palabras más exactas y más complejas (“amo las sonoridades difíciles”, “amo la sencillez”), ni más bellas.
En general, en su labor en verso se aprecian dos vertientes. Martí parece referirse a ellas cuando en el prólogo de los Versos sencillos afirma: “A veces ruge el mar, y revienta la ola, en la noche negra, contra las rocas del castillo ensangrentado: a veces susurra la abeja, merodeando entre las flores”. Aunque también es posible que para él esa dualidad atraviese todos sus versos de madurez, una interpretación de tal cita permite mirar, por una parte, a sus Versos libres; por otra, a los versos de Ismaelillo, La Edad de Oro y Versos sencillos.
En un extremo, una palabra agónica, nacida en gran parte del choque con la ciudad tremenda (como iba a ocurrirle al Federico García Lorca de Poeta en Nueva York), cuyos versos libres, no ajenos a Whitman, a quien dio a conocer en español, ni a tumultuosas “escenas norteamericanas” propias, lo son mucho más por el fuego que los convulsiona y hace encabalgar que por el mero hecho de ser endecasílabos sin rima. En otro extremo, una conquistada serenidad, en que las rápidas visiones que debemos a poetas de la estirpe de Rimbaud entran, iluminando, en formas de la poesía popular como villancicos, coplas y décimas: estas últimas, por lo general, truncas. Tales poemas, en especial los de los Versos sencillos, escritos en octosílabos, dan voz a una tradición americana de raíz española aún viva entre payadores rioplatenses y decimistas caribeños. Cuando aquellos fueron cantados, se les hizo regresar con música al venero popular, oral, de donde en gran medida procedían. Pues si a primera vista puede no ser evidente, el oído revela que, al igual que en sus discursos, Martí, a la vez que asimila herencias renacentistas y barrocas e incorporan lo más audaz de las letras de su época en varios idiomas, también hace entroncar buena parte de sus versos con la literatura oral del hombre americano libre y sencillo: fundador de un pueblo nuevo, como Ismael. Por algo el libro que dedicó a su hijo, llamado como él José, lo tituló Ismaelillo.
Décadas antes de que, popularizando gracias a Pete Seeger una intuición del músico Julián Orbón, los Versos sencillos recorrieran el mundo como letra de La guantanamera (cuya melodía, según Alejo Carpentier, es la de un romance traído a América por los conquistadores), Gabriela Mistral había observado sagazmente: “Yo me oigo en coplas la mayor parte de los Versos sencillos, habiendo en ellos tanta vida profunda y tanta cosa trascendente […] Parecen versos de tonada chilena, de habanera cubana, de canción de México, y se nos vienen a la boca espontáneamente”. En cuanto al adjetivo con que Martí nombró su pequeño gran libro final, y que tanta confusión ha provocado en comentaristas superficiales, Rubén Darío explicó: “La sencillez de Martí es de las cosas más difíciles, pues a ella no se llega sin potente dominio del verso y muchos conocimientos”. Lo que complementó Gabriela al decir:
La sencillez de Martí parece ser aquella en la que se disuelve, por una operación del alma que carece de receta, una experiencia grande del mundo, un buceo de la vida en cuatro dimensiones. […] Este sencillo nada tiene de simple […] La sencillez de Martí viene ya hecha de las honduras del ser; él no la logra desde afuera, no la confecciona como hacen los que deciden ser sencillos.
Como se habrá observado, al hablar de la obra literaria de Martí no he considerado necesario subrayar el aspecto de servicio (“ancilar” hubiera dicho Alfonso Reyes) de esa obra. Y es que en Martí no existió tal dualidad. Su faena verbal fue siempre pura y siempre de servicio. Se conoce sobradamente que fue un revolucionario político de los más radicales, y que su política estaba atravesada por anhelos trascendentes. Inicié estas palabras mencionando a algunos grandísimos escritores como la familia natural de Martí en lo que toca a las letras. Debo confesar que estuve tentado de emparentarlo también con los autores de obras como la Biblia, el Corán y el Popol Vuh.
Sabemos mucho de Martí, pero estoy convencido de que aún nos queda por saber mucho más sobre él. Como se me ha pedido leer estas palabras a propósito de “Martí, escritor de todos los tiempos”, quise enfatizar su condición de clásico de las letras. Pero bien sabemos que es también otras cosas. Al concluir sus artículos sobre la poesía de Martí escribió memorablemente Rubén Darío en 1913: “Y yo admiro —recordando al varón puro y al dulce amigo— aquel cerebro cósmico, aquella vasta alma, aquel concentrado y humano universo, que lo tuvo todo: la acción y el ensueño, el ideal y la vida, y una épica muerte, y, en su América, una segura inmortalidad”.
Intervención especial en la clausura del Coloquio Internacional “José Martí, escritor de todos los tiempos”, organizado por el Centro de Estudios Martianos, La Habana, 16 de mayo de 2014.
Fuente: http://www.lajiribilla.cu/articulo/7772/jose-marti-escritor-clasico