martes, 5 de noviembre de 2024

Impunidad y tinieblas

 Por José Adrián Vitier Rodríguez

Hace treinta años me encontraba de visita en el apartamento de mis abuelos, Cintio y Fina, en el barrio del Vedado. Fina y yo conversábamos en la salita biblioteca mientras Cintio escribía en el estudio, sentado en su mesa de trabajo. Esa tarde mi abuelo no tenía tiempo de atenderme porque debía entregar con urgencia un texto que no recuerdo de qué se trataba, si alguna vez lo supe.

De pronto una música alta y bailable estalla debajo de nosotros, y se hace imposible hablar. Fina se da cuenta de que Cintio no va a poder concentrarse con aquel ruido, y no va a poder cumplir su compromiso. Decide pues salir conmigo a pedir por favor que bajen la música. Eso hacemos. La música viene del interior de la cafetería de los bajos, el famoso Potín (creo que en realidad se pronuncia Potán, aunque nadie le diga así). El Potín parece estar cerrado al público, pero aun así genera un escándalo notable. Tocamos a una puerta de cristal con cortinas azules. Y a la mujer que nos abre Fina le pide que baje la música, dándole razones con firme amabilidad. Entonces dice la mujer, a modo de negativa: “¡Ah, mi tía, pero imagínese: es el aniversario del Potín!”.

Ya no me acuerdo de si bajaron o no la música. No tengo retentiva para las malas experiencias, ni para las buenas, a veces. Pero la frase y el tono resuenan en mi memoria con exactitud, pues aquel lance, sin ser grave, fue la primera ocasión en que choqué con lo que mi abuela denominó, al calor del momento, “impunidad auditiva”.

Si avanzamos treinta años en cámara rápida hacia la actualidad, para ver cómo ha evolucionado ese fenómeno en el mismo entorno, veremos que la combinación siempre peligrosa de avances tecnológicos y retrocesos sociales, lo ha amplificado literalmente.

La impunidad auditiva es cada vez más intolerable en La Habana, mi ciudad. Por encima del natural bullicio urbano, atruena de manera casi ubicua la música de moda. Es raro montarse en un taxi en que el conductor no tenga su preferencia musical puesta a todo volumen. Y es casi imposible, hoy por hoy, encontrar un café donde uno pueda ocultarse en silencio y descansar, entre otras cosas, del azote del mundanal rüido.

En el paisaje sonoro el elemento más agresivo para mí es el reguetón. Hace muchos años pronostiqué que este no pasaría de moda, como no han pasado de moda el estruendo de las discotecas, ni la llamada chill music, ni los sonidos relajantes creados para acompañar el sueño o la meditación. Estos son, en mi criterio, fenómenos desligados de la moda musical.

No es como otras músicas bailables el reguetón, no es un producto destinado al procesamiento personalizado en el neocórtex, ni a inundar de emociones el sistema límbico, sino que es un estímulo dirigido a lo más primitivo e inmutable del sistema nervioso, donde produce una respuesta binaria: beneplácito o rechazo. Puede que el estímulo mute ligeramente (como un virus) o cambie de nombre con el tiempo (quizá ya ni se llame reguetón), pero, dada su constitución elemental, es difícil que se transforme o se reforme. Y tampoco desaparecerá, siento decirlo –su adaptación al medio y a sus fines es perfecta– salvo si quienes hoy lo disfrutan, letra y música, llegaren a asociarlo con la disfuncionalidad de estos años tristes y poco luminosos, y a verlo finalmente como la banda sonora natural de “lo que debe ser cambiado”.

Escucharlo bajito iría de seguro en contra de su naturaleza, pero ello no justifica la incivilidad de sus adeptos. ¡Pónganse audífonos!, como hacen hoy los rockeros y metaleros, o después no se quejen del gobierno; pues al mostrarse insensibles al derecho del otro, están siendo, a escala, su reflejo.

No me defendería si me llamaran elitista por deplorar el reguetón. Sólo me encogería de hombros. No creo que sea un rechazo aprendido. Estoy seguro de que el niño que fui lo hubiera detestado igualmente.

Pero he de hacer una salvedad, y es esta. Condenar me repugna, y me aburre. No concedo valor a mis juicios negativos. Reverencio el misterio del gusto, compartido o no, propio o ajeno. Entiendo que no se puede argüir con la elección del alma. La alquimia del gusto, ¿acaso no ha sido capaz de trasmutar, delante de mí, la materia menos promisoria en oro verdadero? “El Amor es quien ve”. Ante eso me inclino. Gusto y amor son grados de la misma energía, divina y revolucionaria, che move il sole e l’altre stelle. Por ello, a ambos resulta peligroso e inútil oponerse. El mal gusto es tan humano y misterioso como el bueno. El gusto personal no es infalible; sólo su soterrada autoridad es inapelable.

Santo y bueno. A lo que me opongo, solamente, es a que la zafiedad ruidosa invada, no ya los espacios públicos, sino hasta las tinieblas de mi habitación. Porque hay un severo apagón mientras esto escribo, y mis vecinos de enfrente comparten su reguetón con el barrio. Dicen que se ha desconectado la red eléctrica nacional, y que esto va para largo. Al ubicuo apagón se suma gustoso el omnipresente reguetón, por virtud de una fuente de energía inagotable. Mientras que a la batería de mi celular, en cambio, no le queda mucho.

No puedo verlos sino como el anverso y el reverso de la misma transgresión. El apagón es el rostro de una disfuncionalidad de la que no logramos librarnos. El irrespeto entre conciudadanos, una disfuncionalidad que no queremos cambiar. La una llama a la otra y sus efectos, claro está, se suman.

Quizá resulte frívolo hablar de esto cuando la impunidad tiene aristas mucho más dramáticas. Cada quien tiene su historia, su sensibilidad, y sus puntos de ruptura. No me parece mal que cada uno de nosotros dé su limitado, peculiar testimonio.

Por ejemplo, salgo a botar la basura en medio del apagón, y la custodio de mi centro de trabajo me cuenta que, en la noche de ayer que tampoco hubo luz, desvalijaron entera una tienda de la calle Obispo, la calle donde vivo. Otro amigo médico me habla, consternado, de pacientes suyos a los que tuvo que ver morir, hace un momento, por falta de corriente, en una sala de terapia intensiva. ¿Quién paga esas vidas? Ya me temía que esto fuera así, pero es espantoso escucharlo de todos modos.

Los medios oficiales informan que la causa inmediata de las averías es la falta de combustible, y que, a su vez, el bloqueo estadounidense es la causa principal de esta. Estoy convencido de que los efectos de la hostilidad de Estados Unidos contra nuestro país son devastadores. Por algo persisten en esa política, y por algo el mundo la condena. Mas sean cuales fueren los factores de malevolencia externa, la responsabilidad de no haber encontrado remedio a la indignidad de las condiciones en que pervive gran parte de nuestra población, recae sobre el gobierno cubano, con las posibilidades a su alcance.

Si alguien tenía que conocer al detalle los efectos de la política exterior estadounidense sobre Cuba, era el propio Fidel. Y yo recuerdo que hace muchos años él mismo expresó por la televisión, hablando desde el Aula Magna de la Universidad de La Habana, que ningún enemigo externo sería capaz de destruir a la Revolución, que sólo nuestras propias deficiencias podrían destruirla. También Cintio Vitier en su libro Resistencia y libertad se refirió a esos errores, “que nunca en la historia se cometen impunemente”.

Lo que carece de contención se propasa. Lo que no tiene un buen mecanismo de autocorrección, yerra. Si un sistema es incapaz de contenerse y de autocorregirse eficientemente, no debe buscar en factores externos la causa fundamental de sus fracasos, por más que estos factores existan. Esta es una ley elemental, universal, de la que no somos excepción.

En ausencia de agentes o circunstancias que las corrijan o las llamen al orden, la empresa estatal socialista podrá seguir siendo una abominación hasta el fin de los tiempos, y la política exterior imperialista podrá seguir siendo prepotente y avasalladora hasta que Dios disponga. Ambas están destinadas a provocar desastres, a sus respectivas, desiguales escalas. Pero a veces, tristemente, sus efectos se suman. A la hora de criticarlas o de deplorar su existencia, es lícito cualquier exabrupto por parte de sus víctimas. Sin embargo, a la hora de intentar explicarlas como fenómenos, no es necesario atribuirles una malignidad específica: baste notar que operan con impunidad, que no parecen temer a consecuencia alguna en este mundo (o en el otro), ni al veredicto de un juicio realista.

Sobre este tema es mucho más lo que pudiéramos decir, entre el espanto y la amargura, intentando ser justos. Ser justos significa, para mí, ser generalmente blando con el transgresor, pero siempre duro con la transgresión. Encuentro que esa regla de Martí puedo seguirla de todo corazón, y seguramente no soy el único. Habremos de reencontrarnos con Martí al final de todos los caminos, como ahora mismo, al fondo de esta argumentación, para completar estas palabras suyas: “Yo quiero que la ley primera de nuestra república…”.

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