De Las miradas perdidas

Por José Adrián Vitier

El primer título de la Colección La Isla Infinita es Las miradas perdidas, de Fina García Marruz. Hoy, para celebrar el 99 cumpleaños de Fina, quiero hablar de este libro, y compartir con ustedes algunos de sus poemas.

 

Un vistazo al índice nos mostrará que Fina García Marruz compuso un poema que se llama “Las miradas perdidas”, al que incluyó en un cuaderno titulado Las miradas perdidas, y que este cuaderno pasó integrar el libro que se llama Las miradas perdidas. 

 

Algo muy similar ocurre con Cintio Vitier. Él ha escrito un poema llamado “Testimonios”, que figura en un cuaderno titulado Testimonios, que, a su vez, forma parte de un volumen llamado Testimonios.

 

Esa reiteración concéntrica no es casual. Aunque tal vez ni siquiera sea deliberada. Contiene, por así decirlo, el adn, el código matriz de su poesía. 

 

Valdrá la pena, entonces, detenernos a observar el nombre de este libro donde la cotidianidad nos es devuelta con un toque de misterio.

 

En Las miradas perdidas se yuxtaponen dos conceptos: “mirar” y “perder”, acciones que apuntan a lo más intransferible de la experiencia humana, y también, paradójicamente, a lo más común de ella. 

 

Con cada persona nace y muere una forma de mirar, y “todo hombre es el guardián de algo perdido”, pero he aquí que ganar y perder son verbos que se truecan todo el tiempo, por caminos secretos.

 

No sabes de qué lejos he llegado

a morirme y a estar entre vosotros

y hasta qué punto he sido desterrado

de la mágica tela de los otros.

 

No sabes cómo llevo ya calados

los huesos de la lluvia en que me arrojo,

hasta dónde tu voz he traicionado,

hoja que caes del árbol de mis ojos.

 

No sabes de qué lejos he venido

a la mesa y al pan de mis hermanos

de mí serenamente desprendidos.

 

Y cómo escucho su rumor lejano

que no sé si he ganado o si he perdido,

que no sé si he ganado o si he perdido.

 

Eliseo Diego fue el primero en sugerir que el título Las miradas perdidas podría acoger todos los versos escritos por Fina García Marruz. 

 

Así como el nombre Hojas de hierba reúne en su humildad a toda la poesía de Walt Whitman, el de Las miradas perdidasnos parece un hallazgo igualmente abarcador. 

 

¿Qué miradas son estas? ¿Por qué se las llama perdidas? 

 

Consideremos que un sinónimo de las miradas es la conciencia, la potencia que nos enciende y apaga en ciclos misteriosos. 

 

La realidad, la vida, la costumbre, nos van adormeciendo la mirada; el mero transcurrir del tiempo es como una noche que nos hace olvidar que olvidamos. 

 

La utilidad de un poema es, por tanto, fulgurar, hender la noche como un relámpago, siquiera por un instante, y hacernos recordar que olvidamos. 

 

Ama la superficie casta y triste. 

Lo profundo es lo que se manifiesta. 

La playa lila, el traje aquel, la fiesta 

pobre y dichosa de lo que ahora existe. 

 

Sé el que eres, que es ser el que tú eras, 

al ayer, no al mañana, el tiempo insiste, 

sé sabiendo que cuando nada seas 

de ti se ha de quedar lo que quisiste. 

 

No mira Dios al que tú sabes que eres 

—la luz es ilusión, también locura— 

sino la imagen tuya que prefieres, 

 

que lo que amas torna valedera, 

y puesto que es así, sólo procura 

que tu máscara sea verdadera.

 

El primero de los siete cuadernillos que conforman el libro se llama Las oscuras tardes. Lo acompaña un exergo de José Martí, revelando el origen del título: 

 

“y las oscuras tardes me atraen 

cual si mi patria fuera la dilatada sombra”. 

 

Nos recuerda esto un verso de San juan de la Cruz: 

 

“qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche”.

 

La sombra es acaso una fuente primordial de toda la poesía. Pero con seguridad lo es en la poesía de Fina, en la que una oquedad, algo que falta, será, habitualmente, el punto de partida. 

 

“Suscribidme a la sombra”, dice un verso suyo que, sin esa clave, resultaría enigmático. 

 

Recuerdo ahora que Silvio Rodríguez le regaló una vez a Fina el ensayo Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki.  

 

Cuando habla de lo perdido, la pobreza, las tinieblas, o el lila que se halla al otro extremo de la luz, entendamos que evocala fuente sin nombre que la alimenta. Sospechemos que de allí arranca el misterio con que logra tocar nuestra alma.

 

Nada entiendo, Señor, di lo que he sido.

Virgen es todo acto, el más impuro.

Yo no puedo llegar a esos oscuros

ángeles que he engendrado y que he movido.

 

Acto, reminiscencia de lo puro,

que tan sólo una vez es poseído.

Oh su extraña inocencia en lo perdido,

que espera tus nevados ojos duros.

 

¿Va el tiempo hacia el ayer y no al mañana?

¿Va la estrella al ayer y no al mañana?

¿Va mi sangre al ayer y no al mañana?

 

Antepasado, hijo mío, realízame.

Oh tierra en que he nacido, realízame.

Acto, príncipe oscuro, realízame.

 

Durante años saboreé los poemas de Fina sin entender en absoluto de qué hablaban. 

 

Me exaltaban, me acompañaban. No necesitaba descifrarlos. 

 

Su música verbal tenía claramente un significado. No me importaba que este no fuese verificable para mi razón.  

 

Joaquín de Fiore, un hombre fascinante del siglo XII, estableció que un texto puede tener hasta cuatro significados simultáneos: sentido literal, sentido metafórico, sentido moral (también llamado parabólico), y sentido anagógico. 

 

De estos cuatro, sólo el último, el sentido anagógico, no puede explicarse desde la perspectiva del mundo: no guarda relación con los fenómenos del mundo. 

 

En lugar de esto, se revela “desde la perspectiva de la eternidad”, sub specie aeternitatis, según la frase de Spinoza; o, como escribiera Santo Tomás de Aquino, “según lo que está en la Gloria”. 

 

La teología medieval postuló que en la eternidad reaparecemos con nuestra mejor palabra y nuestro más bello gesto; y John Keats escribió que un objeto de belleza es una alegría eterna. 

 

Así pues, tener “ojos para ver la gloria”, o un “conocimiento de lo eterno”, son nociones estrechamente vinculadas con la percepción de la belleza. 

 

El lector de poesía posee instintivamente esa “perspectiva de la eternidad”; no necesita encontrarle referentes mundanos a un verso o un poema para sentir que lo ha incorporado: puede, en suma, nutrirse esencialmente sin racionalizar.

 

Si el poeta escribe, por ejemplo: “un caballo galopa envuelto en llamas por la orilla del mar”, no está invitando al lector a sentir literalmente el hedor que desprende su carne quemada; como tampoco lo está obligando a pensar si ese caballo será símbolo de algo, o si encerrará una parábola. 

 

La etimología nos da aquí una clave: el término “anagógico” puede traducirse del griego como “superior”, o “ascendente”.

 

De hecho, en poesía, en música, en pintura, en todo lo que contiene belleza, hay un sentido superior, “ascendente”, que suele primar sobre lo literal, lo moral y lo metafórico. De modo que ese caballo de fuego bien puede ser sólo una imagen para la eternidad, una visión que puede bastarnos, sin que intervenga ninguno de los otros tres sentidos.

 

Voy a compartir un poema de Fina que me ha acompañado por muchos años, y que nunca me ha hecho sentir la necesidad de “entenderlo”. 

 

Vendrá la muerte a transformar el lila

reminiscente de tus trajes idos,

sorpresa será el césped conocido

y la taza en tu mano ya dormida.

 

Barroco el reverbero que encendía

la seda antigua de tu bata oscura,

no dorará el sonido y la dulzura

de las madrugadoras cucharillas.

 

Perderé tu manera de llamarme

que me hizo desear aún otro rato

en la tarde más fiel poder quedarme.

 

Y en traje nauseabundo y desasido

perderé la honda sombra, que no el árbol,

perderé lo que había ya perdido. 

 

Un día descubrí que este es un texto donde habla de su madre, quien falleció relativamente joven.

 

Tal descubrimiento enriqueció mi disfrute, mas esa comprensión no marcó un antes y un después. 

 

Porque lo esencial ya lo tenía, cuando no “entendía” nada. Cuando simplemente repetía, embriagado, “Vendrá la muerte a transformar el lila reminiscente de tus trajes idos”. Cuando lo leía sin buscarle referentes, como quien dice, sub specie aeternitatis, desde la perspectiva de la eternidad.