Acerca de algunos amigos

Mi primer amigo fue un niño que una mañana bajó de La Loma tomado de la mano de su madre –yo iba de la mano de la mía– y juntos nos encaminamos hacia la escuela pública Nº 3, en la que nos inscribieron y dejaron. Como se puede ver, desde aquel momento este fue un camarada probado en la penuria, ya que enfrentamos juntos el terror de la primera separación de nuestras madres. Años más tarde aquel amigo me iniciaba en la apasionante práctica de la espeleología y yo le correspondí mostrándole como era que uno se podía fugar de la vigilancia de los mayores para aprender a nadar en el río. Desde aquella mañana en que nos conocimos, hasta hoy, ha pasado medio siglo; aún así, aquel remoto niño es todavía mi amigo. Su nombre es Giraldo Alayón y actualmente dirige la asociación cubana de zoólogos.

 

Otro buen amigo de correrías infantiles es mi primo Héctor, hijo de mi tía Lidia. Aprendimos a nadar juntos en una poza que le decían El Charco del Negrito. Siempre andábamos trasegando el monte y compartimos patines, papalotes y perros. La herida más grande que me hice de niño fue a su lado, cuando bajé bruscamente la cabeza y el palo que llevaba en la mano me entró por la encía como si fuera mantequilla, hasta que chocó con el hueso de mi nariz. El casi se desmaya por el chorro de sangre y tuve que cargarlo hasta su casa. Actualmente es médico, especialista en medicina del trabajo.

 

En mi flamante adolescencia yo trabajaba por el día y de noche iba a la escuela secundaria. Allí tuve un amigo llamado Jesús Maceiras por el que supe que Bartolomé Mitre había hecho 21 traducciones de “La Divina Comedia” y que esta última se consideraba la mejor, en castellano. Era unos años mayor que yo, muy flaco, alto como una vara y de personalidad magnética; un joven que leía, que escribía piezas de teatro para que las montaran los alumnos y que siempre estaba al frente de cuanta actividad se realizara. Un líder nato. Mis padres se habían divorciado y Maceiras por un tiempo fue el hermano mayor que yo necesitaba. Le debo mucho a sus principios éticos y a su sentido de la amistad, asunto en el que se esmeraba sin aspavientos. Me hubiera gustado tenerlo cerca unos años más tarde, pero jamás lo volví a ver. Alguna vez alguien me dijo que vivía en la Isla de la Juventud, donde era maestro.

 

Por varias razones uno se confiesa primero con un amigo que con su padre o con su madre. Esto fastidia a los padres, porque quisieran que sus hijos tuvieran confianza en ellos, incluso aunque ellos hayan hecho lo mismo.

 

Puede que la importancia de la amistad radique en cuanto tiene de sustitutivo de las relaciones filiales. Hay un día en que tu padre te dice: “alguna vez vas a hacer ciertas cosas, aunque yo te aconseje que no las hagas, así que sólo puedo hacerte la advertencia por si te acuerdas de mi en ese momento.” El día que llega ese “momento” uno se acuerda o no, pero cuando te das cuenta de que “las cosas” ocurren como te advirtieron, los padres crecen moralmente.

 

Los amigos importantes me parece que son aquellos con los que se comparte algo iniciático y constructivo. Pueden tener algo de padres o de hermanos y si se enojan contigo es porque esperan lo mejor de ti. Los amigos contemplativos sólo sirven para el ocio y para ayudarte a malgastar el precioso tiempo de la vida.

 

Una de las personas que extraño –y fuerte, sobre todo cuando paso frente al hotel Capri–, es a Mercedes García. Mercedes era una feliz alucinación de Camajuaní que aseguraba, entre otras cosas, que las parrandas de su pueblo eran mejores que las de Remedios. Mil veces hablamos de ir a constatarlo y nunca fuimos. Corrían los tres años finales de la década del 60 y muchas noches, dando tiempo a que empezara Teresita en “El Coctel”, carenaba en su casa de donde no siempre me era fácil salir. No era yo solo. Íbamos muchos y muchas. A veces sencillamente nos sentábamos en el balcón, que daba al Capri, y nos pasábamos la noche soñando con palabras y mirando broncas que empezaban en el cabaret y siempre terminaban en la calle, delante de nosotros. Mercedes escribía con mucho carácter y autenticidad, y dejó, que yo sepa, al menos un libro titulado “Declaro que estoy loca”.

 

También a veces se me aparece el pintor de las mujeres-soles, Pepe Masiques, que era un experto en botánica y conocía las propiedades de las plantas, sobre todo las alucinógenas. Todavía me parece verlo con sus pupilas como espirales vidriosas, tragando materia cósmica como un agujero azul. Y de ese mismo armario, diciendo “Sé feliz”, sale Armando Guerra saludándome con su gesto característico, el nombre más bien puesto que he conocido, capaz de dibujar abubillas multicolores, de arrancar una oreja de un mordisco furioso y media hora después llorar por la perfección formal del segundo movimiento de la 7ma. de Beethoven.

 

A Juanito Elósegui lo extraño mucho y es increíble, porque un año o dos antes de que muriera no lo vi. Las últimas veces que coincidimos me había hablado con entusiasmo del libro que estaba escribiendo. Decía que iba a aclarar las falsas revelaciones que le habían hecho a Fernando Ortiz sobre los ritmos litúrgicos afrocubanos. De pronto un día pasa alguien y dice que se ha muerto y fue como si se abriera un hueco en algún sitio, como si en alguna parte hubieran arrancado un trozo que no se puede rellenar ni pintar ni sustituir con nada. Supongo que es el lugar que ocupa cada cual en la vida, algo que está más allá y más acá de lo físico, aunque no de lo perceptible.

 

A veces siento la presencia de Teté Vergara. El aire se curva como cuando ella estaba a un metro de distancia mirando hacia arriba en silencio, como preparándose para empezar a contar sabidurías. Con Wichy Nogueras me pasa otro tanto: una espacie de falta de resignación, como si hubiera una forma secreta de recuperarlo que aún no se ha descubierto y uno supiera que de un momento a otro se va a saber. Por eso uno no acaba de darle de baja y se lo pasa esperando a que aparezca.