Bayamo en la historia

Palabras de Eusebio Leal, Historiador de la Ciudad de La Habana, en el acto por el 500 aniversario de la fundación de la Villa de San Salvador del Bayamo, 5 de noviembre de 2013

Querido compañero Miguel Díaz-Canel, miembro del Buró Político, Primer Vicepresidente del Consejo de Estado y del Gobierno;

Tan querido Comandante de la Revolución Guillermo García Frías, miembro del Comité Central de nuestro Partido, Héroe de la República de Cuba;

General de División Ulises Rosales del Toro, miembro del Buró Político, Vicepresidente del Consejo de Ministros;
Compañero Leonardo Andollo, miembro del Comité Central del Partido, General de División;
Querido compañero Salvador Valdés Mesa, miembro del Buró Político;
Querida compañera Sonia Virgen, Primera Secretaria de nuestro Partido en esta provincia y miembro del Comité Central;
Distinguidos compañeros de la mesa presidencial de este acto, Presidente, Vicepresidente y Secretario de la Asamblea;
Muy especialmente me uno al homenaje al miembro del Comité Central, nuestro compañero entrañable, el Primer Secretario del Partido en la provincia de Santiago de Cuba, Lázaro Expósito,
Queridas delegadas y delegados,
Queridos invitados todos:

Con profunda emoción, y en la medida en que en los días precedentes nos acercaban a este instante a todos, sentí no solamente el temor que acompaña al que va a lanzarse a una aventura; otra cosa no es tratar de recorrer —y ese no será mi propósito hoy— 500 años de historia, o conmemorar un acontecimiento escatológico, un acontecimiento mundial, como fue el poblamiento de las islas, particularmente el de las Antillas Mayores, muy especialmente el de la Isla de Cuba, cuya segunda villa fundada, luego de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa, primada, lo fue San Salvador del Bayamo un día como hoy, hace medio milenio.

Emoción grande cuando, conocedor de la voluntad y el honor que me confería la Asamblea a través de su delegación que me visitó en La Habana, me vi, como miembro del Comité Central, en la necesidad disciplinaria de solicitar a mi superior, el General Presidente Raúl Castro Ruz, la autorización para hacerlo, que concedió gustoso, dejando para este día agregar un honor a mi modesta historia, el de poder pronunciar estas palabras.

Confieso que más me emociona la historia de Bayamo y lo que aconteció después, que el suceso que hoy conmemoramos. Acontecimiento histórico, sin lugar a dudas, de gran trascendencia. Está esta ciudad entre las primeras ciudades europeas constituidas en el continente americano, sobre un territorio indígena, como en casi todos los casos, con la presencia de una comunidad sorprendida y hasta dolorida, que tuvo como precedente de la noticia del arribo a las costas de la expedición conquistadora, la llegada en sus canoas, desde la vecina isla, de un grupo numeroso de indígenas de la mayor después de Cuba, Quisqueya —que hoy comparten dos naciones, República Dominicana y Haití—, y del cacique Hatuey, gran figura de la historia, que trajo la noticia de lo que estaba ocurriendo allá, en sus tierras montañosas, en sus aldeas, en sus pueblos, advirtiendo que ese choque de culturas y civilizaciones era por su naturaleza —pensamos nosotros— hecho dramático cuando se enfrentaba a la tecnología, al conocimiento de la artes militares, al supremo desarrollo de la maquinaria militar —valga decirlo y repetirlo y subrayarlo—, y desde luego, al hecho inexorable de una expansión del mundo, que había comenzado con el primer viaje de Cristóbal Colón, en 1492, donde precisamente, luego de días de mucha espera, encontraron un peñón intrascendente en medio del Caribe, pero que sirvió para alentar su esperanza a tal extremo, que llamaron a aquella tierra San Salvador.

Y es que invocar al Santísimo Salvador después de la larga y casi mortal travesía, del desaliento de los marinos, del Mar de los Sargazos, de tantas incertidumbres, de la creencia todavía vigente de que se abriría ante ellos un barranco infinito, porque aún las teorías antiguas sobre la redondez de la Tierra estaban casi por demostrarse, y este viaje sería un elemento definitorio para ello.

Pero Colón, en su viaje por la costa sur de Cuba, en su última presencia en nuestras costas, la consideró parte de un continente inhóspito, y no sintió aquella alegría jubilosa frente a la costa de la actual provincia de Holguín, en este Oriente espléndido de la Isla, cuando consideró que era “la tierra más hermosa que ojos humanos habían visto”. Esto quedó despejado mientras se recorrían, en horas interminables, los pantanos de la costa sur, las islas infinitas que, como jardines y jardincillos, se abrían hasta llegar a la altura del actual poblado y Puerto de Cortés, donde desiste y regresa.

En 1509, un bojeador gallego, Sebastián de Ocampo, demuestra la insularidad del archipiélago de Cuba —insularidad y archipiélago—, cumpliendo órdenes del bailío y Gobernador de Santo Domingo, el Comendador de Lares, Nicolás de Ovando. Pero fue su sucesor, Diego Colón, hijo menor del Almirante, el que nombrado Gobernador, determina el poblamiento de Cuba y nombra a Diego Velázquez, natural de una aldea noble llamada Cuéllar, para que al frente de un puñado de castellanos avance sobre la inhóspita, grande y selvática Isla de Cuba.

Y fue a partir de ese momento que comienza la conquista de la Isla, un sistema perfecto que debía extenderse a todo lo largo de ella misma, fundando las siete villas que son parte del patrimonio nacional cubano, entre ellas San Salvador del Bayamo, definido así por ley de nuestra nación.

Si bien es cierto que no hicieron mérito, ni Diego Velázquez ni Pánfilo de Narváez, su cruel comandante, para erigirles en Cuba monumento alguno, también vino un hombre que se encargó de desacralizar la conquista, de quitarle el manto y el velo de religiosidad y darle su verdadero y profundo significado: Bartolomé de las Casas, convertido realmente a la fe que creyó practicar, despojado de las encomiendas que lo hacían también explotador de indígenas, aquel que dejó en su obra, “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”, el diálogo entre Hatuey y aquel que en Yara trató de persuadirlo, en el último momento de su vida, de convertirse para alcanzar el bien celestial.

De entonces a acá, una leyenda sobrevuela a Yara, a Bayamo y al Oriente de Cuba: La luz de Yara, que era precursora de los grandes y terribles acontecimientos. Se dice que no era luz de mal, sino luz de bien, de promesa, de esperanza. Es por eso que en su diario, Carlos Manuel de Céspedes reclama para sí y legitima el título de Yara para su levantamiento, porque fue allí, según escribe, donde lanzó el guante al rostro de los opresores.

Pero no fue solamente el hecho de Hatuey, ya de por sí significativo e impresionante, que traía las noticias de lo ocurrido allá y de lo que ocurriría a Anacaona, de lo que ocurriría a Caonabo, encadenado y muerto en terrible naufragio cuando era llevado cautivo a España; o lo que pasó aquí con Guamá, con Caciguaya, con Habaguanex y otros caciques. No sería sino el terrible testigo y defensor de los indios el que hablaría de la matanza de indios en Caonabo, el que hablaría de las terribles persecuciones con perros, que años después hicieron exclamar a José Martí: “¿Con quién debemos estar? ¿Con los que los ataron? ¿Con los perros que los mordieron? ¿O con ellos?”

Pero la realidad histórica se impone, hay hechos de la historia que son inexorables, no podemos pretender reescribirla; podemos solo interpretarla y, con el arma dialéctica, situar los acontecimientos en su momento, en el tiempo y en el espacio.

Terminaba para España la Edad Media. En el propio año 1492, los árabes rinden, por último, la fortaleza de Granada; los judíos son también expulsados en el mes de agosto, en el mismo mes y casi en el mismo día en que Colón inicia su viaje, el 13 de agosto de aquel año 1492. Eran hechos trascendentales de la historia.

Comenzaba y se desarrollaba en Italia el movimiento del Renacimiento: nuevos pintores, músicos, artistas, cosmógrafos; vivía uno de los genios mayores que vio jamás la humanidad: Leonardo da Vinci; el mundo comenzaba a ser redondeado. Inexorablemente, en ese nuevo cambio, unos ganarían y otros, circunstancialmente, perderían. Tendrían entonces otros el deber de escribir la “Visión de los Vencidos”.

El tiempo pasó y pasó. Ya en 1608, hecha híbrida la comunidad, unidos los españoles por pasión o por amor a las mujeres indias, iba naciendo en toda la tierra ocupada una nueva descendencia. En Santiago de Cuba, por ejemplo, al pie de su Catedral, está la lápida de Miguel Velázquez, aquel joven criado en la casa del conquistador, que se dice fue el primer maestro cubano y el primero que, llevando sangre india y española, calificó a esta tierra como tierra de señorío, como tierra de dominio y dominación, desde ese entonces. Pero también de esa hibridación fue naciendo, como en toda América, un nuevo lenguaje, una forma de expresión, un nuevo color de piel.

Ya Colón se quejaba a los que debían mandar provisiones: “no envíen pan de Castilla porque aquí se agusana; aquí tenemos un pan con que nos remediamos: el casabe de Oriente”. No era otra cosa que las pencas de casabe de Oriente.

Se intercambiaban también animales; ingresaba la gallina de Castilla, el toro, el buey, la vaca, la oveja insaciable, la cabra. Ingresaba el cerdo, cuya pareja compró Colón en Sevilla e introdujo en Santo Domingo; se trajeron y plantaron las primeras plantas de plátano. Comenzaba el mundo a intercambiarse.

Resulta que lo que es nuestro es universal: el arroz venía de China por el camino de Acapulco, o de Santo Domingo, como lo sembraban los árabes en Valencia, por orden de Ovando; los frijoles fueron hallados, los que nos gustan, los negros, en el mercado en México donde también se encontró el chocolate como moneda de cambio; el café no estaba siquiera introducido; los primeros canutos de caña que se sembraban viniendo de las orillas del Ganges y quizás mucho más allá, de Asiria, llegaban a Sevilla primero, a Las Canarias después, a Santo Domingo y a Cuba. Entonces lo que hoy llamamos nuestro, comenzó a ser el fruto del encuentro con el mundo.

También, agotados los indígenas en las minas, sufriendo por la crueldad de las enfermedades, vinieron los hombres de África. No tuvieron ni los unos ni los otros la posibilidad material de escapar hacia ninguna parte; tenían que quedarse en Cuba. Alejandro de Humboldt contaba que se dijo de algunos esclavos que huían hacia el Oriente tratando de hallar un camino a África. Ignoraban que, habiendo llegado en el vientre de las naves esclavistas y negreras, no podrían jamás volver a la Tierra Prometida, y ellos fueron también parte de nuestra sangre y dolor.

De la España militar e inmigrante, de los esclavos que vinieron de África de distintas latitudes, de nuestros padres indígenas que permanecieron en estas comarcas fértiles durante milenios, se formó el pueblo que está reunido en esta sala: el pueblo cubano. Y nació Cuba, el mismo sonoro y breve nombre que le dieron a Colón los que venían en una canoa, cerca de sus naves, en aguas del Caribe. No se aceptó, o no prendió el nombre de Juana, ni el nombre de Fernandina; se llamó solo Cuba. Y de esa manera fue naciendo un misterio profundo: el nacimiento de un pueblo; de un pueblo en un país. Un país es un paisaje, una patria es una aspiración, una nación es un conjunto de leyes por las cuales hay que luchar, es un estado de derecho, es casi un sueño. Y todo eso comenzó a ser acariciado.

Cuando un pirata, desembarcado por algún punto de las costas de estas latitudes se apoderó del obispo Juan de las Cabezas y Altamirano, fue necesario, en 1604, un lance primero de los bayameses que, rescatando al obispo, llevaron consigo a un negro colosal, Salvador Golomón, que de un solo machetazo arrancó la cabeza al pirata Gilberto Girón. Y de esa manera nació, en Santa María del Puerto del Príncipe del Camagüey, pero sobre un suceso ocurrido en Bayamo cuatro años antes, la primera obra literaria de Cuba, el “Espejo de paciencia”.

Fue también Bayamo el territorio magnífico que, adornado de gentes tan particulares, fueron levantando una identidad propia en eso que llamamos con orgullo el Oriente de Cuba. Y es que cuando cruzamos el Jobabo, viniendo de las tierras del Príncipe y del gran Camagüey, que comienza cuando se atraviesa el Jatibonico —una cosa es la división político-administrativa y otra cosa es la historia— entramos, cruzando el Jobabo, que es como el Rubicón, hacia el Oriente de Cuba, en las tierras gloriosas de Oriente, donde se levanta una estrella sobre la alta montaña, tal y como lo escribieron y dibujaron los que trazaron su escudo.

Fueron muchos los que en estas tierras se rebelaron; fue mucho el trabajo para elaborar esa identidad. El ingenio azucarero tuvo un papel fundamental en esa historia; la intensa ganadería en estas grandes praderas; los bosques, productores de maderas infinitas y preciosas, que resisten el fuego como el fragmento glorioso de horcón que como joya sagrada, preside hoy, junto a la espada de ceremonias del presidente Céspedes, la Asamblea solemne 500 años después.

Cuando ya nadie, en la base de la Catedral de Santiago, ha logrado encontrar la lápida funeraria de Diego Velázquez; cuando nadie recuerda a Pánfilo de Narváez; cuando de sus soldados aplatanados surgieron generaciones de nuevos criollos; cuando el mundo fue dando vueltas, se fue realizando el misterio de Cuba y elaborándose un perfil para esto que llamamos Bayamo y que es hoy la provincia Granma, Parque Nacional y Patrimonio de la Humanidad, el lugar que en Playa Las Coloradas trajo la esperada expedición de Fidel y sus compañeros.

No podemos prescindir de una sola parte de la Patria. Allá, cerca de Manzanillo, frente al Golfo de Guacanayabo, está el ingenio La Demajagua, el más hermoso monumento que levantó la naturaleza nunca en Cuba: el jagüey se encargó de levantar la rueda y de levantar el haz del ingenio, atravesándolo, dándole sombra y levantando la esperanza de Cuba.

Un día allí se pronunciaron las más solemnes y definitorias palabras; pero mucho tiempo antes de aquel instante, que bien merece un punto y aparte en la recordación, otras tantas cosas ocurrieron: nació aquí en Bayamo uno de los más grandes economistas de Cuba de todos los tiempos, uno de los más grandes humanistas. No creyó en la Revolución, es cierto; creyó en la evolución y en el paso del tiempo; estudió profundamente la esclavitud, el drama de la vagancia; murió en el exilio. Pero no queriendo ver implicado su nombre con ningún tipo de conspiración que convirtiese a Cuba en parte de una nación ajena, mandó a escribir como epitafio de la tumba que tiene en el Cementerio de La Habana: “Aquí yace José Antonio Saco, que no fue anexionista porque fue más cubano que todos los anexionistas.” Nació en Bayamo.

Y hoy, cuando descendíamos caminando apresuradamente por las calles de la ciudad y en la plaza, veíamos el perfil de los monumentos y de los hombres, nos acercábamos a la cancelación del sello, pensaba en todo lo que Bayamo atesora como un relicario: la casa del Padre de la Patria, remozada; aquella otra de las columnas, que tanto quiso; la ciudad de sus padres y de sus abuelos; de Pedro Figueredo, su amigo entrañable, aquel que dijo, cuando lo llevaban descalzo al proceso que culminaría con su ejecución: “Yo acompañaré a Carlos Manuel de Céspedes a la gloria y al cadalso”. Él, que había tenido el valor de hacer la composición del himno, tal y como fue interpretado en su música para cantarlo en la Parroquial Mayor de Bayamo; que hizo desfilar a su hija Candelaria vestida con los atributos republicanos de Cuba en la mañana de la victoria; él, que lo acompañó el Diez de Octubre y el día 20, cuando la obra persuasiva de Céspedes permitió la rendición de la ciudad, luego de convencer al general Modesto Díaz, mariscal de campo del Ejército español, dominicano, luego convertido en el guerrillero de la fama, el jabalí de Oriente.

¡Ah, Bayamo, tan hermosa, tan bella! Con cuánta razón, al pie del hermoso balcón de Luz Vázquez, cantaste con tu primo y el amigo Castillo, aquel bello romance que se convirtió en género y que es historia:

¿No recuerdas, gentil bayamesa,
que tú fuiste mi sol refulgente
y risueño, en tu lánguida frente
blando beso imprimí con ardor?

¿No recuerdas que en tiempo dichoso
me extasié con tu pura belleza
y en tus senos doblé la cabeza
moribundo de dicha y amor?

Nació un género. Cuando Pedro Figueredo, sobre la montura del caballo, según la tradición, escribió esa letra, donde todavía se mezclaban “La Bayamesa” autóctona, con “La Marsellesa” francesa que era el himno más subversivo y revolucionario que recorría entonces la faz de la Tierra, estaba naciendo un género y estaba naciendo el himno para una Patria que estaba por nacer.

Si el ingenio fue destruido; si aquella mañana, luego de la dispersión de Yara, quedó solo con aquel puñado de hombres; si estuvo dispuesto, en la hora mortal del sufrimiento, ante el cuerpo agonizante de su esposa, de rechazar con fuerza pero gentil a los que venían a aprehenderle; si cuentan que quitó el velo azul que cubría el retrato de la difunta para darlo a Candelaria Acosta, que debió bordar la primera bandera de aquel levantamiento, la misma que hoy preside, por determinación de la gloriosa Asamblea de Guáimaro, dondequiera que se reúna el Parlamento cubano; aquella sacada del fuego de Guáimaro, aquella rescatada a la voracidad del adversario el texto constitucional luego enterrado.

Pero volvamos al hilo del acontecer: Bayamo, primera capital de la Revolución; esa plaza bajo el sol, primera Plaza de la Revolución. Esta ciudad, la primera que constituyó un Ayuntamiento con hombres libres, de libre elección, donde por vez primera, por mandato del fundador, noble de cuna, rico de cuna, pero desprendido de toda riqueza, desprendido de todo poder como señor de hombres y convertido en padre de todo un pueblo, constituyó un ayuntamiento con hombres blancos, con españoles y con negros.

¿Qué quería significar? Estaba hablando de la unión imposible hasta el momento, pero que debía cristalizar. Solamente la gloriosa Revolución, encabezada por Fidel, le dio el privilegio a Cuba de alcanzar la unidad nacional que ni siquiera el Padre de la Patria, caído con gloria y solo, el 27 de febrero de 1874 en San Lorenzo, no le estuvo reservada, ni a su ínclito discípulo, Ignacio Agramonte, caído en El Camagüey, ni a tantos otros más; ni siquiera al propio Titán, Antonio Maceo, ni al Apóstol Martí. Fue a Fidel al que le fue reservada la creación de la unidad de la nación cubana, unión política indestructible, as de bastos, como esos que sostienen el escudo de la nación, bajo el gorro frigio de la República libre constituida en Francia en 1789, con su tricolor glorioso, con los laureles y los acantos, símbolos de la gloria de Cuba.

Esta es la verdad. Fue Bayamo la primera capital de la Revolución. Y antes quemada que rendida, cuando el Conde de Valmaseda penetró en la llanura que veíamos esta mañana desde el avión, solo vio pavesas, y en la plaza un cartel que decía: “Plaza de la Revolución.”

Esa fue la verdad: un pueblo peregrino, una Numancia cubana, no pudieron, ni las bisoñas tropas de Donato Mármol, detener en el cruce del río a las acorazadas tropas españolas que venían por dos puntos. Se le encargó a aquel vecino del Dátil —que hoy la Asamblea ha recibido como título de honor el haberlo considerado Hijo de Bayamo—, al que dijo reservaría la historia un lugar particular, porque aquí nadie guardó nada para sí, todo fue sacrificado; fue a él, al desconocido al que el gran poeta bayamés José Joaquín Palma llevó a Donato Mármol y le dijo: “Un hombre que tiene experiencia militar”. “Aquí para mandones nos sobramos”, respondió Donato, que moriría poco tiempo después de fiebres, también sacrificado a la propia lucha. ¿Y qué se le dio? “Escoja un montón de hombres y busque el lugar”.

Preguntaba hace un rato, y me respondía mi hermano Salvador Valdés Mesa: fue en el camino. Fue en un lugar del camino, en los Pinos de Baire, donde Gómez se atravesó en el medio de la columna del general Quirós, y la macheteó por vez primera, dándoles al ejército y al pueblo una tradición de lucha que resultaría inmortal para nuestra propia historia.

Bayamo de los poetas; Martí le dice a José Joaquín Palma: “Lloren los trovadores de las repúblicas de gérmenes podridos; lloren los trovadores de las monarquías sobre las estatuas de sus reyes, rotas al pie de los caballos de las revoluciones. Nosotros tenemos héroes que eternizar; heroínas que enaltecer, admirables glorias que encomiar. Nosotros tenemos agraviada a la legión gloriosa de nuestros héroes y mártires porque no tributamos a ellos himnos suficientes.”

Mucho debemos a Bayamo en la historia. Habéis honrado hoy al primer campesino símbolo, en el seno de nuestro Partido y de la nación, de la lealtad del hombre de la tierra a esta tierra, el primero que llevó un pan y un sorbo de agua a los recién llegados que venían del extravío del mar, a los que tocaron en Playa Las Coloradas.

Se ha mencionado también el nombre inolvidable —y particularmente inolvidable para mí— de Celia. Y pensando en ella, me voy hacia allá, hacia Niquero, hacia los lugares por donde ella hizo tanta y tan importante labor, junto a su padre, el Dr. Sánchez. A Celia, tan querida, tan martiana, tan bayamesa de espíritu, tan cespediana.

Hoy es un día grande para recordar, pero no solo por aquel campamento de conquistadores que se armó hace 500 años, sino por la historia que construisteis, bayameses, a lo largo de medio milenio.

Detrás de cada uno de ustedes, hombres y mujeres, hay generaciones. Hay generaciones hacia atrás de mambises, de labradores, de maestros como ese maestro que fue honrado, y de tantos y de tantos; de científicos, de artistas, de mujeres heroicas, como todas aquellas que supieron acompañar a sus hombres, como Pedro Figueredo exclamó: “A la gloria o al cadalso.”

Feliz día por todo cuanto hemos hecho y por todo cuanto hay que hacer. No basta con la enumeración cuántica de cualquier sacrificio. Ahora, hoy más que nunca, patriotas cubanos, la Patria requiere de nosotros la suprema consagración. Hace falta salir hacia adelante aunque sea por el filo de una navaja. Si volviera a estar delante el Paso de las Termópilas, creo yo que solo el pueblo cubano estaría dispuesto a cruzarla con esa profunda virtud que la nación ha acumulado, con gente como ustedes, con personas como ustedes.

Que produzca la tierra, que comamos lo que seamos capaces de producir; que se mueva la industria; que aseguremos al soldado que tiene la espada y el escudo de la nación la certeza de que no nos faltará el pan cuando llueva o cuando no llueva.

Y mientras que así sea, por siempre y jamás, brillará sobre este pedazo de tierra que tiene el orgullo de llamarse Granma, que tiene el orgullo de llevar el nombre de la gran madre —¿y cuál es otra gran madre que no sea nuestra propia Patria?—; a ella, amados hermanos y hermanas, dedicamos todo cuanto hemos podido hacer 500 años después.

¡Viva Cuba!

Fuente: http://www.eusebioleal.cu/curriculum/intervenciones/bayamo-en-la-historia/