Por José Martí
Cuatro siglos es mucho, son cuatrocientos años.
Cuatrocientos años hace que vivió el Padre las Casas, y parece que está vivo
todavía, porque fue bueno. No se puede ver un lirio sin pensar en el Padre las
Casas, porque con la bondad se le fue poniendo de lirio el color, y dicen que
era hermoso verlo escribir, con su túnica blanca, sentado en su sillón de
tachuelas, peleando con la pluma de ave porque no escribía de prisa. Y otras
veces se levantaba del sillón, como si le quemase: se apretaba las sienes con
las dos manos, andaba a pasos grandes por la celda, y parecía como si tuviera
un gran dolor. Era que estaba escribiendo, en su libro famoso de la Destrucción
de las Indias, los horrores que vio en las Américas cuando vino de España
la gente a la conquista. Se le encendían los ojos, y se volvía a sentar, de
codos en la mesa, con la cara llena de lágrimas. Así pasó la vida, defendiendo
a los indios.
Aprendió en España a licenciado, que era algo en
aquellos tiempos, y vino con Colón a la isla Española en un barco de aquellos
de velas infladas y como cáscara de nuez. Hablaba mucho a bordo, y con muchos
latines. Decían los marineros que era grande su saber para un mozo de
veinticuatro años. El sol, lo veía él siempre salir sobre cubierta. Iba alegre
en el barco, como aquel que va a ver maravillas. Pero desde que llegó, empezó a
hablar poco. La tierra, sí, era muy hermosa, y se vivía como en una flor: ¡pero
aquellos conquistadores asesinos debían de venir del infierno, no de España!
Español era él también, y su padre, y su madre; pero él no salía por las islas
Lucayas a robarse a los indios libres: ¡porque en diez años ya no quedaba indio
vivo de los tres millones, o más, que hubo en la Española!: él no los iba
cazando con perros hambrientos, para matarlos a trabajo en las minas: él no les
quemaba las manos y los pies cuando se sentaban porque no podían andar, o se
les caía el pico porque ya no tenían fuerzas : él no los azotaba, hasta verlos
desmayar, porque no sabían decirle a su amo donde había más oro: él no se
gozaba con sus amigos, a la hora de comer, porque el indio de la mesa no pudo
con la carga que traía de la mina, y le mandó cortar en castigo las orejas: él
no se ponía el jubón de lujo, y aquella capa que llamaban ferreruelo, para ir
muy galán a la plaza a las doce, a ver la quema que mandaba hacer la justicia
del gobernador, la quema de los cinco indios. Él los vio quemar, los vio mirar
con desprecio desde la hoguera a sus verdugos; y ya nunca se puso más que el
jubón negro, ni cargó caña de oro, como los otros licenciados ricos y
regordetes, sino que se fue a consolar a los indios por el monte, sin más ayuda
que su bastón de rama de árbol.
Al monte se habían ido, a defenderse, cuantos
indios de honor quedaban en la Española. Como amigos habían recibido ellos a
los hombres blancos de las barbas: ellos les habían regalado con su miel y su
maíz, y el mismo rey Behechío le dio de mujer a un español hermoso su hija
Higuemota, que era como la torcaza y como la palma real: ellos les habían
enseñado sus montañas de oro, y sus ríos de agua de oro, y sus adornos, todos
de oro fino, y les habían puesto sobre la coraza y guanteletes de la armadura
pulseras de las suyas, y collares de oro: ¡y aquellos hombres crueles los
cargaban de cadenas; les quitaban sus indias, y sus hijos; los metían en lo
hondo de la mina, a halar la carga de piedra con la frente; se los repartían, y
los marcaban con el hierro, como esclavos!: en la carne viva los marcaban con
el hierro. En aquel país de pájaros y de frutas los hombres eran bellos y
amables; pero no eran fuertes. Tenían el pensamiento azul como el cielo, y
claro como el arroyo; pero no sabían matar, forrados de hierro, con el arcabuz
cargado de pólvora. Con huesos de frutas y con gajos de mamey no se puede
atravesar una coraza. Caían, como las plumas y las hojas. Morían de pena, de
furia, de fatiga, de hambre, de mordidas de perros. ¡Lo mejor era irse al monte,
con el valiente Guaroa, y con el niño Guarocuya, a defenderse con las piedras,
a defenderse con el agua, a salvar al reyecito bravo, a Guarocuya! Él saltaba
el arroyo, de orilla a orilla; él clavaba la lanza lejos, como un guerrero; a
la hora de andar, a la cabeza iba él, se le oía la risa de noche, como un
canto; lo que él no quería era que lo llevase nadie en hombros. Así iban por el
monte, cuando se les apareció entre los españoles armados el Padre las Casas,
con sus ojos tristísimos, en su jubón y su ferreruelo. Él no les disparaba el
arcabuz: él les abría los brazos. Y le dio un beso a Guarocuya.
Ya en la isla lo conocían todos, y en España
hablaban de él. Era flaco, y de nariz muy larga, y la ropa se le caía del
cuerpo, y no tenía más poder que el de su corazón; pero de casa en casa andaba
echando en cara a los encomenderos la muerte de los indios de las encomiendas;
iba a palacio, a pedir al gobernador que mandase cumplir las ordenanzas reales;
esperaba en el portal de la audiencia a los oidores, caminando de prisa, con
las manos a la espalda, para decirles que venía lleno de espanto, que habla
visto morir a seis mil niños indios en tres meses. Y los oidores le decían:
"Cálmese, licenciado, que ya se hará justicia": se echaban el ferreruelo
al hombro, y se iban a merendar con los encomenderos, que eran los ricos del
país, y tenían buen vino y buena miel de Alcarria. Ni merienda ni sueño había
para las Casas: sentía en sus carnes mismas los dientes de los molosos que los
encomenderos tenían sin comer, para que con el apetito les buscasen mejor a los
indios cimarrones: le parecía que era su mano la que chorreaba sangre, cuando
sabía que, porque no pudo con la pala, le habían cortado a un indio la mano:
creía que él era el culpable de toda la crueldad, porque no la remediaba;
sintió como que se iluminaba y crecía, y como que eran sus hijos todos los
indios americanos. De abogado no tenía autoridad, y lo dejaban solo: de
sacerdote tendría la fuerza de la Iglesia, y volvería a España, y daría los
recados del cielo, y si la corte no acababa con el asesinato, con el tormento,
con la esclavitud, con las minas, haría temblar a la corte. Y el día en que
entró de sacerdote, toda la isla fue a verlo, con el asombro de que tomara
aquella carrera un licenciado de fortuna: y las indias le echaron al pasar a
sus hijitos, a que le besasen los hábitos.
Entonces empezó su medio siglo de pelea, para que
los indios no fuesen esclavos; de pelea en las Américas; de pelea en Madrid; de
pelea con el rey mismo: contra España toda, él solo, de pelea. Colón fue el
primero que mandó a España a los indios en esclavitud, para pagar con ellos las
ropas y comidas que traían a América los barcos españoles. Y en América había
habido repartimiento de indios, y cada cual de los que vino de conquista, tomó
en servidumbre su parte de la indiada, y la puso a trabajar para él, a morir
para él, a sacar el oro de que estaban llenos los montes y los ríos. La reina,
allá en España, dicen que era buena, y mandó
a un gobernador que sacase a los indios de la esclavitud; pero los encomenderos
le dieron al gobernador buen vino, y muchos regalos, y su porción en las
ganancias, y fueron más que nunca los muertos, las manos cortadas, los siervos
de las encomiendas, los que se echaban de cabeza al fondo de las minas.
"Yo he visto traer a centenares maniatadas a estas amables criaturas, y
darles muerte a todas juntas, como a las ovejas." Fue a Cuba de cura con
Diego Velázquez, y volvió de puro horror, porque antes que para hacer casas,
derribaban los árboles para ponerlos de leñas a las quemazones de los taínos.
En una isla donde habla quinientos mil, "vio con sus ojos" los indios
que quedaban: once. Eran aquellos conquistadores soldados bárbaros, que no
sabían los mandamientos de la ley, ¡y tomaban a los indios de esclavos, para
enseñarles la doctrina cristiana, a latigazos y a mordidas! De noche, desvelado
de la angustia, hablaba con su amigo Rentería, otro español de oro. ¡Al rey
había que ir a pedir justicia, al rey Fernando de Aragón! Se embarcó en la galera
de tres palos, y se fue a ver al rey.
Seis veces fue a España, con la fuerza de su
virtud, aquel padre que "no probaba carne". Ni al rey le tenía él
miedo, ni a la tempestad. Se iba a cubierta cuando el tiempo era malo; y en la
bonanza se estaba el día en el puente, apuntando sus razones en papel de hilo,
y dando a que le llenaran de tinta el tintero de cuerno, “porque la maldad no
se cura sino con decirla, y hay mucha maldad que decir, y la estoy poniendo
donde no me la pueda negar nadie, en latín y en castellano". Si en Madrid
estaba el rey, antes que a la posada a descansar del viaje, iba al palacio. Si
estaba en Viena, cuando el rey Carlos de los españoles era emperador de
Alemania, se ponia un hábito nuevo, y se iba a Viena. Si era su enemigo Fonseca
el que mandaba en la junta de abogados y clérigos que tenía el rey para las
cosas de América, a su enemigo se iba a ver, y a ponerle pleito al Consejo de
Indias. Si el cronista Oviedo, el de la "Natural historia de las
Indias", había escrito de los americanos las falsedades que los que tenían
las encomiendas le mandaban poner, le decía a Oviedo mentiroso, aunque le
estuviera el rey pagando por escribir las mentiras. Si Sepúlveda, que era el
maestro del rey Felipe, defendía en sus "Conclusiones" el derecho de
la corona a repartir como siervos, y a dar muerte a los indios, porque no eran
cristianos, a Sepúlveda le decía que no tenían culpa de estar sin la
cristiandad los que no sabían que hubiera Cristo, ni conocían las lenguas en
que de Cristo se hablaba, ni tenían más noticia de Cristo que la que les habían
llevado los arcabuces. Y si el rey en persona le arrugaba las cejas, como para
cortarle el discurso, crecía unas cuantas pulgadas a la vista del rey, se le
ponía ronca y fuerte la voz, le temblaba en el puño el sombrero, y al rey le
decía, cara a cara, que el que manda a los hombres ha de cuidar de ellos, y si
no los sabe cuidar, no los puede mandar, y que lo había de oír en paz, porque
él no venía con manchas de oro en el vestido blanco, ni traía más defensa que
la cruz.
O hablaba, o escribía, sin descanso. Los frailes
dominicanos lo ayudaban, y en el convento de los frailes se estuvo ocho años,
escribiendo. Sabía religión y leyes, y autores latinos, que era cuanto en su
tiempo se aprendía; pero todo lo usaba hábilmente para defender el derecho del
hombre a la libertad, y el deber de los gobernantes de respetárselo. Eso era
mucho decir, porque por eso quemaban entonces a los hombres. Llorente, que ha
escrito la Vida de Las Casas, escribió también la Historia de la
Inquisición, que era quien quemaba: el rey iba de gala a ver la quemazón,
con la reina y los caballeros de la corte: delante de los condenados venían
cantando los obispos, con un estandarte verde: de la hoguera salía un humo
negro. Y Fonseca y Sepúlveda querían que "el clérigo" las Casas
dijese en sus disputas algún pecado contra la autoridad de la Iglesia, para que
los inquisidores lo condenaran por hereje. Pero “el clérigo" le decía a
Fonseca: "¡Lo que yo digo es lo que dijo en su testamento la buena reina
Isabel; y tú me quieres mal y me calumnias, porque te quito el pan de sangre
que comes, y acuso 1a encomienda de indios que tienes en América!" Y a
Sepúlveda, que ya era confesor de Felipe II, le decía: "Tú eres disputador
famoso, y te llaman el Livio de España por tus historias; pero yo no tengo
miedo al elocuente que habla contra su corazón, y que defiende la maldad, y te
desafío a que me pruebes en plática abierta que los indios son malhechores y
demonios, cuando son claros y buenos como la luz del día, e inofensivos y
sencillos como las mariposas.” Y duró cinco dios la plática con Sepúlveda.
Sepúlveda empezó con desdén, y acabó turbado.
El clérigo lo oía con la cabeza baja y los labios
temblorosos, y se le veía hincharse la frente. En cuanto Sepúlveda se sentaba
satisfecho, como el que hincó el alfiler donde quiso, se ponía el clérigo en
pie, magnífico, regañón, confuso, apresurado. "¡No es verdad que los
indios de México mataran cincuenta mil en sacrificios al año, sino veinte
apenas, que es menos de lo que mata España en la horca!" "¡No es
verdad que sean gente bárbara y de pecados horribles, porque no hay pecado suyo
que no lo tengamos más los europeos; ni somos nosotros quién, con todos
nuestros cañones y nuestra avaricia, para compararnos con ellos en tiernos y
amigables; ni es para tratado como a fiera un pueblo que tiene virtudes, y
poetas, y oficios, y gobierno, y artes!” "¡No es verdad, sino iniquidad,
que el modo mejor que tenga el rey para hacerse de súbditos sea exterminarlos,
ni el modo mejor de enseñar la religión a un indio sea echarlo en nombre de la
religión a los trabajos de las bestias; y quitarle los hijos y lo que tiene de
comer; y ponerlo a halar de la carga con la frente como los bueyes!” Y citaba
versículos de la Biblia, artículos de la ley, ejemplos de la historia, párrafos
de los autores latinos, todo revuelto y de gran hermosura, como caen las aguas
de un torrente, arrastrando en la espuma las piedras y las alimañas del monte.
Solo estuvo en la pelea; solo cuando Fernando, que
a nada se supo atrever, ni quería descontentar a los de la conquista, que le
mandaban a la corte tan buen oro; solo cuando Carlos V, que de niño lo oyó con
veneración, pero lo engañaba después, cuando entró en ambiciones que requerían
mucho gastar, y no estaba para ponerse por las "cosas del clérigo" en
contra de los de América, que le enviaban de tributo los galeones de oro y
joyas; solo cuando Felipe II, que se gastó un reino en procurarse otro, y lo
dejó todo a su muerte envenenado y frío, como el agujero en que ha dormido la
víbora. Si iba a ver al rey, se encontraba la antesala llena de amigos de los
encomenderos, todos de seda y sombreros de plumas, con collares de oro de los
indios americanos: al ministro no le podía hablar, porque tenía encomiendas él,
y tenía minas, o gozaba los frutos de las que poseía en cabeza de otros. De
miedo de perder el favor de la corte, no le ayudaban los mismos que no tenían
en América interés. Los que más lo respetaban, por bravo, por justo, por
astuto, por elocuente, no lo querían decir, o lo decían donde no los oyeran:
porque los hombres suelen admirar al virtuoso mientras no los avergüenza con su
virtud o les estorba las ganancias; pero en cuanto se les pone en su camino,
bajan los ojos al verlo pasar, o dicen maldades de él, o dejan que otros las
digan, o lo saludan a medio sombrero, y le van clavando la puñalada en la
sombra. El hombre virtuoso debe ser fuerte de ánimo, y no tenerle miedo a la
soledad, ni esperar a que los demás le ayuden, porque estará siempre solo:
¡pero con la alegría de obrar bien, que se parece al cielo de la mañana en la
claridad!
Y como él era tan sagaz que no decía cosa que
pudiera ofender al rey ni a la Inquisición, sino que pedía la bondad con los
indios para bien del rey, y para que se hiciesen más de veras cristianos, no
tenían los de la corte modo de negársele a las claras, sino que fingían
estimarle mucho el celo, y una vez le daban el titulo de "Protector
Universal de los Indios", con la firma de Fernando, pero sin modo de que
le acatasen la autoridad de proteger; y otra, al cabo de cuarenta años de
razonar, le dijeron que pusiera en papel las razones porque opinaba que no
debían ser esclavos los indios; y otra le dieron poder para que llevase
trabajadores de España a una colonia de Cumaná donde se había de ver a los
indios con amor, y no halló en toda España sino cincuenta, que quisieran ir a
trabajar, los cuales fueron, con un vestido que tenía una cruz al pecho, pero
no pudieron poner la colonia, porque el "adelantado" había ido antes
que ellos con las armas, y los indios enfurecidos disparaban sus flechas de
punta envenenada contra todo el que llevaba cruz. Y por fin le encargaron, como
por entretenerlo, que pidiese las leyes que le parecían a él bien para los
indios, "¡cuantas leyes quisiera, pues que por ley más o menos no hemos de
pelear!", y él las escribía, y las mandaba el rey cumplir, pero en el
barco iba la ley, y el modo de desobedecerla. El rey le daba audiencia, y hacía
como que le tomaba consejo; pero luego entraba Sepúlveda, con sus pies blandos
y sus ojos de zorra, a traer los recados de los que mandaban los galeones, y lo
que se hacía de verdad era lo que decía Sepúlveda. Las Casas lo sabía, lo sabía
bien; pero ni bajo el tono, ni se cansó de acusar, ni de llamar crimen a lo que
era, ni de contar en su "Descripción" las "crueldades",
para que el rey mandara al menos que no fuesen tantas, por la vergüenza de que
las supiera el mundo. El nombre de los malos no lo decía, porque era noble y
les tuvo compasión. Y escribía como hablaba, con la letra fuerte y desigual,
llena de chispazos de tinta, como caballo que lleva de jinete a quien quiere
llegar pronto, y va levantando el polvo y sacando luces de la piedra.
Fue obispo por fin, pero no de Cusco, que era
obispado rico, sino de Chiapas, donde por lo lejos que estaba el virrey, vivían
los indios en mayor esclavitud. Fue a Chiapas, a llorar con los indios; pero no
sólo a llorar, porque con lágrimas y quejas no se vence a los pícaros, sino a
acusarlos sin miedo, a negarles la iglesia a los españoles que no cumplían con
la ley nueva que mandaba poner libres a los indios, a hablar en los consejos
del ayuntamiento, con discursos que eran a la vez tiernos y terribles, y
dejaban a los encomenderos atrevidos como los árboles cuando ha pasado el
vendaval. Pero los encomenderos podían más que él, porque tenían el gobierno de
su lado; y le componían cantares en que le decían traidor y español malo; y le
daban de noche músicas de cencerro, y le disparaban arcabuces a la puerta para
ponerlo en temor, y le rodeaban el convento armados,—todos armados, contra un
viejo flaco y solo. Y hasta le salieron al camino de Ciudad Real para que no
volviera a entrar en la población. Él venía a pie, con su bastón, y con dos
españoles buenos, y un negro que lo quería como a padre suyo: porque es verdad
que las Casas, por el amor de los indios, aconsejó al principio de la conquista
que se siguiese trayendo esclavos negros, que resistían mejor el calor; pero
luego que los vio padecer, se golpeaba el pecho, y decía: "¡con mi sangre
quisiera pagar el pecado de aquel consejo que di por mi amor a los
indios!" Con su negro cariñoso venía, y los dos españoles buenos. Venía
tal vez de ver cómo salvaba a la pobre india que se le abrazó a las rodillas a la
puerta de su templo mexicano, loca de dolor porque los españoles le habían
matado al marido de su corazón, que fue de noche a rezarle a los dioses: ¡y vio
de pronto las Casas que eran indios los centinelas que los españoles le habían
echado para que no entrase! ¡Él les daba a los indios su vida, y los indios
venían a atacar a su salvador, porque se lo mandaban los que los azotaban! Y no
se quejó, sino que dijo así: "Pues por eso, hijos míos, os tengo de
defender más, porque os tienen tan martirizados que no tenéis ya valor ni para
agradecer." Y los indios, llorando, se echaron a sus pies, y le pidieron
perdón. Y entró en Ciudad Real, donde los encomenderos lo esperaban, armados de
arcabuz y cañón, como para ir a la guerra. Casi a escondidas tuvo que
embarcarlo para España el virrey, porque los encomenderos lo querían matar. Él
se fue a su convento, a pelear, a defender, a llorar, a escribir. Y murió, sin
cansarse, a los noventa y dos años.
203 comentarios:
«El más antiguo ‹Más antiguo 201 – 203 de 203Egunon Kinka... zumbaaa!
Tu desayunando y yo voy haber si almuerzo para darle un empujón a la tarde.
Que tengas un buen comienzo de semana con tus artistas en potencia.
Besarkada (abrazo)
Bale Silvio.
No es por disculparme, pero yo sabía lo de los cuentos de arañero por esta segunda cita y de hecho, los bajé la semana pasada pero por esas cosas de la asociación de ideas, pensé que ssate libro que se publíca bajo ese título, sería otra cosa y....a lo mejor (cada rato me parece más lógico) es lo mismo.
Gracias por la crítica. Suelo ser cuidadoso, pero intentaré afinar más.
Por cierto, acabo de poner una nueva entrada con un interesante artículo que David Brooks escribió para La Jornada: "Libertad condicional"
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