martes, 5 de febrero de 2013

“La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida”


Palabras de Eusebio Leal Spengler, Historiador de la Ciudad de La Habana, en el acto de clausura de la III Conferencia Internacional Por el Equilibrio del Mundo. Palacio de Convenciones, 30 de enero del 2013.
Queridos compañeros de la Presidencia;
Participantes en este evento:
Sería un acto de vanidad, en mi caso, tratar de resumir o concluir todo cuanto se ha dicho. Creo que todas las palabras, todos los sentimientos, han estado contenidos en los discursos, en las ponencias y en las conferencias que tantos amigos de Cuba, tantos cultores de la obra de Martí, han expresado en estos días y en estas horas.
Momentos muy emocionantes serán, sin lugar a dudas, inolvidables, como el instante en que recibe el merecido premio, otorgado por la UNESCO, nuestro querido hermano Frey Betto, y sus palabras de gratitud. Exactamente igual, la presentación del libro de Fernando Morais, quizás una apelación importantísima al reconocimiento mundial de una causa a la cual estamos abrazados no solamente los familiares de los jóvenes cubanos cautivos en injusta prisión, sino también el pueblo de Cuba, también muchos amigos de Cuba y muchos amigos de las causas justas y solidarias.
Pero lo más interesante del evento ha sido, sin lugar a dudas, su propia esencia como convocatoria: Por el Equilibrio del Mundo. Se ha ponderado la necesidad y la urgencia de hallar, como en la naturaleza humana, en el carácter de los individuos, en la relación entre los hombres y las naciones, ese equilibrio indispensable que marca el respeto al otro, la consideración de la unidad en la diversidad y, desde luego, la importancia de las ideas.
Se ha mencionado insistentemente la palabra Revolución. No podía ser de otra forma porque violaría el homenaje justo y el tributo que rendimos a aquel que fue, sin lugar a dudas, uno de los más grandes y apasionados revolucionarios, cuya epopeya en tan corto tiempo de vida siempre nos sorprende y conmueve. Es el hombre que llega, desde la humildad de su cuna, a ser considerado el primero entre nosotros; aquel que con palabras llenas de ternura y con una singular espiritualidad que no admitió de forma alguna el yugo de ningún condicionamiento, defendió la libertad, el derecho a pensar, la justicia social; aventuró, como el principal dilema de su propio pueblo, desatar las cadenas que ungían al yugo de la esclavitud a una parte de la humanidad sobre el suelo de Cuba.
Cuando triunfó la Revolución Cubana en 1959, apenas habían pasado siete décadas de la abolición de la esclavitud. Uno de los intelectuales cubanos de más mérito, Miguel Barnet, pudo escribir una novela basada en la vida y en el testimonio del hombre que, aún anciano, había sido precisamente parte de aquel dilema, y al mismo tiempo parte de su solución, porque fue hombre sin libertad y un luchador por la libertad.
Conocí a muchas personas unidas a esa memoria, hijos y nietos de esclavos africanos en Cuba. Por eso, la madurez martiana comienza en el instante en que, acompañando a su padre en el entorno de la zona del Hanábana, observa a un esclavo que pende de una cuerda sobre un árbol. Le espanta la idea del sacrificio, del dolor humano, y jura consagrarse a la gran causa emancipadora.
Otro elemento esencial es que hay, no digo una premeditación, sino una especie de índice que marca sus pasos a lo largo de una vida breve. Le llevó a pulsar cientos y miles de páginas con aquella letra perfecta que admiraron sus maestros y que se fue deformando en el tiempo, en la búsqueda precisamente de un tiempo del cual ya nunca pudo disponer.
Herido en lo más íntimo de su ser por una condena injusta que él aceptó como premio y castigo a su temprano amor por Cuba, el yugo abrió en su pierna y en lo más íntimo de su condición humana una herida que no sanó nunca. La joya que más apreció fue precisamente un anillo de hierro, forjado con aquel fragmento del yugo que un joyero había convertido para él, en un matrimonio simbólico, con una esposa superior a toda pasión carnal. La esposa era Cuba, su amor infinito.
La búsqueda de otro amor casi le fue imposible. Lo tentó en el mundo, porque Martí fue ante todo hombre, y hombre de pasiones; lo tentó en distintas oportunidades, hasta en una fallida relación matrimonial. Pero, por sobre todas las cosas, Cuba fue, desde temprano, el perfil buscado en cada rostro, el que aparece en su hermoso poema dedicado precisamente a Carmen, la joven muchacha cubana que conoce en México:
El infeliz que la manera ignore
De alzarse bien y caminar con brío
De una virgen celeste se enamore
Y arda en su pecho el esplendor del mío.
Lo buscó en el rostro esquivo de la bella Rosario de la Peña, por la cual se había quitado la vida, en un rapto de pasión y de despecho, el poeta mexicano Manuel Acuña, grabándola para siempre:
En ti pensaba y en tus cabellos
Que el mundo de la sombra envidiaría
Y puse un punto de mi vida en ellos
Y quise yo soñar que tú eras mía.
Lo colocó en el amor ingenuo, devoto e inocente, de María – evocada por el Presidente Colom –, en los días solitarios de Guatemala, cuando el Doctor Torrente deslumbra a los jóvenes estudiantes con su palabra, que era, como él definió, “más agradable la visión del río y del torrente que del lago manso.”
Él, que creyó profundamente en una vida eterna, no se sometió al yugo de religiosidad alguna; simple y sencillamente practicó el amor compasivo, la solidaridad callada, la intensidad profunda, que le llevó a exclamar que “si no existiese una vida más allá, sería esta una mascarada bárbara”.
Todo eso está contenido en esa figura pequeña, que ahora nos demuestra que nada es pequeño para un ser humano grande, sea mujer, sea hombre. Esa figura que pasó a convertirse en el Maestro en el exilio; que se convirtió en el amado y amable maestro de los niños; el que escribió palabras hermosas para ellos y dedicó en La Edad de Oro las semblanzas vitales y fundamentales que han de tenerse en América para entender nuestro destino.
Ahí está, en su magnífica sobriedad como de marfil, el padre Hidalgo; ahí está Bolívar, evocado por él intensamente en Nueva York, describiéndolo en la magnitud de su obra inacabada, en la fe en su destino; está en San Martín, en sus renunciamientos, en su modestia, en la figura del abrazo de Guayaquil, que le conmueve; está fundamentalmente en el padre Hidalgo, en el que lanzó a vuelo las campanas de Dolores. Todo eso, con ternura infinita, en el mismo momento en que se dedica y consagra a convocar a los cubanos a algo que es indispensable para ellos, para nosotros y para ustedes, comprendido ese plural en todos los que nos reunimos aquí o no están: la unidad necesaria, cómo alcanzarla, cómo alcanzar la unidad dentro de tan pronunciada singularidad, cómo ser finalmente uno solo, y cómo alcanzar –como exclamaba hace un momento el ministro de Venezuela– de alguna manera la posibilidad de romper las infinitas fronteras, los debates que han llevado al derramamiento de la sangre, aun de los padres fundadores. ¿Quién no llora todavía por esas heridas? ¿Quién no piensa en la soledad de San Pedro Alejandrino en Santa Marta? ¿Quién no piensa en San Martín, que jamás pudo regresar después de una decepción que nunca le apartó del culto a la libertad? ¿Quién puede, sino aquellos que logren vencer fronteras y dolores? Es la de O’Higgins en su refugio de Lima; es la del padre Hidalgo y de Morelos, decapitados y exhibidos, como si con su sangre se impidiese precisamente alcanzar el destino verdadero; es el antiimperialista, y que comprende que su verbo, su palabra, su esperanza, su íntima convicción, debían alcanzar y abrazar a los cubanos, en cualquier parte del mundo, y traerlos a Cuba a una lucha para la cual creó un instrumento político, quizás el primero de su género, un partido de la unidad para dirigir una guerra de liberación nacional, como diríamos hoy; un periódico que resumiese el pensar de tantos cubanos y de distintas formas de expresión, un periódico que llevaría el nombre simbólico y hermoso de Patria.
En ese espacio de país, que es naturaleza; de patria, que es poesía y ansiedad y de nación, que es leyes y estado de derecho, decursa su vida breve. Decursa una vida breve, y sin embargo tiene tiempo para la literatura, para el arte, para el amor entrañable al hijo, para los hijos que nacieron de su voluntad de amar; es aquel que quiere por sobre todas las cosas, ¡por sobre todas las cosas!, verse en definitiva coronado por el único destino que a veces, como decía su madre, es el destino de los precursores.
Por eso, quizás su carta a Máximo Gómez, convidando al ilustre dominicano a la lucha por Cuba, evoca el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres.
Es por eso que esta vida resulta para nosotros ejemplar; la vida efímera en Cuba, el tránsito por España, donde encontró la tierra de sus padres que le quisieron; la madre, que no entendió su destino pero a la cual dedicó –el mismo día en que firmaba el Manifiesto de Montecristi y la carta a Federico Enríquez Carvajal– esa carta bella que todos los cubanos recordamos: “Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en usted”.
Ese sentimiento de creer que ella lo espera en la distancia y lo que él define como “la cólera de su amor” es precisamente una parte de su vida, o acaso el llanto de su padre cuando vio la herida mortal y gangrenosa en la pierna, el testículo rozado por la cadena; los llantos de aquel hombre al que supo querer y amar entrañablemente, porque existió entre ellos esa complicidad secreta que le obliga a manifestar el día en que conoce que ha muerto que con él desaparece una parte de su vida.
Padre amoroso, no pudo criar al suyo con delicadeza y con pasión. Lo vio furtivo, extraviado, raptado de su compañía. Él volvería a Cuba años después, y en el campo de batalla, con apenas 16 años o 17 –la misma edad con que su padre había ingresado en el presidio– pregunta al último compañero que le acompañó o que le sirvió como asistente en la muerte cómo habrían sido aquellos últimos instantes.
Es el Orestes de la clandestinidad, que es capaz de convocar a la lucha y ponerse al frente de esa lucha. Es aquel que ha logrado pasar del último escalafón de inacabables oradores en actos patrióticos cubanos por el 10 de Octubre, fecha de la emancipación y del Padre de la Patria, hasta el 27 de noviembre, quizás el más doloroso sacrificio, el más duro holocausto pagado por la juventud cubana ante un paredón inicuo en el cual se extingue la vida de los jóvenes, no por un crimen que nunca cometieron, sino como dijo su propio ejecutor, por ideas políticas.
Si esto es verdad, entonces entendemos su verso en España, en medio de fiebres dolorosas, cuando exclaman por él que caminan a su lado, que sus sombras le acompañan.
Es el Martí peregrino de la libertad; el orador tremendo que es capaz con la escasa tecnología apenas descubierta, con una voz bella, como aún dan testimonio los que le escucharon, de llegar con discursos muy elaborados al corazón de la gente, que es lo importante.
¿Cómo era posible que un literato de su magnitud, un poeta de su talla, saludado entre los mejores de la lengua, pudiese presentarse ante el corazón de los trabajadores, de los jóvenes, de los humildes? Las palabras, hoy, de Luiz Inácio Lula da Silva abogando y refiriéndose precisamente a la sensibilidad de los trabajadores, nos explican el por qué le siguieron sin vacilación los jóvenes o los ancianos tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso o de Ibor City, por qué dieron su salario, su dinero, por qué dieron todo lo que tenían, y dieron lo más precioso: sus hijos jóvenes. Eran esos hijos los que debían partir a Cuba y unirse al esfuerzo colosal del pueblo cubano. Salieron sobre una barca, un día promisorio, hacia las costas de Cuba, con escasos compañeros, entre ellos el gran héroe, el dominicano ilustre, el vencedor de Las Guásimas y de El Naranjo, de Palo Seco y La Sacra, que los acompañó en aquella barquichuela que un capitán alemán, conmovido, dejó a la bartola sobre las olas del mar en la noche oscura.
Se abrió la luna, y la deseada costa de Cuba después de un largo exilio finalmente. Descubrió un pueblo generoso, ese pueblo y ese país del interior y de lo profundo, que él no había podido conocer en sus años juveniles. Le sorprendieron los árboles, la naturaleza, los testimonios de la gente. No le espantaba la muerte.
Próximo a la orilla de la playa, se reunieron los expedicionarios y, aunque aún no estaba constituida la República, le proclamaron General del Ejército. Él, que era un civil por excelencia, era ahora un soldado, un mayor general. Uno que creyó que la guerra era necesaria cuando la consideró inevitable; uno que tenía espanto a la sangre ya no le temía; uno que creyó en la generosidad del adversario iba a atravesar el triángulo mortal en un lugar donde coinciden los grandes ríos del oriente de Cuba: el Cauto y el Contramaestre.
Mi verso crecerá bajo la hierba y yo también creceré. Siento dentro de mí un cántico que no puede ser otro que el de la muerte.
¿A qué apostó? ¿Para qué han servido sus poderosas ideas? Fidel lo reclama como autor intelectual del Moncada con absoluta propiedad, recuperó para él el título que los maestros cubanos le dieron en el exilio y que enseñaron tesoneramente en las aulas de Cuba: Apóstol. ¿Cómo no considerarlo apóstol, si no vivió en francachelas ni en disipaciones, sino entregado por completo a un apostolado de convencimiento que le llevó a prescindir de todo cuanto es amable a un hombre: el amor carnal, la familia, el amor por la belleza, por los libros bellos, por la buena mesa? Todo quedó reducido, y además con felicidad, y lo describe así el testigo de su último discurso en vísperas de la muerte sobre los campos de Cuba: “La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida.”
El héroe del Moncada lo tuvo por ejemplo, lo tuvo por figura fundamental. Lo buscó ansiosamente con los testigos de aquel tiempo para saber de aquel pensamiento y de aquella idea, y desde entonces nos obsedía el principio: unidad, unidad, unidad.
Solo Fidel pudo alcanzarla desde el poder político. Cuando se vive en la clandestinidad o en la insurrección, solo se puede planear y soñar. Solo el poder permite cambiar la sociedad y la historia.
Por eso el debate terrible, por eso la expectativa de los lobos ante el líder herido que supera la cuesta dolorosa de la montaña para volver a vivir y volver. Por eso Cuba, que guarda todavía aquella palabra dicha en el momento del despecho de un destierro inmerecido: “Venezuela tiene en mí a un hijo”. He aquí el cumplimiento de tu palabra, Maestro: ¡Está con nosotros! Y seguramente se salvará por nuestras plegarias y nuestra voluntad. La salvación no está siquiera en la pervivencia carnal de un hombre; la vida de Martí lo demuestra: llegaría un día en que hasta las piedras se levantarían para defender los derechos de Cuba. Con su nombre y por su nombre hemos resistido.
Hermosa patria nuestra, hermosa isla, isla hermosa y bella en este Mediterráneo americano en que se fundieron culturas y civilizaciones. No renunciamos a una sola parte de esas culturas y civilizaciones, sería un acto absurdo y obtuso. Hablamos en las lenguas que el azar o el destino trajeron sobre estas aguas turbulentas y azules. Sentimos en la masa indígena de América la precedencia de pueblos antiguos, que no fueron derrotados en su cultura ni en su pervivencia moral ni espiritual, como afirmaba el expresidente Colom, cuando evocaba el significado de los días en la profecía maya.
Nosotros somos de cualquier manera los hijos del encuentro de los mundos. Por eso Martí afirmaba categóricamente que “cubano es más que negro, más que blanco, más que mulato”. Es una condición superior. Y esa condición es la condición de nosotros, los americanos; de nosotros, los que sentimos en la ardorosa palabra de Miranda, de Viscardo y Guzmán, de los grandes precursores, el llamamiento a amar a Nuestra América; nosotros, que sentimos todavía el verso y la literatura y las cartas del inca Garcilaso de la Vega, que sentimos el poema ardoroso de Sor Juana Inés de la Cruz; nosotros, que vemos en la Virgen Santa Rosa de Lima el fruto de ese encuentro, o en San Martín de Porres, con una escoba, esclavo donado a un monasterio dominico, el fruto de una unión y de una realidad cultural que está por encima de los prejuicios de la sangre y de la limitaciones de las propias culturas.
¡O somos un género humano que comprenda sin diferencias la riqueza infinita de la cultura que va por encima de la sangre, o no seremos! Sangre y cultura amalgamada han estado presentes en este encuentro. Otra palabra sería vanidad.
Que pronto se abran las celdas que guardan a los nuestros. Que regrese a su tierra el querido hermano y compañero. Que Martí no es llenar nuestro país ni el mundo de bustos y de proclamas; que es verlo completo, que es verlo en sus cartas, en sus discursos elocuentes, en sus arrobadoras palabras a los hombres cubanos, en lo que dijeron de él, en lo que dijo Gabriela Mistral y dijo Pablo Neruda, en lo que dijo Juana de Ibarbourou, en lo que escribieron Cintio Vitier y Fina García-Marrúz, lo que dijeron en definitiva, los que fueron testigos del tiempo que les tocó vivir.
No hay para ti, Maestro, muerte. La muerte no es verdad cuando se ha cumplido la obra de la vida. Y si la muerte viene, se convertirá, como lo fue para ti, en un canto de gloria.
¡Viva Martí!

204 comentarios:

«El más antiguo   ‹Más antiguo   201 – 204 de 204
Luis Gómez dijo...

Saludos

Si las ocho propuestas mínimas sobre desarrollo rural no llevaran las firmas de los delegados de las FARC-EP, se podría pensar que fueron elaboradas por un funcionario de Naciones Unidas. Comida, agua y ambiente sano, tres ideas que tienen con los pelos de punta al presidente de Fedegán (federación de ganaderos de Colombia) y sus seguidores.


En los estrechos callejones que se forman entre los miles de kilómetros de alambradas que encierran el ganado vacuno o los cultivos de palma se ve muchísima gente viviendo en chozas antediluvianas y centenares de perros flacos que salen disparados tras la polvareda que levantan los veloces carros de los patronos. Niños y niñas, en cueros, comiendo guayabas y viendo ordeñar con la boca abierta. Sólo a una mente puñetera se le puede ocurrir que esos colombianos muertos de hambre son felices.

He observado con lupa los ocho mínimos que formulan las FARC sobre el tema agrario y no encontré una sola frase que se oponga al concepto de inversión o negocio privado. En cambio proponen, y en esto coinciden con los programas más adelantados de los partidos políticos modernos, que toda explotación de recursos se haga conforme a una rigurosa legislación que proteja el espectro socio- ambiental. Unos mínimos para sacar el máximo provecho en términos humanos.

Artículo completo:http://www.semana.com/opinion/articulo/las-modernas-propuestas-farc/332372-3

Manuel R. dijo...

Hola hola estoy vivo! Sobreviví otra tormenta en la yuma esta vez de nieve. Saludos.

silvio dijo...

Manuel R, gracias por reportar (veremos lo que nos toca de eso a los tropicales).

Segundaciter@s: hay una nueva entrada.

Anónimo dijo...

Silvio pasa por chile quedaron tantas canciones por tocar

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