jueves, 27 de febrero de 2014

El pescador de Algeciras que revolucionó el flamenco

Por Armando Tejeda
Madrid, 26 de febrero.
Paco por Oswaldo Guayasamín
Paco de Lucía, el pescador de Algeciras que revolucionó el arte del flamenco, falleció el martes tras sufrir un infarto mientras jugaba con sus nietos en un playa de la Rivera Maya, donde pasaba largas temporadas descansando, ensayando, disfrutando de lo que él llamaba el “paraíso” y perfeccionando cada día su virtuosismo.
Murió en la sala de urgencias de un hospital de Playa del Carmen. Tenía una casa en Tulum. España, gran parte del mundo y todos los amantes del arte flamenco y de la música lloraron su partida.
El nombre de Paco de Lucía se puede equiparar por importancia y ascendencia en la historia del arte del siglo XX con figuras españolas de la talla de Federico García Lorca, Camarón de la Isla, Rafael Alberti, Pablo Picasso o Pau Casals. Era, según todos los críticos, flamencólogos y aficionados del arte flamenco, el guitarrista “más grande” que jamás haya existido, el que cambió para siempre la forma de entender un arte encerrado en sí mismo y, al mismo tiempo, degradado por una sociedad displicente con su condición de arte “folclórico” y encima “gitano”. Él, junto a Camarón de la Isla, lo fusionaron con otros géneros y músicas –como el jazz, el bossa nova o la de concierto–, además de incorporar nuevos instrumentos y una nueva forma de llevar con orgullo su esencia.
Profundo arraigo a las costumbres
     Paco de Lucía se llamaba en realidad Francisco Sánchez Gómez. Nació en un pueblo de pescadores del sur de España, Algeciras, en 1947. Era hijo de una familia pobre, con profundo arraigo a las costumbres de la localidad, que se distinguía por la dedicación a la pesca desde temprana edad y, también, a dejarse llevar por el influjo del arte flamenco.
Cádiz es una de las regiones más fértiles de España en cuanto a genios del arte flamenco, pero Paco de Lucía se dedicó primero a la pesca, para ayudar a la familia a cubrir las necesidades más básicas de alimentación, ropa y cobijo.
Creció en una “barriada” típica de Algeciras, de gente humilde, de pescadores, en la que además abundaban los niños y jóvenes con el nombre de Francisco o Paco. Así que a él, por ser hijo de Lucía “la portuguesa”, le comenzaron a llamar desde niño Paco el de Lucía. Con el tiempo su nombre artístico se quedaría simplemente en Paco de Lucía.
Sus primeras enseñanzas en la guitarra se las dio su propio padre, un hombre obsesionado con la perfección y muy exigente, lo que, según explicó en diversas entrevistas durante su vida, eso lo marcó para siempre y lo hizo asumir su condición de guitarrista con una dedicación enfermiza y severa, que lo llevaba a buscar en todo momento la perfección total. Y así lo hizo a lo largo de toda su carrera, en la que tocó con los más grandes flamencos del siglo XX, pero también con otros genios de la música.
Fue en Madrid donde surgió la mítica pareja El Camarón-De Lucía, tan virtuosa y purista como renovadora del flamenco y que se tradujo en más de 10 discos de estudio, como El duende flamenco (1972) y Fuente y caudal (1973). En 1981 fundó su Sexteto, con Ramón de Algeciras (segunda guitarra), Pepe de Lucía (cante y palmas), Jorge Pardo (saxo y flauta), Rubén Dantas (percusión) y Carles Benavent (bajo), lo que le permitió crear el concepto actual de grupo flamenco.
Paco de Lucía es el guitarrista flamenco más elogiado, celebrado, grabado y premiado en la historia. Su arte sólo es equiparable, para los expertos y los críticos, a la huella que dejó Camarón de la Isla. Ambos lucharon por dignificar a la guitarra flamenca hasta convertirla en arte “de categoría” sin que perdiera su esencia popular. Su irrupción en el mundo del flamenco estuvo plagada de adversidades, en gran parte porque durante el llamado “tardofranquismo” –la última etapa de la dictadura fascista de Francisco Franco–, en la sociedad seguía instalada la idea de que el flamenco era sinónimo de folclor “barato” y “vulgar” y sus ejecutores, los artistas, unos “maleantes” a los que se tenía que “mantener lejos”, según cuenta José Manuel Gamboa en su Historia del flamenco.
Paco de Lucía, que popularizó como nadie el mítico Concierto de Aranjuez, del compositor español Joaquín Rodrigo, fue de hecho uno de los primeros artistas flamencos en tocar en los teatros reservados entonces a la música culta, como el Teatro Real, centro de la ópera española.
Durante su primera etapa como renovador de la guitarra flamenca, cuando España empezaba a disfrutar de la libertad tras la caída de la dictadura, De Lucía fue entrevistado en Televisión Española (TVE) y ahí ofreció una de las versiones más sinceras y profundas del guitarrista: “El ridículo se puede evitar; la muerte, no; es inevitable... Lo peor de todo sería una muerte ridícula. Por ejemplo, morir en una guerra”.
Era una época de enorme crispación y convulsión política en España, hasta el punto de que esas palabras fueron el motivo de que un militante de Fuerza Nueva –la organización fascista creada para enaltecer al dictador Franco– lo insultó y lo golpeó en la calle. Así lo contó el propio De Lucía: “Unos días después un chico de Fuerza Nueva me llamó chulo (prepotente) y me golpeó, diciéndome que a él le habían matado un hermano en la guerra y que no consideraba que su muerte hubiera sido ridícula, sino heroica”.
Entre los numerosos galardones y reconocimientos que recibió De Lucía destacan el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, un Grammy al mejor álbum flamenco, en 2004; el Premio Nacional de Guitarra de Arte Flamenco; la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes 1992; el Premio Pastora Pavón La Niña de los Peines 2002, y el honorífico de los Premios de la Música en ese año.
Duelo de un pueblo
      Las banderas en Algeciras, el pueblo natal del guitarrista, ondearon a media asta todo el día. Era la señal de duelo de un pueblo que lloró su muerte nada más conocer la noticia. De inmediato centenares de personas fueron a la sede del Ayuntamiento para escribir algo, unas palabras de despedida, al “maestro” en el libro de condolencias. Y a esperar, en compañía, el traslado de su cuerpo para darle la última despedida.
Entre las primeras reacciones a su muerte la más destacada fue la de su propia familia, que difundió un pequeño pensamiento sobre su fallecimiento: “Miércoles 26 de febrero de 2014... el dolor ya tiene fecha para nuestra familia. Anoche se nos fue el padre, el hermano, el tío, el amigo y se nos fue el genio Paco de Lucía. No hay consuelo para los que lo queremos y conocemos, pero sabemos que para los que lo quieren sin conocerlo tampoco. Por eso, queremos compartir con todos ustedes un abrazo y una lágrima, pero también nuestra convicción de que Paco vivió como quiso y murió jugando con sus hijos al lado del mar. La vida nos lo prestó unos maravillosos años en los que llenó este mundo de belleza y ahora se lo lleva... Gracias por tanto... y buen viaje amado nuestro”.
“Marcó un antes y un después”
José Mercé, otra figura del arte flamenco, expresó su profundo dolor ante la partida de un “monstruo de la guitarra que nadie podrá ni siquiera igualar en los próximos 200 años. Más de lo que ha hecho Paco por el flamenco no lo ha hecho nadie”.
El crítico y productor Enrique Montiel, biógrafo de Camarón de la Isla, con el que Paco tuvo una gran amistad, explicó que ha sido una figura “gigantesca” que marcó “un antes y un después” en el flamenco y que, con su “virtuosismo absoluto”, traspasó “la barrera del sonido”. “Es imposible sobreponerse a la impresión de la noticia de su muerte, un mazazo totalmente inesperado”, señaló Montiel.
El ministro de Educación, José Ignacio Wert, afirmó que Paco de Lucía y Camarón de la Isla “construyeron el flamenco contemporáneo. Fueron dos jóvenes que se encontraron y se enamoraron. Eran dos músicos con los papeles cambiados, porque a Camarón le encantaba la guitarra y a Paco el cante. Tuvieron una relación personal extraordinaria en una época extraordinaria. Vivieron en una burbuja de creatividad y buen rollo”.
Juan Gómez Chicuelo, guitarrista flamenco, dijo, por su parte, que “Paco de Lucía ha sido una persona determinante en mis inicios, por su magia y por su fuerza. Ha sido la persona más importante, la más influyente, la que ha puesto el flamenco donde está. Tenía una técnica y una creatividad fuera de lo normal. Irrepetible. Era un genio irrepetible”.
El adiós de todo el mundo de cultura, de la música, del arte, de la poesía y hasta de la política fue unánime. Había muerto, por sorpresa el “pescador de Algeciras” que revolucionó el arte flamenco, el hombre que gracias a su guitarra se convirtió en una leyenda viva y en una de las figuras más importantes del arte flamenco en el siglo XX.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2014/02/27/espectaculos/a02n1esp

lunes, 24 de febrero de 2014

¡Qué fallo!

                                por Guillermo Rodríguez Rivera

Las verdaderas revoluciones son siempre difíciles. Che Guevara sabía algo de eso y decía que, en las verdaderas, se vence o se muere, porque una revolución no es una tranquila, pacífica obra de beneficencia, como cuando las encopetadas damas de la alta sociedad salen a hacerle caridad a los que no tienen justicia.

Una revolución es un vuelco, una ruptura, un abrupto cambio de perspectiva. Es cuando los oprimidos dejan de creer en que los que mandan –los que los oprimen– tienen la verdad de su lado, y piensan que el mundo puede ser diferente de como ha sido hasta entonces.

Pero claro que los opresores no se resignan a abandonar sus posiciones de dominio y luchan a vida o muerte por ellas, aunque aparentemente, los “otros” sean sus connacionales: enseguida se enajenan de la mayoría del pueblo, porque las revoluciones –no los golpes de estado– siempre son obra de la mayoría.

En un respetuoso diálogo con el presidente venezolano aunque no tanto con sí mismo, el cantautor Rubén Blades, hace años uno de los abanderados de la canción social en América Latina, expone su concepto de revolución:

            Para mí, la verdadera revolución social
            es la que entrega mejor calidad de vida a
            todos, la que satisface las necesidades
            de la especie humana, incluida la necesidad
            de ser reconocidos y de llegar al estadio
            de auto-realización, la que entrega oportunidad
            sin esperar servidumbre en cambio.
            Eso, desafortunadamente, no ha ocurrido
            todavía con ninguna revolución[1].

Ni va a ocurrir en ninguna revolución verdadera, Rubén. No era sino la voluntad de mejorar la calidad de vida de la gente lo que inspiró la Reforma Agraria cubana, que entregó parcelas a miles de campesinos sin tierra y, esencial para procurar mejor calidad de vida, fue la alfabetización cubana de 1961, porque no hay autorrealización sin saber leerpero enseguida llegaron la invasión de Bahía de Cochinos y el bloqueo económico que es repudiado cada año en la ONU, aunque acaba de cumplir 52.

Me fascina esa idea de que una revolución social “satisface las necesidades de la especie humana”, y claro que eso solo lo hace una revolución cuando se la ve históricamente: no habría democracia ni derechos humanos sin la prédica de los iluministas: sin Voltaire, Montesquieu, Rousseau, pero los que llevaron adelante esas ideas en la práctica social, los que las impusieron como “necesidades de la especie humana” –Danton, Marat, Robespierre , porque las monarquías gobernaban por derecho divino– guillotinaron a la aristocracia francesa que se rebeló contra ellas, la aristocracia que ahogaba en sufrimientos, en miseria los derechos de los sans culottes, acaso los que Evita Perón llamó en su momento “los descamisados” y Martí “los pobres de la tierra”. 

El tiempo ha pasado, nos recuerda Blades, pero los derechistas venezolanos llaman “los tierrúos” a esos pobres sin zapatos que ellos explotan en el siglo XXI. Es imposible que una revolución haga felices a los dos grupos, porque la revolución va a dar justicia, y hacer justicia no es una fiesta de cumpleaños.

Es decir que nunca ha habido una revolución social como entiende Blades que debe ser. ¿Será que él no sabe lo que es una revolución social? Según se deduce de lo que escribe, no lo la sido ni la inglesa, ni la francesa, ni la rusa, ni la mexicana, ni mucho menos la cubana que lideró Fidel Castro. Presumo que tampoco la venezolana de hace doscientos años, pese a que Blades escribe de esa Venezuela que ama como “el pueblo de Bolívar”. Y ¿qué hizo el Libertador? ¿Una tranquila y plácida obra de bienestar social? No gritó Patria o Muerte, sino que firmó un decreto de guerra a muerte para los enemigos de la patria, que eran los de la revolución.

Blades no sólo lo proclama ahora en esa respuesta a Maduro, sino que lo cantaba en sus canciones latinoamericanistas: “de una raza unida, la que Bolívar soñó”. Entonces, ¿el intento de realizar el sueño de Bolívar no es el proceso integrador que emprendió Chávez, y que enfrenta a un imperio que nos quiere divididos, sino que únicamente servirá para mover el culo bailando salsa? Y cantar a voz en cuello: “A to’a la gente allá en los Cerritos que hay en Caracas protégela”. A “to’a esa gente” la protegen, además de María Lionza, los médicos de Barrio Adentro, porque esos que gritan y agreden en las calles no se ocuparon jamás de la salud de los venezolanos humildes.

Tal vez fue María Lionza la que los mandó a bajar de los Cerritos, cuando el golpe de estado de abril de 2002, para sitiar el ocupado palacio de Miraflores y exigir el regreso del presidente que habían elegido.  No te dejes confundir, Blades, “busca el fondo y su razón”, y trata de entender las revoluciones de la historia, no las que soñamos para tranquilizarnos.

Para Blades, el programa político del chavismo “obviamente no es aceptado por la mayoría de la población”. Lo que quiere decir que la mayoría que eligió a Maduro, no lo es.  Blades ignora las 18 elecciones ganadas por el chavismo y el casi 60% de votantes que el PSUV obtuvo en las elecciones de diciembre que la derecha dijo que sería un plebiscitoy declara mayoría a los representantes de la vieja derecha derrocada por Pablo Pueblo, porque ese hombre –nos recordó Neruda  despierta cada doscientos años, con Bolívar.

Me recuerdo a mí mismo, en los años setenta, en el antiguo apartamento de Silvio Rodríguez, con su puerta negra en la que había golpeado el mundo, descubriendo los primeros trabajos de Rubén Blades con la orquesta de Willy Colón. Nos encantábamos de encontrar una salsa patriótica, “La maleta”, aunque sabíamos que no eran ideas unánimes entre los latinoamericanos. Ninguna idea hondamente renovadora consigue apoyo unánime, al menos cuando aparece: el poder establecido –eso que los norteamericanos llaman stablishment tiene muchos resortes, muchas maneras de “convencer”, de imponer sus intereses, y sabe que son pocos los que no ceden ante ellos.

Una cosa es cantar y otra vivir lo que se canta, y cantarlo en todas partes. Tengo vivo el recuerdo de ese extraordinario salsero que es Oscar D’Leòn, cantándole, en los años ochenta, a un público cubano que lo adoraba, que llenaba un coliseo de 15 mil localidades para escucharlo y cantar con él. Lo recuerdo feliz, arrojándose al suelo del aeropuerto de La Habana para besar la tierra de la isla al partir y, a las semanas, lo vi abjurando de su viaje a Cuba, cuando los magnates del disco en el Miami contrarrevolucionario, lo acusaron de comunista por cantar en La Habana, y amenazaron con cerrarle todas sus puertas, que eran también las más lucrativas de su realización como artista.

Oscar sabía que esa derecha, esa burguesía –y mucho menos el poder imperial que tenían detrás– no bromeaban: a Benny Moré, que era el mejor cantante de América Latina, la RCA Víctor no le grabó un disco más cuando decidió quedarse a vivir y a cantar en la Cuba revolucionaria.

Todo me lo explico, pero tengo la tristeza de que ya no podré escuchar a Rubén Blades como ese cantor de nuestra América que quiso ser. 




[1] Respuesta de Rubén Blades a Nicolás Maduro.


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Con Paco y Leo, agosto de 2012

viernes, 21 de febrero de 2014

¿Quienes son los jóvenes venezolanos?

Alejandro Fierro
Periodista y miembro de la Fundación CEPS
Los medios de persuasión de masas difunden estos días que la juventud de Venezuela es la que protagoniza las manifestaciones contra el Gobierno. Según este relato, los miles de chicos y chicas que, efectivamente, salen a las calles a protestar representarían el sentir de la totalidad de los jóvenes. El malestar que expresan por la inflación, la inseguridad o la supuesta ausencia de democracia se extendería a los más de siete millones y medio de venezolanos de entre 15 y 29 años.
Bajo estos términos, la imagen que describe la prensa es sumamente favorable para la oposición. Por un lado, unos muchachos que demandan un futuro mejor, con todas las connotaciones positivas que implica la juventud: rebeldía, libertad, fe, generosidad… Al otro extremo, las fuerzas policiales represoras al mando de un Ejecutivo, el chavista, satanizado hasta un punto grotesco.
Sin embargo, si este escenario es real, surge una pregunta. ¿Por qué el chavismo ha ganado 18 de las 19 elecciones celebradas desde 1998? Ya no cabe justificarlo en el carisma de Hugo Chávez. En los pasados comicios municipales de diciembre, a diez meses de su fallecimiento, la opción chavista triunfó con diez puntos de ventaja, una distancia impresionante después de tres lustros en el poder. Para quienes siguen anclados en la teoría del fraude electoral, cabe recordar que la limpieza de cada proceso ha sido acreditada por una nutrida observación extranjera y por la comunidad internacional. Esto comprende a jefes de Estado tan poco simpatizantes del chavismo como el colombiano Santos, el chileno Sebastián Piñera o el mexicano Peña Nieto. Hasta la delegación del Parlamento español validó la victoria de Nicolás Maduro en abril de 2013, con la firma de los dos representantes del Partido Popular incluida.
De ser cierto el relato de los medios internacionales sobre el hartazgo de la juventud, hace tiempo que el chavismo tendría que haber sido derrotado en las urnas, puesto que el 60% de la población venezolana tiene menos de 30 años.
La demoscopia puede arrojar alguna luz sobre tan extraño misterio. Recientemente se ha publicado la II Encuesta Nacional de la Juventud. Hacia veinte años que no se realizaba un estudio de estas características. Constituye un gigantesco esfuerzo –10.000 entrevistas personales a personas de entre 15 y 29 años de todo el país- para radiografiar a un sector de la población que poco tiene que ver con sus padres, dados los enormes cambios experimentados en las dos últimas décadas.
Los resultados distan mucho de la imagen de una juventud frustrada, pesimista ante el futuro, cansada de la falta de oportunidades y sedienta de una libertad que se les niega. El 90% cree que su titulación académica le brindará “muchas o bastantes posibilidades laborales”; un 93% sostiene que puede aspirar a un empleo mejor que el que tiene en la actualidad; un 98% continuará formándose, ya que piensa que los estudios le servirán para lograr un trabajo satisfactorio. Compárese esos índices con los de la España del 56% de desempleo juvenil y de los centenares de miles de nuestros universitarios que se preguntar para qué les han servido tantos años de estudio. Por el contrario, las respuestas de los venezolanos destilan optimismo acerca del porvenir.
Un 77% de los jóvenes señala que se quedará en su país, por tan sólo un 13% que afirma que se quiere marchar. Estos porcentajes refutan la propaganda mediática de que la juventud desea salir huyendo de Venezuela. Y en cuanto a la supuesta dictadura en la que se ha convertido el país, baste un dato esclarecedor: el 60% considera que el mejor sistema es el socialismo frente a un 21% que prefiere el capitalismo. A partir de estas evidencias científicas se comprende mejor por qué el chavismo encadena victoria tras victoria.
¿A quién representan entonces los jóvenes que protestan en Caracas y otras ciudades del país si no es a su mismo espectro de edad? Obviamente, a su clase social. Esto es, a las clases medias y medias altas, además de a la casta empresarial que sigue detentando un gigantesco poder. Y este sector es minoritario frente a las clases populares, que suponen más del 60% de la población.
Venezuela es un país tremendamente clasista, a pesar de que en la última década la desigualdad ha decrecido más que en ninguna otra nación de Latinoamérica, según Naciones Unidas. La división de clase se refleja también en lo racial y en lo geográfico, como se ha ratificado en las manifestaciones. La proporción de personas blancas ha sido abrumadora, aunque son tan sólo el 20% de una población que se caracteriza por la mezcla. Y el epicentro de las concentraciones se localiza en el eje La Castellana-Altamira-Palos Grandes-Sebucán, las zonas de Caracas donde el metro cuadrado es más caro. Para situar al lector español, sería como si salieran a manifestarse los vecinos del barrio de Salamanca de Madrid o de Pedralbes en Barcelona.
Lo que ocurre estos días en el país caribeño es el enésimo capítulo de la lucha de clases, esa que según el multimillonario estadounidense Warren Buffett la empezaron los ricos y la van ganando. En Venezuela comenzó hace cinco siglos y también la iniciaron los ricos. Ocurre que desde hace quince años acumulan derrota tras derrota.
Fuente:http://blogs.publico.es/otrasmiradas/1840/quienes-son-los-jovenes-venezolanos/

lunes, 17 de febrero de 2014

Palabras de agradecimiento de Aurelio Alonso


en la entrega del Premio Nacional de las Ciencias Sociales y Humanísticas.



Quien aspire a consagrar su vida al pensamiento revolucionario tiene, ante todo, que respetarse a sí mismo, y defender su pensamiento con libertad.

Compañero Bernal, compañera Zuleica, miembros del jurado,  compañeras y compañeros:

No sé si voy a lograr decir algo a la altura de lo que merecen quienes, desde el jurado y de los centros que propusieron mi nombre, han honrado mi vida de trabajo con este inmenso reconocimiento. Al Instituto Cubano del Libro, el Ministerio de Cultura y el CITMA, instituciones que patrocinan este galardón. A los amigos y amigas que han venido a compartir conmigo este momento, y a los que me han transmitido su alegría al saberlo y no han podido estar hoy aquí. Para todos son estas palabras.

De verdad que no sé cómo me va a salir. Que yo recuerde, nunca antes fui premiado, ni siquiera como estudiante de primaria en los Hermanos Maristas, de donde conservo solo medallas de plata; carezco de esa experiencia; así que no tengo el hábito. En los pocos concursos a los que he enviado trabajos recibí menciones pero nunca el premio.
De modo que, sin saber si podré responder bien a mi pregunta inicial, comenzaré estas palabras, y las terminaré, a mi manera.

¿Me sorprendió el premio? Sí y no. No podía sorprenderme del todo porque conocí que mi nombre había sido propuesto en ocasiones anteriores: era un candidato y sería ridículo no reconocerlo aquí. Claro que un candidato con pedigree de finalista, no de premiado, lo que también explica que no fuera algo que esperara. Además, uno no trabaja para ser premiado sino porque cree en la utilidad lo que hace.

De modo que sorpresa no me faltó, y conocer la decisión se tradujo para mí en la emoción intensa que provoca el hecho de que tu comunidad académica identifique en tu obra un aporte a la comprensión de la realidad vivida, a la crítica y el pensamiento creador, y a los principios éticos a los cuales has sujeto tu quehacer. No tendría palabras adecuadas para agradecerles.

De pronto me descubro premiado por primera vez en mi vida, y de la manera más rotunda. Soy la vigésimo-segunda persona en recibir este homenaje, tan grande que no acierto a convencerme de que me toca. Mi nombre se suma a una galería que se llenó, desde 1985, de figuras que respeto y admiro, algunos mis profesores, otros mis coetáneos en tiempo y quehacer. Lista donde inevitablemente faltan los nombres de los que abandonaron la vida sin recibirlo, y de otros que nos acompañan ahora y también lo merecen.

Este es un galardón que difícilmente hubiera podido ser creado antes, pero para mí el gran inspirador de la ciencia social y humanística en nuestro proceso revolucionario fue Ernesto Guevara, nuestro Che. Por la obra de esa vida tan corta que, entre el discurso fundacional de la PNR en 1959 y El socialismo y el hombre en Cuba en 1965, sembró raíces de lucidez herética para el futuro, teórico y práctico, del socialismo fundado y conducido en el siglo XX, a una altura sin precedentes, por Fidel.

El Premio me dio una profunda satisfacción, que no había calculado, y fue como una confirmación de que lo que he escrito y expresado ha sido escuchado y leído, que no ha sido inútil. Y no como algo ocasional sino a lo largo de más de medio siglo. ¡Tantas veces me he preguntado si valía la pena! O si habría errado la vocación. Profunda satisfacción,  porque me reitera también, a la vuelta de los años, que las cosas que he dicho merecen ser tomadas en cuenta. Lo recibo como un verdadero estímulo. El más importante de mi carrera de intelectual revolucionario.

Desde que recibí la noticia he pensado en muchas cosas: en todo lo que debía haber escrito y no llegué a escribir y en cómo corresponder ahora, en la medida de mis capacidades y de mi talante, a este reconocimiento. Porque el otorgamiento, que se refiere a la obra de toda una vida, incluye, generosamente, un adelanto sobre lo que no has escrito aún,  que debe ser consecuente con lo hecho hasta ahora. He pensado también en este discurso de hoy, que supongo debe recorrer lo esencial de la vida premiada, las circunstancias y escenarios que contribuyeron a moldearla, el curso de mi pensamiento, el saldo de los riesgos y los reveses, y la formación de los valores que creo presentes hoy en mis reflexiones. Aunque tampoco debe ser largo, y no puedo aspirar a tanto.

Al instante de la victoria revolucionaria estudiaba yo en los Estados Unidos y, a mi regreso a Cuba matriculé, en 1959,  el curso nocturno de Derecho, en tanto orientaba mi búsqueda de empleo hacia las nacientes estructuras creadas por la Revolución; trabajé de 1960 a 1962 en empresas consolidadas del Departamento de Industrialización del Instituto Nacional de la Reforma Agraria, después Ministerio de Industrias, donde pude participar activamente en el proceso de nacionalización de empresas. Recuerdo como instrumento emblemático un portafolio de piel marrón que llevaba inscrito en grandes caracteres dorados “INRA” y debajo, en otros más pequeños, “Departamento de Industrialización”. Aquellos portafolios se convirtieron en esos días en la jaqueca de la burguesía. Aunque no aludo aquí a una experiencia académica, la cito porque me sumergió de lleno en la radicalidad del cambio que se iniciaba, dejando enseñanzas indelebles para mi vida de revolucionario.

Conocedor de mis limitaciones profesionales, había continuado mis estudios universitarios, y fue entonces que me llegó, en 1962, la proposición de incorporarme al curso intensivo de Filosofía y Economía Política Marxistas con vistas a implantar la docencia de dichas disciplinas en la Universidad. Lo recuerdo como una  especie de alfabetización teórica, bajo la asesoría soviética, la colaboración de algunos profesores cubanos, y la administración de las Escuelas de Instrucción Revolucionaria, que contaban con unos dos años de existencia y una red muy estructurada. A mí me había tocado ya, con anterioridad, “liberar” a compañeros de empresas para que se internaran en escuelas provinciales. Los bolcheviques en el poder crearon, en su tiempo, la “Academia Roja”. El objetivo en nuestro caso era prepararnos para realizar el despegue docente y, una vez incorporados los seleccionados al final del curso a la institución universitaria, continuar la formación iniciada, precaria por fuerza.

De manera que el comienzo de mi vida académica llegaba a los 23 años, en el  Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana. Un espacio que resultó de duración corta, entre 1963 y 1971, pero decisivo en la formación de aquel grupo fundador. Me  atrevería a afirmar que aquella original experiencia fue inigualable para todos  los que pasamos por ella, al margen de diferencias y de disensos. Fue allí, a través del estudio sistemático, de  la maravillosa experiencia del aula universitaria, de una superación dirigida y realizada con rigor y sentido práctico, del ejercicio de la crítica sin reticencias, en una palabra del aprendizaje de la herejía del pensamiento, que puedo decir que comencé a hacerme lo que hoy soy (sea bueno o malo). Allí conocí la responsabilidad de participar en la edición de una revista de pensamiento,  los desafíos de cada número que preparábamos, las conmociones de la puesta en circulación, y aun cincuenta años después la emoción de descubrir con cuánta nostalgia los 53 números de Pensamiento crítico se recuerdan en tantos entornos latinoamericanos.

Desde el Departamento de Filosofía rompí el hielo de la aventura de la pluma, para expresar, en el plano teórico, distanciamientos críticos, y argumentar posturas propias, y en este terreno mi intervención en la polémica sobre los manuales de filosofía en 1966 estimo que indicaba ya, como ningún otro texto del período, cuál sería el curso de mi pensamiento, de mi lectura de la historia, mi lectura del socialismo, del sistema-mundo, de la realidad toda, si no es demasiado pedante que lo diga así.      
 
Le cobré en aquel tiempo un amor a la colina universitaria que me sería difícil describir, aunque lo intenté en una breve nota para la revista Alma Mater a principios de los noventa. Creí con ingenuidad  que mi destino me había ligado a ella con lazos indisolubles, por revolucionarios. Fue un deslumbramiento, un gesto tal vez de vanidad juvenil. Tendría que descubrir en los años siguientes dónde y cuándo no sería bienvenido; cómo y por qué no lo era, me quedaba más claro.

Pero no faltaron en esos años otros espacios que me abrieran sus puertas, a los cuales debo reconocimiento. De ellos también extraje experiencias valiosas y descubrí relaciones de solidaridad, a veces insospechadas, y de mucha ayuda.

Sin embargo, mi vida académica solo recuperó una intensidad semejante a la vivida en los  sesenta, en el Centro de Estudios sobre América, de 1989 a 1995, con posterioridad a mi regreso de Europa como diplomático. Nos percatábamos de que el sorpresivo proceso de desintegración de Europa del Este obligaba a repensar el socialismo, y sentí incrementada de nuevo la urgencia y la capacidad de lectura, las posibilidades de expresión y de debate, los desafíos del ejercicio de pensar; sentí que se establecía un diapasón para las relaciones académicas del grupo, que se activaban espacios de estudio y debate para el pensamiento social en Cuba, que incluso nuestras perspectivas de contribuir desde allí al cuerpo político institucional aumentaban, y que nuestro trabajo jugaba un papel, por modesto que fuera, en la preparación de un cambio necesario en el modelo socialista. La sorpresa fue, de nuevo, que lo que hacíamos no tuviera una acogida favorable. Volví  a figurar entonces en la plantilla de los descalificados.

La descalificación fue pública y no necesito relatarla, como tampoco sería honesto pasarla por alto en el recuento de mi vida de intelectual comprometido. Ya había aprendido a defender, con la misma energía, la coherencia de mis ideas y la de mis lealtades, más allá de la adversidad de la coyuntura. Ni magnificar detalles buscando errores que corregir, con vistas a ganar un perdón, ni acunar amarguras en la deformación que lleva del hereje al renegado, que Isaac Deutscher describiera tan bien. Quien aspire a consagrar su vida al pensamiento revolucionario tiene, ante todo, que respetarse a sí mismo, y defender su pensamiento con libertad.

Del CEA pasé a trabajar en el Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas durante los diez años siguientes. El CIPS me permitió dar continuidad, con el total aliento de la institución, a la intensa vida académica que había rescatado y sin otras dificultades significativas. También conocí allí de cerca esfuerzos científicos serios que, trabados en el laberinto de los cánones, no veían la luz.

Trabajaba como investigador y comenzaba a planear mi jubilación cuando Roberto Fernández Retamar me sorprendió proponiéndome acompañarle en la confección de Casa de las Américas, su revista. Y yo, dispuesto siempre a pertenencias valiosas y aventuras intelectuales, volví a aceptar.

La Casa de las Américas ha significado para mí muchas cosas; con unas había contado, con otras no. Por supuesto, sabía que ingresaba a un enclave de singular significado en la vida cultural de la Revolución, a trabajar con algunas de las figuras fundadoras con quienes había tenido relaciones desde mi etapa universitaria, y del año 1967 en que dirigí la Biblioteca Nacional  José Martí, personas todas cercanas en afecto. Significaba volver a centrar mi atención en una revista, por añadidura de las más prestigiosas de nuestra América. El desafío radicaba ahora en el predominio de lo literario; lo sabía desde el principio, lo asumí y lo advertí, y ya tengo ocho años allí y he participado en la elaboración de treinta y dos números, sin que me haya llegado hasta ahora notificación de despido. Así que tan mal no debo haberlo hecho. He tenido la suerte de contar con un equipo pequeño, pero eficiente y bien cohesionado. En este tiempo he aprendido mucho de mis colegas en la Casa, de los de mi edad (mayores no los hay: Roberto es poeta y los poetas no tienen edad). Pero sobre todo  aprendí a aprender de los más jóvenes. Siento que también escribo mejor hoy y eso se lo debo a Casa.

No estoy seguro de que esto sea lo que le tocaba decir al premiado, pero, una vez recuperado de las primeras emociones, me sentí motivado a recapitular por qué y para qué había sido premiada mi labor. En esa vida toda por la cual se premia atribuyo la mayor importancia a los cuatro escenarios referidos, en los cuales me he formado, y a la vez creo (otra inmodestia seguramente) haber contribuido a formar.

A veces hubiera querido que el curso de mi vida académica fuera otro más lineal, pero no fue así y tampoco lo lamento. Decliné en varias ocasiones el ofrecimiento de doctorarme porque sentí que me llegaba pasado de tiempo y contexto, como un requisito formal y no lo hubiera querido así. Pero aclaro que esto de ningún modo significa desprecio hacia el grado científico. Lo valoro en toda su magnitud, e incluso cursé estudios intensivos de alemán en 1975 cuando esta opción se presentó en mi camino. Aunque añadiría que tampoco sobrestimo la acumulación de cursos y de créditos académicos. John D. Bernal atribuía lo poco sistemático del genio de Da Vinci a no haber realizado estudios universitarios, aunque gracias a ello –decía– tuvo menos que olvidar.

No podría poner fin a estas palabras sin destacar lo que considero un verdadero privilegio: la casualidad de que este galardón me haya tocado al cabo de la primera década  de transformación del mapa político latinoamericano. Cuando la resistencia a la hegemonía imperialista cuaja en proyectos nacionales independientes y rescates socialistas. Del proyecto de integración de nuestra América y de la búsqueda de caminos propios. Recibo el premio a pocos días de haberse celebrado en La Habana la IIª Cumbre de CELAC, que resume los avances, la fortaleza, las dificultades y los retos del proceso. La aventura del pensamiento social está más urgida que nunca, de activarse desprovista de lastres, para no dejar espacio ni problema de la vida real fuera del bisturí de la reflexión y la crítica, y de la búsqueda de propuestas. Pienso en una ciencia social verdaderamente marxista, capaz de afrontar el reto del tiempo, no concebida para satisfacer y santificar las decisiones de la política, sino para dejar su aporte a través de la crítica rigurosa y de la participación comprometida.

Para terminar, diré que he pensado, cuando se me notificó este honor, en dos compañeros, estudiosos y amigos, muy cercanos. En Hugo Azcuy con quien compartí mi vida en el Departamento de Filosofía primero y después en el CEA, y que falleció en 1996. Y en Jorge Ramírez Calzadilla, a quien también conocí desde los sesenta, fue mi  compañero  de trabajo en el CIPS, y murió en 2006. Estarían felices hoy a mi lado.

Agradezco a mis padres, que sin ser intelectuales supieron priorizar la educación de sus hijos, y nos introdujeron al placer de la lectura con El tesoro de la juventud, con Salgari, Julio Verne y Dumas, con el Quijote  y con el uso de la enciclopedia. A Cary Cruz, mi compañera de los momentos felices y los difíciles, más que los agradecimientos, le toca el premio, porque de no ser por su apoyo en todos los sentidos imaginables, difícilmente hubiera llegado yo a este momento. El premio es suyo tanto como mío.  
Muchas gracias


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